viernes, 10 de mayo de 2013

La porqueriza



    



    Me llamo Mike y a veces tengo impulsos nerviosos, violentos, episodios de ira desmedida, por mi mente sobrevuela o más bien, circula la idea, como lo hiciera un rayo atravesando el cielo, de despellejar a alguien, de oler el miedo que reflejan los ojos de una víctima indefensa, muda, postrada en el suelo, suplicando por su vida. Eso me excita. Y dicen que estoy loco. Yo no lo creo, simplemente necesito esa carga de adrenalina y tensión para continuar viviendo. Mis víctimas no son gente “normal” o al menos lo que yo entiendo por normales, son seleccionadas por mí, privilegiados espectadores de mi obra, quizás tengan algo que yo añoro o simplemente me dan envidia sus vidas tan perfectas y cuadriculadas. Además, un loco no tendría la cuidadosa cualidad e inteligencia para acometer más de treinta asesinatos a lo largo de los últimos cuatro años y salir impune de cada uno de ellos, sin pistas, sin huellas, simplemente con mi necesidad macabra saciada. No, no lo estoy definitivamente. Mis métodos son bien sencillos, me basto de una simple navaja de afeitar bien afilada, era de mi abuelo, con la empuñadura de madera e incrustaciones en plata, fina, del tamaño de un pulgar, su hoja reluce como un diamante y refleja, justo cuando la poso en el cuello de la víctima, mis pupilas negras, grandes, fijas en cierto punto muy alejado de la estancia, y poco más, unos simples cordones con los que inmovilizo las manos, pegándolas a la silla, cualquier paño viejo a modo de mordaza y un viejo y roído paño con el que limpio todo al acabar.
     La piel se me eriza, un infinito placer recorre mis venas principales hasta alcanzar la mano con la que empuño el arma y reacciono primero acariciando la superficie del cuello con la hoja, es un acto bastante íntimo y personal, lo hago con una ternura máxima, recuerdo las caricias de mi padre sobre mi cuerpo desnudo de pequeño y las mimetizo en cada ritual de manera solemne. Los ojos de mis victimas se tornan grandes, el terror con que me miran es puro éxtasis, las lágrimas recorren sus facciones sin parar inundando de angustia toda la sala. Forcejean inútilmente hasta que poco a poco cesan de mover músculo alguno debido a la acción de una droga paralizadora, ya sólo les queda contemplar horrorizados como los mutilo, como su vida se desprende poco a poco, lenta y cruelmente, semejante a los relojes de arena, grano a grano, gota a gota hasta quedar completamente vacío y es en ese punto donde alcanzo el clímax.
     ¿Qué dónde guardo los cadáveres? Tengo un caserón a las afueras de la ciudad, mi buen amigo Smith vive durante todo el año allí. La finca es grande, situada en un bonito valle lleno de encinas, robles, nogales y algún que otro pino, todo muy espacioso y colorido durante la primavera, un riachuelo baja apenas sin agua y divide la finca en dos. Si, allí tengo cerdos, el cerdo es sabido por todos que se alimenta y come cualquier cosa, engulle y devora sin parar y es Smith quien se encarga de alimentarlos. La porqueriza se encuentra justo detrás de la casa, bajando unas escalinatas, cerrada con llave con un portón grande, de un color rojo desteñido, a modo de desván, allí se acumula de todo y posee apartados donde los puercos subsisten unos con otros. El olor es nauseabundo, uno tiene que guardar la respiración hasta acostumbrarse a semejante hedor. Bien, pues al fondo del pasillo central es donde coloco a mis víctimas, en la silla metálica atornillada a una placa de hierro al suelo, destinada durante muchos años a incordiar más que a servir de alguna utilidad práctica, pero instrumento al fin y al cabo inmejorable para mis tétricas prácticas.
     La probé, en varias ocasiones, la sangre, ese líquido viscoso, más o menos líquido, rojo parduzco, vasos enteros, delante de ellos. Llenaba un vaso directamente de sus heridas sangrantes,  y me la bebía saboreándola. ¿Estoy loco? No lo creo. ¿O sí? Un loco no razona, un loco no procesa todos los datos de que dispone y los ordena en su intelecto, en su mente, yo lo hago, aunque sienta necesidad de cometer esas muertes espantosas. Me arrepiento, dios sabe que me arrepiento, justo cuando termino, cuando finalizo el trabajo y todo está en silencio, después de ese instante místico que me desconecta de la realidad y del mundo exterior, un orgasmo que te eleva a la cima para bajarte de golpe al mundo terrenal. Pero ellos lo merecen, ¿acaso no? Debo hacerlo, me lo dictan, desde hace años, en mi cabeza sobrevuelan estás ideas delirantes, ¿paranoia? Me intentaron medicar, pero yo estoy sano, no, no necesito más droga que sentirme realizado ejecutando las órdenes que me cruzan la mente. Es culpa de ellos, ellos tienen la culpa con sus vidas perfectas. Yo sólo equilibro la balanza. Es mi sino. Ajusticiar y hacer que paguen por sus pecados.
     Las autoridades me buscan, son muchas desapariciones, alguien dio parte a la policía de la matrícula de mi automóvil, acabarán por encontrarme, lo decía la radio. ¿Y qué hago yo? Me desprendí de él, vino a buscarme Smith en medio del bosque. Lo estrelle contra una gran encina, robusta, casi ni se movió, pero mi coche, un 4x4, se hundió doblándose la parte delantera. Metí a Rot, ese buen hombre pacífico en el maletero, será mi última víctima y él ni siquiera lo sabe, me ofreció dinero, a mí, iluso, ¿para qué quiero yo dinero? No es dinero lo que quiero, quiero su aliento, quiero arrebatarle el alma y purgarme de todo cuanto me corroe por dentro, quiero que vea con sus propios ojos el terror y lo sienta, que sienta lo mismo que yo al mirarle, odio. Le vi con su familia, con su mujer e hijos en el jardín de casa, una casa preciosa y cuidada, de doble planta, de fachada amplia con enredaderas trepando los muros, con rosas y jazmines, todo muy bonito.  Su fragancia y el aura a felicidad se metía en mis entrañas,  a cada inspiración subía hasta mi cabeza, danzaba como una niña traviesa en un baile de colegio, recordándome  los maltratos de mi padre cuando era apenas un niño, ¿el olor a felicidad? La felicidad no existe. Si yo no la conozco, no existe. Y allí estaba él, con su sonrisa, su magnífica mujer y sus hijos, de barbacoa, asando carne. Paré el vehículo doblando la esquina, recliné el asiento un poco hacia atrás y espere. Esperé hasta que Rot salió de su casa a tirar la basura y bueno, lo abordé llevándomelo conmigo. Sabía que saldría de la casa porque lo intuí, ¿no tienen ustedes premoniciones de cosas que van a suceder? Yo la tuve con Rot y no me equivoqué. Simplemente tuve que bajarme del coche, seguirlo unos metros por la desierta callejuela y colocarle un pañuelo rociado de un somnífero cubriéndole nariz y boca. Todo esto sucedió ayer, su mujer debió ver la matrícula de mi coche y sospechar algo. Intuyo que fue así, no sé como fallé en eso. Actué precipitadamente. Normalmente estudio lo que hago, no me concedo errores, calculo cualquier mínimo detalle, pero esta vez actué como un loco, sí, estoy enloqueciendo, quizás siempre lo estuve, pero lo vi tan claro, su vida, su familia, su casa, esa melódica armonía, semejante a una bella estampa navideña o a una de esas puestas de sol cargadas de vomitiva sensibilidad donde todo el mundo se apelotona para fotografiarlas y llevársela de recuerdo, que me lancé sin pensar las posibles consecuencias.
     Los últimos resquicios de luz penetran por el único ventanuco que se encuentra justo delante de mi, una pequeña abertura con armazón de hierro sellada con madera en lo alto, dejando entrar la claridad durante el día, de forma que dentro de la porqueriza todo queda casi en tinieblas la mayor parte del tiempo, lúgubre, pero ahora un pequeño hilo de luminosidad incide avanzando como las agujas de un reloj, lenta pero firmemente por la nuca de Rot, dejando una fina sombra que más parece un borrón de tinta sobre un lienzo blanco que la sombra de un hombre torturado a punto de morir desangrado en el sótano de un caserón lleno de cerdos. Yo estoy sentado junto a él, sobre un taburete de madera con tres apoyos mientras escribo esta declaración final. Lo torturé durante horas, sus gritos sordos se perdían en la inmensidad de la sala, sus quejidos se confundían con los gruñidos de los animales y la sangre resbalaba por su piel describiendo  un trazo perfecto, como lo hacen los ríos en busca de su camino más directo y sencillo en busca del ponto, hasta caer goteando sobre una jofaina en el suelo.
     Ya sólo me queda esperar, ¿cómo frenar esas ráfagas que me revientan la razón, que me descolocan y sacan la bestia fatua y horrible que me consume por dentro? Soy un monstruo, un engendro del mal, debo pararlo. Lucho contra mí mismo y continuo aniquilando, ya son muchas muertes, los restos y osamentas están enterradas bajo tierra, me detesto, debo pararlo. Justo encima de mí, sobre mi cabeza, he colocado con sumo cuidado un armatoste de acero muy pesado, pieza vetusta de una de las máquinas utilizadas para la matanza porcina ya en desuso, gruesa y ancha con un filamento extremadamente cortante en su parte baja, suspendido en el aire sujeto por una cuerda a uno de los travesaños que cruzan el techo de la porqueriza y sujeta al portón de entrada, mira desafiante desde las alturas, esperando el momento preciso para caer sin contemplaciones sobre mi aplastándome y partiéndome en dos sin esfuerzo al abrirse las puertas, de forma mecánica, la gravedad y nada más. Sencillo. Entonces todo habrá acabado, quizá hallen aún con vida a Rot o no, está perdiendo mucha sangre, queda poco tiempo para él. Agoniza y respira con dificultad, perdió la conciencia hace rato. Aún hay tiempo, deben darse prisa. Mi hora se acerca, el portón de la porqueriza será mi puerta al infierno. Debo pagar de la misma forma macabra que acabo con mis víctimas, no merezco otro fin, decapitado.
     Ya vienen, oigo ruidos, el chirriar de la cancela es delatador, las sirenas de los coches de policía amontonados a la entrada también, no hay duda, no tardarán en encontrarme, una vez dentro de la casa sólo deberán atravesarla, cruzar  el pasillo, abrir la puerta trasera, salir por el porche posterior y verán justo enfrente las escaleras que bajan dando con la nave y sus puertas, no más de cinco minutos, apenas cuatro. Smith es un buen hombre, nada tiene que ver con todo el asunto, sólo cuida la finca. Esa es su vida, vive para servirme. En todo este asunto actuó coaccionado por mí, amenazado de muerte. Me sudan las manos, me tiemblan los músculos, ya queda poco, dos minutos y dejaré de torturarme, de hacer el mal, yo mismo me lo busqué, un sudor frío me inunda la cara como si la hubiera metido en un bloque de hielo y no pudiera sacarla, abrasándome, me arrepiento de todos mis pecados, de todas las muertes, perdonadme, no merezco respirar, el mundo será un poco mejor sin mí. No puedo seguir viviendo, cada segundo que pasa es una puñalada en mi corazón. Un minuto. Daros prisa, os lo ruego. Rot vivirá, lo consiguieron,  ya llegan. Se terminó la agonía…



MR

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