Que extraña cosa me caía en la
cabeza. Yo que pretendía correr a sentarme. Y este ser que me agarraba de la
muñeca y tiraba de mí. Intentaba escapar, huir, zafarme de él, pero era mucho
más grande que yo. Sus brazos y piernas parecían palos gigantes y su cabeza una
calabaza enorme. A veces tiraba de sus cabellos, también largos y de color
negro. Y el gigante gritaba. Gritaba mi nombre y decía “Malo”, con voz
enérgica, muy alto. Que chillidos más feos. Que desagradables. Yo lo que hacía
entonces era tirar más fuerte. Pero era inútil. Era arrastrado a su terreno.
¿Qué será eso que cae? No quiero ir. Quiero correr en dirección opuesta. A
veces lograba escapar, en algún descuido del gigante, pero mi libertad duraba
menos de lo que quería o deseaba. Al volver la cabeza allí lo veía, con sus
garras y sus largas zancadas me atrapaba de nuevo. Entonces me pegaba, no muy
fuerte. Pero lo justo para que llorara, berreara y me pusiera colorado hasta
que me soltaban. ¡Qué dulce sensación! ¡Qué agradable poder moverme sin el
gigante encima! Doy tres pasos. Nadie me sigue. Cuatro. Está entretenido, así
no me ve. Gateo agazapado por el suelo hasta llegar a un charquito de agua. Introduzco
una mano, está fría, ¡qué gusto! Chapoteo con ambas. Sonrío. Me alegro y me
empeño en mojarme más aún. Ya vienen a por mí. Me pongo de pie y corro. Esa vez
no llegué nada lejos. ¡Qué fuerza la del gigante! Me levantaba y me cogía en brazos. Estábamos
muy altos, sobre el charquito, y caía de nuevo del cielo el líquido frío sobre
nosotros. Yo entonces volvía a llorar. Pataleaba en mi empeño de escapar y el
gigante sólo decía ¡Es agua, es agua cielo mío! ¡No llores! No comprendía “Mama”,
así se hacía llamar el gigante, que yo no quería estar allí y menos mojarme, y
menos no tener mis pequeños e inexpertos pies sobre el suelo, y menos hacer
algo que no me apetecía. Pero así era “Mama”, abusona e irracional, en su afán
de hacerme feliz y educarme se olvidaba de mis preferencias y deseos y sueños.
Y hacía lo que ella quería. Era su juguete, su prisionero. Aunque de esa manera
descubrí que la extraña cosa que caía en mi cabeza era agua. Y que aquel tubo
largo de dónde caía se llamaba ducha. Y que para que cayera había que girar un
grifo al cual yo aún no llegaba, aunque algunos niños de mi edad sí que llegaban.
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