viernes, 20 de diciembre de 2013

Isla



-Conteste a mi pregunta, por favor ¿se alegra que  lleguen las Navidades? Como usted mismo me dijo, vive apartado en este rincón del mundo desde hace años, pero su familia está lejos, en su ciudad de origen, y estas fechas son especialmente proclives al amor fraternal y a las reuniones en torno a una mesa repleta de comida y bebida y seres queridos.

-Bueno, usted me pregunta si me alegro o no me alegro que lleguen las Navidades. Creo que está mal formulada esa pregunta. Y le diré porque. Aquí tengo todo lo que quiero y deseo. No tengo reloj, ni calendario, ni días especiales ni menos especiales. Todos mis días los celebro por igual y sin duda me alegro de ellos. Usted me dice que de allí de donde viene es Navidad, muy bien. Aquí es hoy, ahora y sí, me alegro de estar aquí. ¿Mi familia?, se que está orgullosa de mí. Y yo de ellos.

-¿No los echa de menos? Tengo entendido que no se ven desde que partió hacia aquí. Ni ellos han venido, ni usted ha regresado jamás. Su caso es realmente asombroso.

-No los puedo echar de menos porque los tengo muy presentes. Aquí, mire. En esta cabeza los llevo y me comunico con ellos. Sé que están bien allá. ¿Si me gustaría abrazarlos? Por supuesto, pero ahora es imposible como vera. Nadie entra y sale de esta isla sin un permiso. Usted mismo ha tenido que colarse engañando al Gobernador.

-Por favor, no hable de mí. Estamos aquí para hablar sobre usted. Limítese a responderme, se lo agradecería, gracias Doctor Telman. Su padre me envió a verle con la esperanza de que le convenciera a regresar. ¿Lo pensó alguna vez? ¿Se le pasó por la cabeza que ellos desean que vuelva?

-Sí y no. Ellos sabían dónde venía. Donde me metía. El trabajo aquí es peligroso y cada vez más. Me gusta lo que hago y me gusta estar aquí. No quita que alguna vez, algún día, durante algunas horas, lo pienso, y se me pasa por la cabeza el escaparme, pero al poco recapacito y dejo de pensarlo. No, no volveré. Mi vida está aquí. Mi vida es esto.

-Bien. Usted mismo dijo antes que le gustaría abrazarlos y ahora, acto seguido, me dice que no volverá. ¿Me lo explica? Le ofrezco la posibilidad de dejar está isla atrás, no sea terco, piénselo bien, pero no tenemos mucho tiempo.

- No creo que tenga nada que explicarle. Es normal que me apetezca abrazarlos, son mi familia. Pero como le dije, ahora es totalmente imposible.

-¿Por las tormentas?

-Sí, y por mi trabajo. Las tormentas aquí son continuas. Imagino que lo sabe. Sólo durante un día se puede salir o entrar sin riesgo. Un día al año. De hecho nadie ha podido. O bien son pillados antes de siquiera intentarlo, o bien las aguas y el viento y las olas los engullen.

-A mi no me han engullido y se cómo salir ilesos. Sólo dígame que quiere hacerlo, y le ayudare. Saldremos juntos de esta jaula.

-Le agradezco mucho su ofrecimiento y aceptaría si no fuera feliz aquí. Pero lo soy. Dígale a mi padre que volveré, pero aún no. No ha llegado el momento. Le quedan pocos minutos ¿no es así? No los malgaste conmigo y corra a ponerse a salvo antes que el Gobernador se entere de quien es en realidad. No lo conoce enfadado.

-Le han lavado el cerebro, ¿no se da cuenta? Vive como un autómata a las órdenes de un dictador y usted piensa que es feliz. ¡Quítese la venda de los ojos! De este modo no saldrá nunca de aquí. Le dan de comer, le ofrecen una casa, un sitio donde dormir, un sueldo que se gasta en ellos mismos, le tratan bien para engatusarle…a cambio de su trabajo y dedicación las veinticuatro horas y sin libertad. Vive encerrado en un mundo apartado de todo y de todos. ¿No se da cuenta?

-De lo que me doy cuenta es que de lo que haga o deje de hacer no es asunto suyo Profesor. Quizá el que debería quitarse la venda es usted. Vine aquí precisamente huyendo de eso, de la monotonía y rutina que suponía mi vida allí. Aquí al menos me respetan. Y hago lo que quiero, sin horarios ni nadie que me someta, al menos de forma directa. Y por el paisaje. No tiene precio el poder pasear y contemplar la inmensa vegetación que nos rodea. Y el cielo, ¿lo ha visto?, a través de la cúpula de cristal, su color hipnotiza a quien lo mira, su azul eléctrico y sus ráfagas de lluvia movidas por el continuo viento huracanado es fascinante. Si es una cárcel, es una bonita cárcel. No insista, váyase y felicite la Navidad a mis seres queridos, si es que logra salir de aquí con vida.

-Bien doctor, mi tiempo se acaba. No puedo hacerle cambiar de opinión y debo salir de aquí, como bien dice usted. Cuídese. Volverán a por usted. Otros, y seguro que no tan amables como yo. Ándese con ojo. Adiós.

-Cierre la puerta al salir Profesor. Y suerte en su viaje…

jueves, 19 de diciembre de 2013

Espejo 2



Pero con el paso de los días, la habitualidad, el simple hecho repetitivo y monótono de cruzar la enigmática calle día tras día, me fue inmunizando a su soterrado perfume de ingenuidad pérfida, como quien después de aspirar un hedor repugnante lo acaba por incorporar a su ser, haciéndolo inocuo e inodoro para sí, lo que se daría por llamar, falsa apariencia, y entonces giraba el cuello atraído por sus altas sombras y su oscuridad y sus ruidos, perplejo y atento a cualquier modificación que alterase la normalidad de sus formas o rutinas, del mismo modo que me mantenía en guardia el vaivén de un trasero femenino y robusto con sus andares hipnóticos embutidos en unos pantalones ajustados. Esta costumbre, la cual fui afilando con el paso de las jornadas hasta convertirla en un juego de misterios y elucubraciones para mí, me fue proporcionando una serie de cualidades que se empeñaban hasta ese momento por mantenerse a guardia en mi interior como el soldado atrincherado que huye de las bombas y se protege de ellas. Así la curiosidad fue adueñándose de mi mente y de mi cuerpo, escoltada por esa familiaridad y conocimiento que proporciona el estudio y sobre todo la observación del terreno pisado, y ya no solo miraba sino que memorizaba a mi paso cada detalle por superfluo que fuera como el amante que se aprende de memoria uno tras otro todos los recovecos de su amada. De esa forma descubrí el hueco, el agujero o escondite el cual reposaba bajo la alambrada enjambrada de verde, esperando que alguien lo descubriera para exhalar todos sus encantos a su descubridor, del mismo modo que espera agazapada la suerte de todo hombre entre periodos sombríos de desesperanzas y rutinas. Allí se abría, camuflado bajo un montón de tierra, barro y follaje y trozos de cartón ajados por la intemperie a la que estaban sometidos, seguramente restos de algún embalaje doméstico olvidado de la mano de dios, o de la mano de alguien que lo abandono como se abandonan los años, tapando la entrada al caserón y ofreciendo un paso por el que traspasar la valla y con ella resquebrajar los límites impuestos por un pusilánime como yo.
Por tanto ya no solo me limitaba a pasar frente a la verja metálica y alta con la prisa de un corredor de bolsa, sino que indagaba con total impunidad y recorría su perímetro en busca de esos detalles que se nos escapan de primeras y que sin embargo están ahí, como el conejo en la madriguera, esperando ser cazado. Mis sentidos se esforzaban por captar los detalles más nimios y fugaces, como el espesor de la gravilla del camino y la hojarasca (cada pisada crepitaba con ese crujido sordo y característico que me recordaba al abrir de nueces), las siluetas de los árboles que se erguían como torres empeñadas en defender una fortaleza y todo aquel detalle que precisara una atención concentrada por mí parte. También como dije, captaba los sonidos que se le escapaban a la tarde, ya sin procurarme temores ni infundirme más miedo que el necesario para rodar sobre el agujero sin más compañía que mi atuendo y mi novedosa imprudencia. Así las cosas, ya traspasada la valla y dentro del terreno inexplorado, me persigne e inhalé un aire que imaginaba podía ser el último, por lo que llené los pulmones al máximo. Intuía de este modo que nada me pasaría. Me incorporé sobre la maleza, levantándome como el púgil que se levanta por enésima vez a recibir su gancho de derechas y mire a mí alrededor. ¿Y que había a mí alrededor a parte de una frondosidad de aúpa, digna de una selva tropical? A lo lejos y detrás de la copa de un árbol gigante que extendía sus ramas y hojas como un dios de múltiples extremidades se perfilaba el tejadillo de lo que se suponía una casa ¿abandonada? Desplazarse por ese terreno era ardua tarea, menos mal que ese día llevaba pantalones vaqueros, en contra de otros muchos, en los que mi afición por los pantalones “piratas”, por debajo de la rodilla, me hacía llevarlos por costumbre, casi a diario. Ese día sin embargo, no. Seguramente al despertarme por la mañana y después de rememorar mis incursiones aún fallidas por el terreno, me dije que no sería buena idea ir con piratas a la aventura. Y dije bien. Cantidad de pinchos, zarzas, raíces, arbustos, hojas ásperas como lijas y demás variedad de diversas especies de hojarasca  cuya función seguramente no era la de molestarme ni mucho menos, pero lo hacían y se me clavaban a cada paso, se empeñaban en estar justo por el sitio que yo pasaba. Incluso traspasaban la dura tela del vaquero, lo que provocaba en mí unas simpáticas muecas no ya de dolor, sino de resignación mal aceptada que acentuaba con unos simpáticos quejidos que ni un cantor de flamenco. Entretenido como estaba en abrirme paso (no existía vereda alguna), llegué a la orilla de un riachuelo. El hedor en aquel punto era ya máximo y mis ropas antes de un color, ya estaban manchadas de un marrón lodo que haría las delicias en cualquier pasarela del mundo. La luz del sol llegaba tenue y debilitada, y comenzaba a hacer un frío que se calaba en los huesos. Había perdido bastante tiempo desplazándome en dirección a aquel árbol, más del que pensaba y ahora el sol ya estaba muy bajo. Por su posición debían de ser las seis o siete. No llevaba reloj por lo que bien podía estar equivocado. El olor como dije, había aumentado en intensidad y costaba en ese punto hasta respirar con cierta calma. Además, ¿de dónde salía aquella masa de agua? No tenía conocimiento de ella. No hay río ni lago ni nada parecido en el pueblo. El más cercano se encuentra a unos cuarenta kilómetros de allí, y ni siquiera se acerca más que eso...CONT...

jueves, 21 de noviembre de 2013

Espejo



Arrastrarse subrepticiamente por ese suelo lleno de barro, de lodo, hendir las rodillas y ponerse de perfil como quien mira de soslayo a algún extraño que espía y te arranca sin pedir si quiera permiso parte de tu celebrada intimidad, sin avisarte, para luego rodar sobre uno mismo hasta sobrepasar la alambrada que separaba una parte de la otra era un acto de fe. De fe porque al otro lado se empeñaba la oscuridad en anegarlo todo, en no permitir el paso ni de un pequeño halito de luz. Como un escudo que parara todas nuestras embestidas allí maduraba el negro, haciéndose fuerte y magnánimo oculto entre árboles frondosos y  arbustos centinelas y hiedra salvaje que se empeñaba en abrazar la alta alambrada y crecer sin pedir permiso. Además la superficie del suelo bien era propicia para jugar al escondite y que no te encontraran jamás. Hierba mala y raíces gordas y truculentas como tuberías de un antiguo desagüe que nadie hubiera reparado en ellas celebraban con júbilo una fiesta perpetua que duraba ya años, o quizás lustros, o siglos. La atmosfera allí dentro era pesada, húmeda, sudorosa, semejaba un arcón cerrado de por vida contigo en su interior, robándote las ganas de respirar y estrangulándote con ello muy sibilinamente, poco a poco, como quien sucumbe al cabo de días a un veneno mortífero sacado del mismísimo Mefistófeles y no puede hacer nada, simplemente resignarse a una muerte lenta y angustiosa, capaz de hacerte enloquecer de tal forma que quisieras acabar tu mismo con esa pesadilla.

Siempre había estado allí, acechándome con su silueta de figuras espectrales, impregnado con el magnetismo que adquieren los objetos o regalos envueltos, o los portones cerrados a cal y canto, cada vez que pasaba por allí. Al principio no miraba, ya que el ambiente solitario e inefable de la calle me infundía respeto, o más bien temor, ese temor que hace que aceleres el paso y no mires atrás. Lo único que lograba distinguir entonces eran los graznidos de los cuervos o los gorriones o las palomas, no sabría decirlo bien  y menos afirmarlo con exactitud, pero se claveteaban en mis oídos como los martillazos de un herrero en la noche y perduraban todo el día en mi cabeza recordándome que ellos estaban allí, acechándome sin acechar, observando sin observar, con fingido disimulo, adivinando cómo despuntaba el paso y acababa por correr sin mirar atrás, en ese correr enérgico y vacilón que te infunde el miedo y te habilita socarronamente la adrenalina, como riéndose de ti…

CONTINUARA...

viernes, 25 de octubre de 2013

Calendario



El calendario prendía colgado de la pared de un solo extremo. Estaba al fondo de la sala y databa del año 2005. Recordaba aún cuando lo colgó, en enero de ese mismo año, en un día lluvioso y frío de invierno. De resaca navideña y promesas por cumplir, o de deseos para el año venidero que elevaban sus ganas de cambiar para bien y que luego se quedaban en nada. El tiempo es cruel. No espera a nadie. La Tierra gira y rota sin preguntarte. Estamos por un rato, le decía su profesor en la escuela. Ahora era 2008 y lo miraba escudriñándolo. Su color, antes blanco inmaculado, recién salido de la imprenta, estaba ahora amarillento del sol. El paso del tiempo había ido corroyendo su color, comiéndoselo. También las arrugas habían aparecido. Antes liso, pulcro, joven, y ahora sin embargo su superficie mostraba las grietas y arrugas que el peso de las horas y de los días y de los meses le habían producido, como la cara avejentada de quien va cumpliendo años, le daba un carácter mucho más solemne. Habían pasado tres años, y para él era como si hubieran pasado solo tres días. Todo llega, decía. Todo lo aplasta el tiempo, pero que es el tiempo sino la misma evolución, el mismo cambio. Existe el tiempo porque existe el cambio. Uno no es el mismo mañana, ni mucho menos dentro de tres, diez, cincuenta años, uno está en continuo cambio. Y llegará el día que el tiempo nos alcance, y no podamos mirar calendarios atrasados colgando de paredes. Por eso se apenaba ahora mirando ese calendario del 2005. Cada día al levantarse, veía la noche muy lejana, pero pronto volvía a levantarse y volvía a ver de nuevo otra noche igual de lejana. Igual pasaba con los años. Un año es mucho tiempo, imaginaba, pero igual los veía pasar. Cada segundo iba sepultando el presente, convirtiéndolo en pasado, semejando un gran alud o un reloj de arena, grano a grano, instante a instante, veía como su vida pasaba. No es que el tiempo nos alcance como una gran tromba de agua, o nos aplaste como un gran montón de nieve, somos  nosotros mismos los que naufragamos y flotamos, aferrados a un trozo de madera, en esa agua turbulenta, en ese curso continuo que es la vida. Que es el tiempo.

jueves, 24 de octubre de 2013

Historias



El hidalgo caballero andante, acompañado de su fiel escudero, avanzaba presto hacia aquellos gigantes los cuales erguíanse como grandes torreones luminosos y poéticos sobre el promontorio, esperando su golpe de gracia a la luz del sol la cual reverberaba sobre la superficie de sus muros. Los rayos del astro rey caían a plomo y en perpendicular. No cabía duda que era medio día y que el calor hacía mella en esa estación del año, tan seca, tan plomiza, tan larga y apelmazante en aquella zona, la Mancha. Las gotas de sudor resbalaban por su frente, caían desde su yelmo dorado hasta sus ojos de lince. Le impedían entonces ver y se enjugaba con el dorso de la mano, vislumbraba el horizonte y continuaba su camino hasta el enemigo sin demora aparente. Decidido en la mañana a acabar con los gigantes, ni siquiera reparaba en el infierno que suponía desplazarse por esas vastas llanuras de tupido césped amarillento y seco a esa hora y con esa premura, y en esa época del año. Su escudero, al punto, le seguía los pasos, más mal que bien, sin tiempo apenas para respirar y tomar aire. Sus piernas eran más cortas. Su cara por entonces era una gran esfera bermellona y oronda  y sus bufidos y blasfemias, estas dichas en susurros inaudibles y sordos, eran continuas. Adelante mi querido y leal amigo, no te rindas, no paremos ahora, que allí nos esperan ansiosos de sangre y venganza aquellos que nos injuriaron. Mi lanza los atravesara y pondremos fin a esta farsa, bramaba con voz decidida Don Albar de Totena y Soto, a lo que Romeu, su inefable y perezoso criado respondía con voz queda. Así será mi Señor, mas me temo que no van armados y que le será fácil asaltarlos.

Ahora Carlos bostezaba. Acomodado sobre el colchón, cerraba el libro y lo dejaba sobre la mesilla que tenía junto a su cama. Tenía sueño y los ojos se le cerraban. Eso le impedía continuar leyendo aunque si por él fuera, no dejaría jamás de leer. Ahora tenía que abandonar la lectura por un descanso que él no quería pero por el cual no tenía más remedio que claudicar. Maldecía entonces el dormir. Que pérdida de tiempo, pensaba. Ahora tenía veinte años, y desde bien pequeño ya leía todas las historias que podía y caían en sus pequeñas manitas de por entonces. A veces, por supuesto, el libro era más grande que su propio cuerpo, entonces jugaba a esconderse detrás del lomo, de la tapa, y jugaba con su padre por toda la casa. Leyó muy precozmente las historias y novelas de Robert Louis Stevenson, Herman Melville, Daniel Defoe, Mark Twain,  Julio Verne y demás, a las que tenía especial cariño. Todos los cuentos de Pinocho, Blancanieves, Los Siete Enanitos, se los contaba o más bien se los dibujaba su mama sentada al borde de la cama, uno cada noche hasta que cumplió los once años con diferentes voces, modulando su voz y tono para que se durmiera, era todos los personajes y ninguno a la vez. Entonces Carlos se cruzaba en sueños con Doroti, con el hombre hojalata, con Mary Popins, volaba en alfombras mágicas, visitaba a Aladino y pedía tres deseos al genio de la lámpara maravillosa, luchaba con dragones, bebía del ponche de los deseos, se hacía invisible, recorría el mundo en ochenta días, pasaba temporadas enteras en una isla desierta, viajaba en barcos y recorría el interior de una ballena para su regocijo y disfrute. Cada día no faltaban sus cuentos. Y cada día suponía toda una aventura para él, por lo que adoraba estar despierto y sobre todo soñar, soñar despierto. Soñaba con cantidad de libros los cuales avanzaban hacia él hasta que lo conseguían rodear, entonces comenzaban a sepultarlo poco a poco, primero tapaban sus pies, sus piernas, todo su cuerpo iba desapareciendo bajo la montaña de libros. Entonces pensaba que eran sus propios personajes los que le devoraban. Le gustaba imaginar al Capitán Garfio detrás de él o a Huckleberry Finn tratando de engañarle metiéndole en líos más allá del rio Mississippi. Pensaba que se habían confabulado entre ellos y ahora querían absorberlo, integrarlo entre sus páginas, perpetuarlo en el tiempo, elevarlo a personaje de ficción. Eso pensaba y era algo que le fascinaba y a la vez horrorizaba. Era cuando se despertaba sobresaltado, impertérrito, con el rostro pálido y las sábanas empapadas de orina, gritando ¡Mama, mama! Así fue creciendo Carlos, rodeado de literatura e historias fantásticas, lo cual desarrollaba en él una indudable capacidad de abstracción hacia el mundo que le rodeaba. En la escuela, los compañeros lo consideraban un bicho raro. No tenía amigos, no salía a jugar en los descansos con los niños de su edad. No jugaba a la pelota ni perseguía hormigas en el patio. En lugar de eso, permanecía sentado en su pupitre bien divagando, bien leyendo los libros que su abuelo le obsequiaba a sabiendas de los gustos de su nieto, por lo que se convertía sin quererlo en la comidilla de todos y en el blanco de sus habladurías. No decía palabra, no lo necesitaba. Los profesores al principio se preocuparon de sus formas. Un niño de su edad, tan pequeño, tan diferente de los demás, debía tener algún problema, pero pronto desistieron de pensar eso debido a las buenas calificaciones que sacaba. Era el número uno, sin duda destacaba sobre los demás en todas las materias. Lo poco que mostraba no era nada con lo que en realidad ocultaba, o más bien con lo que no necesitaba mostrar. Para Carlos sus únicos amigos eran los personajes de los libros que leía, y su hábitat natural, su patio de recreo, sus carreras dando patadas a un balón o el juego del escondite, eran las páginas de estos, una tras otra.

Muy temprano se levantó. Su habitación era una pequeña biblioteca con anaqueles en las paredes, ocupándolas enteras, repletas de libros. Las estanterías estaban a rebosar. Unos libros sobre otros, a ambos lados, incluso pequeñas montañas en el suelo, esquinadas, por falta de espacio. Poco a poco los libros invadían su cuarto. La cama estaba justo en el medio, mirara donde mirara veía libros. Era como su añorable pesadilla de pequeño hecha realidad, cosa que le apasionaba. Cada día entraba un nuevo libro y cada día tenía que abrir un nuevo hueco. Ahora miraba el techo, absorto en lo que le atravesaba la cabeza, y a la mesilla, donde reposaba el libro del caballero andante y pensaba decidido, que durante la noche, en sus horas de sueño todas las letras de todas las palabras de todos los libros que tenía en su haber, deambulaban unas con otras mezclándose entre sí, formando nuevas palabras y nuevas frases y nuevos libros. Imaginaba lo apasionante de dicha acción y sentía envidia de ello. De ese modo, pensaba, todas las historias se entrecruzarían, todos los personajes se conocerían y por ende, debido a esto, Robinson Crusoe podría cabalgar con Robin Hood y este a su vez podría navegar en el Nautilus.

Hoy es domingo, es tarde y mañana hay colegio, por lo que David, poco a poco, se va quedando dormido escuchando a su padre. Este le lee un cuento sobre un chico llamado Carlos, el cual quedó encerrado en las páginas de un libro de caballería y luchaba todas las noches por librarse de su encierro en un torreón bajo la custodia del malvado caballero Don Albar de Totena y Soto, Dueño y Señor de las tierras de la Mancha.