Posiblemente Héctor se levantó como siempre
a las ocho de la mañana. Posiblemente se incorporó de su cama, grande y vacía,
se quedó sentado mirando las palmas de sus manos, o estudiando con detalle el
recorrido de cada una de las líneas que la asediaban y se debatían
enfrentándose, cruzándose y dando a la mano una impresión de hoja rayada, de
hoja rayada poco a poco, gastada por el paso de los años. Posiblemente se calzo
las pantuflas marrones colocadas con recelo en el lateral de la cama, algo
metidas bajo ella. Posiblemente se puso de pie y se dirigió al cuarto de aseo
para lavarse la cara con agua fría, la única agua que había. Posiblemente se
quedo mirándose en el pequeño espejo sobre el lavabo, un espejo sin marco, que
ha visto encanecer el pelo de Héctor, conformar las arrugas en su cara y ver
caer los años uno tras otro sobre su cuerpo, dándole un aspecto vetusto y
enjuto, cadavérico. Posiblemente en la cocina se preparó un café y una tostada
con manteca. Posiblemente se sentó para comérsela como hacía siempre en el
pequeño taburete de madera de la cocina. Antes ese taburete eran dos taburetes,
antes incluso eran tres taburetes e incluso cuatro taburetes. Pero ahora solo
era un taburete. El tiempo y circunstancias por un lado y la muerte por otro,
habían hecho desaparecer dichos aposentos. Posiblemente Héctor pensaba esto
mientras masticaba y rumiaba la tostada, en su esposa, años atrás ocupando el
taburete de enfrente. En sus hijos
correteando con prisas y sentándose apenas dos minutos antes de ir al colegio y
más tarde al trabajo. Y lloraba. Posiblemente lloraba recordando todo eso. Un
llanto silencioso, un llanto sin lágrimas. Posiblemente se preguntaba que hacía
él allí, en esa casa vacía y solitaria. Pequeña pero inmensa, un universo en
setenta metros cuadrados. Posiblemente se vistió como siempre, con su pantalón
de pana color marrón, una camisa a cuadros blanca y azul y se enfundó su
sombrero de fieltro gris con una banda negra de adorno. Posiblemente salió de
su cárcel a las nueve y media de la mañana y saludó a su vecina Hortensia, que
se dedicaba a barrer por las mañanas el descansillo. Actividad que la mantenía
activa y sobre todo alegre. Posiblemente Héctor la sonreía y ella le devolvía
dicha sonrisa. Aunque Héctor nunca sabía
si lo que hacía era devolvérsela o mantenérsela. Hortensia siempre barría.
Hortensia siempre sonreía. Posiblemente Héctor miro al salir del portal el cielo azul. Inspiró.
Espiró. Posiblemente se puso a andar por la calle, sin rumbo, sin destino, sólo
preocupado de poner un pie tras otro y caminar. Posiblemente no pensaba en nada
o pensaba en si sería capaz de dar el siguiente paso. O pensaba que debía dar
media vuelta y volver. ¿Pero volver a dónde? Posiblemente vio como dejaba atrás
el bar al que iba todas las mañanas. Posiblemente dobló a la derecha, después a
la izquierda, todo recto y posiblemente fue cuando me vio sentado en uno de los
bancos del parque. Posiblemente rodeó el parque con sus pasos cortos,
constantes, observó que todos los bancos estaban ocupados y se quedó inmóvil,
quieto. Sus pasos cesaron por un instante, apenas un minuto, sus ojos clavados
en mi espalda y entonces posiblemente me
examinó, me estudió, se introdujo en mi cabeza y dictaminó que yo estaba tan
sólo como él, tan sumido en la soledad como él, tan vacio como él, tan
profundamente enterrado en el fango y en
el tiempo como él y posiblemente se puso en marcha, despacio, hasta ciertamente
sentarse junto a mí y preguntarme si era alemán.
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