domingo, 25 de agosto de 2013

Sueños



¿Alguna vez han tenido un sueño raro, estrambótico, abstracto? ¿Alguna vez ese sueño se os ha hecho realidad? Anoche me fui a la cama antes de lo habitual. El día había sido duro, complicado, agotador, mi cuerpo y músculos me pesaban como una gran losa de hierro. La cena frugal, apenas un trocito de fruta y una ensalada de tomate. Los parpados luchaban por no terminar cerrándose antes de la cuenta. Los ojos achinados. Los pasos lentos, torpes. Realmente el día había sido agotador. Mi trabajo consiste en hacer visitas a decenas de clientes e intentar siempre venderle un seguro de lo que sea. Siempre la misma perorata y discurso aprendido de memoria. Siempre en busca del cliente perfecto, y siempre de un lado a otro sin parar, llamando de puerta en puerta. De esas puertas son pocas las que me abren, y de esas que me abren, pocas las que consigo traspasar, y de esas que traspaso, de esas pocas personas caritativas o con mucho tiempo libre, o tan ingenuas como para abrir a un tipo vestido con traje de lino barato, camisa aún más barata y corbata regalada, de seda y de color rojo con dibujitos de estrellas en blanco, pocas las que me escuchan, y un porcentaje bajísimo de todas ellas, digamos que como un día de lluvia en verano, o como conseguir pescar en un rio sin peces o con un solo pez a lo sumo, me compra uno. Para ello entenderán que con semejantes guarismos,  deba llamar a multitud de puertas para aumentar mi porcentaje de ventas, o al menos para mantenerlo, lo que supone muchos kilómetros en coche y muchas idas y venidas alrededor de la provincia entera. Ayer no fue diferente, o si. Hice tres ventas. Para celebrarlo decidí ir a cenar al mejor restaurante de la ciudad. No era para menos, y sumado eso a mi consabida afición por el delicioso y abundante mundo de los placeres gastronómicos y culinarios, estaba cantado que así sería. Invité a Ana para el día siguiente.  Ósea para hoy. La llamé por sorpresa. No pudo siquiera abrir la boca. Mis ansias y excitación eran tales  que simplemente le dije “Ana, para mañana no hagas planes, tengo una sorpresa para ti, a las nueve te recojo, ponte tus mejores galas”. Colgué dejándola con la boca aún abierta y sus palabras flotando en el aire. Como dije, una vez terminado de cenar, me fui a la cama. Mi cansancio se entrelazaba con la felicidad y la satisfacción del trabajo bien hecho, del buen sabor de boca que te queda después de un día productivo y por qué no decirlo, del recuerdo y las imágenes de Ana y la cena de hoy, de mañana por entonces. Pronto comencé a quedarme traspuesto, a sumirme en un sopor incandescente y pesado del que no podía escapar. Imágenes comenzaban a poblar mi cabeza. Figuras abstractas, formas pétreas, líneas que se movían de un lado a otro formando lienzos y cuadros picassianos. Todo en mi cabeza iba a una velocidad de vértigo. De una imagen a otra y vuelta a la primera. Me veía a mi mismo tumbado sobre una cama redonda. A su vez la cama redonda flotaba en un océano de color negro, podría ser de tinta negra y acto seguido me encontraba corriendo sobre ese líquido oscuro sin parar. A mi alrededor sólo el vacío, el infinito. Corría además sin parar, con zancadas firmes y decididas, a buen ritmo. La vista puesta en el horizonte, siempre negro, y la boca abierta. Iba tatareando una música de piano, la cual se oía de fondo. Era Erik Satie. La melodía era muy melancólica y lenta para esa carrera sin fin. Pero de repente me quedaba paralizado, quieto, inmóvil, y una blancura inmaculada se apoderaba del cuadro y sobre todo de mi mente. Sólo el piano continuaba sonando…como el vaivén de una cuna y el regazo de una madre, me quedé dormido. Desperté nuevo, con energías renovadas. Era aún temprano, había dormido pocas horas, el reloj marcaban las ocho de la mañana, pero el sueño había sido reparador. Me regocijé en la cama. Estiré mis piernas, bostecé o más bien aullé como un lobo o un león en medio de la selva. Me doblé y recorrí de punta a punta la superficie del colchón saboreando cada movimiento. La boca la tenía seca. Los labios duros, agrietados. Una gran dificultad se me presentaba a la hora de cerrar la boca. Juntar los labios se me hacía un propósito inaccesible, incluso desesperante. Me incorporé decidido a ir al baño y asearme. Llegar a el fue ardua tarea. Extrañamente, y bien digo extrañamente ya que la puerta del baño está justo en el lateral de la cama, a pocos metros y sin ningún obstáculo que requiera pericia alguna ni derroche de atención para llegar a ella, llegué a duras penas y con gotas de sudor corriendo por mi frente. Asustado, extrañado y algo preocupado por tal acontecimiento, me asomé al pequeño espejo colgado sobre el lavabo. Una sobrecogedora quietud fue lo siguiente que me ocurrió. Mi rostro palideció, las manos comenzaron a emanar un sudor frío y colmado. Los latidos del corazón aumentaron como aumentan las revoluciones de un motor al acelerar de golpe. Tambores sonaban en mi interior. No podía moverme. Frente a mi veía una gran lengua reposando sobre los azulejos del baño. Gorda, rosada, con grandes puntitos  por toda la superficie. Salía de mi boca semejando una gran cuerda pesada y dura. Presionaba la comisura de mis labios y ejercía un peso añadido  al de mi cuerpo. Me impedía cerrar la boca. En ese momento comprendí el hecho de que estuviera sudando, el esfuerzo para desplazarme con semejante protuberancia saliendo de mi cavidad bucal era enorme. Entonces procuré calmarme, respiré hondo, cerré los ojos, conté hasta diez y los volví a abrir. Allí seguía la gran lengua. Colgada como una vieja toalla al viento. Pensé en la posibilidad de que aún estuviera dormido y por tanto, soñando. De esa incertidumbre salí rápidamente, bastó con pisarme la punta de la lengua con una de las pantuflas. Un fuerte alarido sordo y continuo salió de mi boca. Efectivamente, estaba despierto. Y además era poseedor de una lengua enorme. Respiraba con dificultad, y siempre por la nariz. Decidí pues calmarme. Ante situaciones extremas y complicadas, grandes dosis de serenidad. Me eché entonces la lengua al hombro. Me costó levantarla con ambas manos. Pesaba como una gran boa o anaconda de las  selvas amazónicas e incluso me dio la sensación que a cada minuto que pasaba, aumentaba de tamaño. De esa guisa alcancé la cocina. Comencé a abrir un cajón tras otro. ¿Qué sería de mí? Las tripas comenzaron a sonarme. Recordé que no comía nada desde hacía más de veinticuatro horas, exceptuando la cena tan mísera de la noche anterior. Y ahora, la boca la tenía entrapada. Pensé ir al médico. Recordé la cita con Ana. ¡Qué horror! ¿Qué había pasado esa noche? ¿Cómo iba a presentarme así ante ella, ante la gente? Me había transformado en un monstruo. ¿Acaso debía encerrarme como Quasimodo en la torre y no dejarme ver? No. Me senté a la mesa, cogí un lápiz y me puse a escribir. Y aquí estoy. La lengua ya serpentea por todo el cuarto. Lo ocupa casi todo. Me es imposible moverme. Sólo espero que alguien llame a mi puerta, como hago yo todos los días y escuche mis alaridos. Que los escuche y eche la puerta abajo. Mientras tanto, escribo esta carta y sueño con Ana, y con la cena que no llega, y con su cuerpo, y con puertas abriéndose y con grandes cuchillos de sierra o hachas, y con ella de nuevo. Si, soñar es bonito, pero ya ven, también peligroso.

jueves, 22 de agosto de 2013

Gigante



Que extraña cosa me caía en la cabeza. Yo que pretendía correr a sentarme. Y este ser que me agarraba de la muñeca y tiraba de mí. Intentaba escapar, huir, zafarme de él, pero era mucho más grande que yo. Sus brazos y piernas parecían palos gigantes y su cabeza una calabaza enorme. A veces tiraba de sus cabellos, también largos y de color negro. Y el gigante gritaba. Gritaba mi nombre y decía “Malo”, con voz enérgica, muy alto. Que chillidos más feos. Que desagradables. Yo lo que hacía entonces era tirar más fuerte. Pero era inútil. Era arrastrado a su terreno. ¿Qué será eso que cae? No quiero ir. Quiero correr en dirección opuesta. A veces lograba escapar, en algún descuido del gigante, pero mi libertad duraba menos de lo que quería o deseaba. Al volver la cabeza allí lo veía, con sus garras y sus largas zancadas me atrapaba de nuevo. Entonces me pegaba, no muy fuerte. Pero lo justo para que llorara, berreara y me pusiera colorado hasta que me soltaban. ¡Qué dulce sensación! ¡Qué agradable poder moverme sin el gigante encima! Doy tres pasos. Nadie me sigue. Cuatro. Está entretenido, así no me ve. Gateo agazapado por el suelo hasta llegar a un charquito de agua. Introduzco una mano, está fría, ¡qué gusto! Chapoteo con ambas. Sonrío. Me alegro y me empeño en mojarme más aún. Ya vienen a por mí. Me pongo de pie y corro. Esa vez no llegué nada lejos. ¡Qué fuerza la del gigante!  Me levantaba y me cogía en brazos. Estábamos muy altos, sobre el charquito, y caía de nuevo del cielo el líquido frío sobre nosotros. Yo entonces volvía a llorar. Pataleaba en mi empeño de escapar y el gigante sólo decía ¡Es agua, es agua cielo mío! ¡No llores! No comprendía “Mama”, así se hacía llamar el gigante, que yo no quería estar allí y menos mojarme, y menos no tener mis pequeños e inexpertos pies sobre el suelo, y menos hacer algo que no me apetecía. Pero así era “Mama”, abusona e irracional, en su afán de hacerme feliz y educarme se olvidaba de mis preferencias y deseos y sueños. Y hacía lo que ella quería. Era su juguete, su prisionero. Aunque de esa manera descubrí que la extraña cosa que caía en mi cabeza era agua. Y que aquel tubo largo de dónde caía se llamaba ducha. Y que para que cayera había que girar un grifo al cual yo aún no llegaba, aunque algunos niños de mi edad sí que llegaban.

martes, 13 de agosto de 2013

Bar






El bar sito en la calle espárragos número veinte, de esquina en el edificio quizás más longevo del barrio, fachada de ladrillo visto y color rojo parduzco, emulando sin pretenderlo a sangre venosa desparramada, su amplia vidriera por la que desde fuera uno podía alcanzar a ver el interior siempre que tuviera intención de ello y acercara los morros al escaparate y su rótulo con letras mayúscula y bordes redondeados dibujado sobre la puerta, en la que anunciaba su nombre “Bar Piraña”, era el local propicio para nosotros. Quizás debido al hecho repetitivo de ir todos los sábados allí, o quizás porque las condiciones y atmosfera que se respiraba en su interior lo hacían apetecible. O quizás una mezcla de ambas. Aunque posiblemente a decir verdad, no fuera por ninguna de ellas. La atmosfera como decía antes, era vomitiva, por lo que podemos descartarla, y el hecho de que fuéramos todos los sábados allí, era porque este era el único local que permanecía abierto a esa hora, cinco de la mañana, cuando Saúl y un servidor, acabábamos la jornada laboral y nos reuníamos entorno a una de sus mesitas de madera. En sus entrañas poco que decir, putas y chulescos, tipos alcoholizados tomándose un último trago interminable, alguna riña simpática que acababa con botellines y vasos por los aires, los cuales estallaban en mil pedazos contra el suelo en el mejor de los casos. En el peor imagínense la cabezota de algún borracho como blanco, y las carcajadas y risas al fondo admirando de soslayo y sin recato  la certeza del lanzamiento y su afinada puntería. Podrá por lo dicho parecer que no era lugar este muy recomendable para dos jóvenes entusiastas. Pero vistas las pocas opciones o nulas más bien a las que nos ateníamos, era la mejor. Al menos disponía de unas pocas mesas repartidas, o tiradas, o lanzadas de mala gana por el suelo pegajoso y sucio del habitáculo, lo que hacía caminar por el, y más a esas horas de la noche, o de la mañana según se mire, en un acto de fe y perseverancia. Al fondo, en una esquinita, escorada e iluminada por una bombilla que caía del techo enganchada de un cable negro, nos sentábamos. Saúl siempre a la izquierda de la pared, y yo enfrente suya. Provistos de una buena jarra de cerveza, disertábamos a esa hora de asuntos banales, fútiles, erráticos, insustanciales, ligeritos y poco inteligentes entre trago y trago. Unos días era sobre la gran cantidad de tipos de tornillos que existían en el mundo, y otro sobre la vida.
   -Hoy es un mal día – Saúl miraba extasiado su jarra de cerveza, las palabras le salían de forma mecánica, atravesando sus cuerdas vocales, de forma grave, convincente, hipnotizado y convencido de lo que decía. – la vida, parece que todo va sobre ruedas, nos sumimos en una felicidad ficticia, sonreímos sin saber muy bien porque y de repente, cuando menos te lo esperas y cuando menos lo piensas, o ni siquiera lo piensas, toda esa delgada y frágil línea se rompe como se rompen esos vasos contra el suelo. Mil añicos y se acabo.
Yo escuchaba con atención, y sorbía de mi jarra a buen ritmo, tragos largos, abundantes, traía sed y el grado de embriaguez aumentaba a cada sorbo. – La vida es así, puñetera, cuando piensas que controlas el combate, que has aprendido la lección, cuando nos cubrimos de los golpes y tratamos de esquivarlos, recibimos un gancho que nos noquea. Directo a la crisma. Nos tira a la lona y nos deja ko. –  levanté la cara, mirándolo a los ojos. - ¿Qué te ha pasado?
-En realidad nada, no sé. Es esta mierda. – Miraba su vaso con desprecio disimulado, empinaba el codo y daba sorbitos cortos, tragando poca cantidad, como si lo que bebiera le causara un dolor añadido. – Hoy me dio por pensar, vi está tarde un chico joven, entusiasta, sonreía el muy jodido, sonreía sólo. ¿Lo puedes creer?
-Mucha gente sonríe Saúl, yo mismo sonrío de vez en cuando. No podemos no sonreír.- Esbocé una sonrisa socarrona, algo forzada pero bien amplia. Siempre que lo hacía dejaba asomar un colmillo, quizás resultara poco sugerente o incluso amenazante, pero a mí me parecía atractivo, aunque supongo que a fuerza de convivir y verlo todos los días. – Está claro, y por todos está visto, que no podemos vivir con miedo, o con temor, o sumidos en pensamientos negativos. ¿Viste a los animales? Ellos no temen la muerte. Viven. Se limitan a sobrevivir sin mayor preocupación que el ahora.
Saúl miraba el suelo. Más que el suelo mantenía sus ojos clavados en una cucaracha negra y algo pequeña, la cual permanecía inmóvil en lo que consideró buen sitio para descansar. Este buen sitio era debajo de la mesa, y junto a mi zapato izquierdo. – Este chico, el sonriente, vestía traje gris, camisa blanca, sin corbata, alguien importante sin duda, aunque todos somos importantes, ¿no?, recuerdo que llevaba un maletín colgado de la mano derecha, negro. – Dirigió sus ojos hacia mí, abiertos, grandes, dos esferas me traspasaban ahora. – Andaba sin más, como quien va al trabajo a pie, o como el que vagabundea buscando por las basuras algo que llevarse a la boca, o como yo mismo. Yo andaba detrás suya, no justamente detrás pero si que lo veía bien, a cierta distancia, como un lobo agazapado, y ¿sabes qué pasó?
Vi como sus ojos se encendían, como del blanco que abrazaban sus pupilas negras emergían manchas de color rojo, estas acabaron por teñirlo del todo. Sus labios comenzaron un baile trémulo. Un rictus tan serio como espeluznante me miraba fijamente.
-  De repente se desplomó sobre la acera. Cayó como una hoja en otoño, sin la menor vacilación. Iba andando y de repente su corazón falló. Falleció en el acto. Nada que hacer. ¿Te das cuenta?
Miré la cucaracha junto a mi zapato, continuaba quieta, inmóvil en su posición. Saúl lloraba ahora, en silencio, hizo un gesto al camarero. Quería otra jarra. Yo no sabía que decir. – La vida es eso. Da tantas alegrías como penas. Nos colocan un caramelo en la boca, nos dejan saborearlo, disfrutarlo, e incluso le acabas cogiendo cariño, te aferras a el, y de repente, de golpe, te lo quitan.
-Quizás sea eso. Quizás debamos vivir como esta cucaracha. Sin pensar mucho más allá. Yo no pedí vivir, me lanzaron a este mundo maravilloso y aquí estoy. En un bar de mala muerte, arrinconado, pensando vacuidades y disfrutando de está cerveza helada contigo. – Justo le servían la pinta, Rafa, el barman, le guiñaba un ojo cómplice. A pesar de las horas, Rafa siempre estaba de buena cara. Tenía razones para no estarlo y nadie le reprocharía nada. Pero vivía feliz. Como una cucaracha, disfrutaba de su trabajo y se le notaba. Buen hostelero. Buen hombre. La vida le había maltratado y sin embargo siempre salía adelante. Su mujer e hija murieron en un accidente automovilístico. Pero eso es otra historia.
Alcé la jarra de cerveza a medio beber, el líquido oro se balanceaba al compás de mi movimiento. – Salud, amigo, vivamos sin miedos. Mientras dure, es un milagro sublime del que debemos disfrutar. Saquémosle el jugo ahora que podemos.
Saúl levantó su cerveza y la chocó contra la mía. – Salud!!! – El brindis sonó como un golpe seco, como un puño dirigido contra una mesa maciza de madera. Algunas putas e incluso el camarero giraron la cabeza. Y como si nada hubiera pasado, la volvieron a sus asuntos. La cucaracha ya no estaba bajo la mesa. Había desaparecido. Probablemente encontró un rincón más suculento o quizás, y solo quizás, fue aplastada contra la suela de algún zapato sin esperarlo. Quizás incluso fuera mi zapato… Así es la vida, impredecible, un libre albedrío del que formamos parte y del que lo menos que podemos hacer es vivirla.
Éramos ya las últimas dos personas en el bar. Las jarras habían corrido una tras otra, como conejos escapando de su depredador. Rafa apagaba las luces, primero las de la barra, después las de más al fondo. – Chicos, mañana más, nos vamos. – Su voz ya denotaba ese tufillo a cansancio y hastío después de una dura jornada.  Tenía ganas de irse. Era su hora. Más temprano que tarde, y seguía con su cara rechoncha y amigable con la que te brindaba día tras día. A tientas y más de lado a lado que rectos, nos encaminamos a la puerta, nos despedimos del bueno de Rafa y desaparecimos en la niebla.

domingo, 11 de agosto de 2013

Vuelo




Me encontraba yo sentado en la bonita y arenosa playa de mi pueblo. La arena, en abundancia y pegajosa, se untaba en zonas de mi anatomía las cuales traviesas, entraban en contacto directo con ella sin avisar, y eso a pesar de mis sutiles y a la vez  vanas precauciones por protegerme de tal incomodidad plausible, haciendo uso de una toalla. Miraba al cielo algo gris a consecuencia de las nubes y la pertinente amenaza de lluvia tan habitual por otro lado en la fecha en la que nos encontrábamos. Embelesado a su vez por el vuelo rectilíneo y perfecto de una gaviota, que parecía danzar con las nubes y jugar con ellas al popular juego del escondite, ya que desparecía del limitado campo de visión del que yo, en mi humilde condición de humano disponía, y volvía a aparecer instantes después sorprendiéndome en tan habitual y rutinario vuelo. Me imaginaba por ende yo surcando no los mares sino los cielos. Atravesando nubes, saludando a pasajeros cómodamente sentados en sus butacones, mirándome anonadados desde las pequeñas y claustrofóbicas ventanillas de los aviones. Incluso en mis ensoñaciones podía verme no ya mis propios brazos y manos, cosa tal que no causaría estupor alguno en mi mente ni en la de nadie por ser esta una visión habitual para el vulgo, sino que vislumbraba unas alas batiéndose en vuelo y agitándose sin demora en busca de la cima del monte más alto y empinado de la comarca. Iba yo en mi condición de pájaro a posarme en la rama de un sauce, cuando unas gotas, que por su transparencia y sobre todo su cantidad y acompasamiento a la hora de golpearme la frente supuse como de lluvia, me devolvieron a la realidad de mi playa y de mis brazos y de la arena pegada a mis posaderas. Ya que mis facultades no me alcanzaban para emprender el vuelo y ponerme a resguardo, decidí  sabiamente erguirme y ayudado por mis extremidades inferiores,  también llamadas piernas,  salir a correr hasta el soportal de enfrente.
Ya a salvo de la lluvia y vientos de poniente, me hice yo a la idea de que tenía que aprender a volar. Pensaba entonces en la cantidad de beneficios que tal cosa me reportaría, desde aliviar la carga en los músculos de las piernas con todo el bien que ello supondría, hasta no tener que gastar un penique en bambas y pantalones, pasando por la grata satisfacción del azote casi amoroso del viento sobre mi testa. Sumando a todo ello el tiempo que ganaría en los desplazamientos de un punto a otro punto, cambiando estos dependiendo siempre del origen y destino que yo, mi persona en este caso, decidiera. Se hacía pues muy golosa una inminente respuesta a mis tejemanejes aeronáuticos. Durante toda la noche elucubré ante tal descabellada pero sabia revelación. Pensé en dos cartones enganchados de forma inteligente en mis brazos, los cuales movidos arriba y abajo con la suficiente velocidad, y a un ritmo tal como para vencer la fuerza de la gravedad y mi propio peso, me mantuviera en el aire. Pensé en una sábana atada a mi pescuezo la cual me propulsara hacia adelante. Pensé y perdonen lo inoportuno, soez y vulgar de mi comentario, en el despegue y avance con la sin duda inestimable colaboración del gas metano en forma de flatulencias bien producidas y a buen ritmo. Pensé en una alfombra, la cual y una vez yo apoltronado sobre ella se elevara sin la menor dilación de forma vertical hacia los cielos, lo que la convertiría en mágica. Pensé en un sofisticado entramado de escaleras mecánicas. Entiéndase por mecánicas aquellas que suben y bajan sin el menor esfuerzo por parte del transportado. En este caso, y dado que de ascender sin límite nos saldríamos de los límites de la estratosfera, las escaleras dejarían de ser escaleras en algún momento para transformarse en cinta transportadora. Pensé en pedalear encima de mi bicicleta, provista de mástil y vela, la cual al adquirir la velocidad suficiente, gracias a mi incesante y enérgico pedaleo, alzara el vuelo. Pensé, pensé y pensé…hasta quedar sumido en el sueño. A tal punto diré que no sabría decir si realmente me dormí, necesidad esta imperiosa y determinante para todos, ya que sin un descanso apropiado y suficiente el organismo hasta lo que sabemos, primero delira, y después muere. O lo que hice en realidad fue despertarme de tal descanso y adentrarme, o involucrarme, o ponerme al servicio de la consciencia colectiva saliendo del paraíso narcótico y surrealista que es el mundo onírico. El caso que me encontraba yo, no sin frío, debido a la helada que a mi alrededor había y sin duda a lo inapropiado de mi vestuario, consistente en unos calzones de color blanco tapando mis partes pudientes y mi pelambrera por abrigo, en lo alto de un barranco. El viento azotaba a mi espalda, me erizaba los negros pelos o plumaje a estas alturas del relato, y producía un eco de voces las cuales me animaban a saltar al vacío. Yo, en mi ánimo por todos sabido de aprender a volar y las ganas de regresar a casa, hice caso a los mensajes que mi conducto auditivo recibía, alcé la cabeza, erguí el cuello, di dos pasos al frente, una batida de alas, un saltito y a volar.