“Verlo frente a mí, inconfundible entre tanta gente, entre
tantas idas y venidas, con sus ojitos negros y su mirada profunda, siempre
mirando más allá, me hizo despertar de mi letargo. Era él y me miraba
fijamente, como quien contempla una obra de arte, embelesado, la boca entreabierta
y el semblante serio. “
Évora es una ciudad portuguesa encantadora, sus calles empedradas, sus
pendientes pronunciadas, cantidad de monumentos y un casco antiguo de
incalculable valor. Soporta cantidad de parroquias y restos de civilizaciones y
épocas pasadas que la sitúan entre las ciudades más antiguas de Europa
ganándose la distinción de ciudad-museo,
patrimonio de la humanidad. Eso es lo que leí en un suplemento del
diario local. “Venha Évora e desfrute”.
Era jueves, el viernes amenazaba con asomar la patita y yo buscaba alternativas
para el fin de semana. El anuncio venía acompañado de fotografías de diverso
calibre. La Catedral gótica con sus dos torres, vista de frente,
majestuosa, el Templo de Diana, la
Iglesia de São Francisco, el Monasterio de los Cartujos…y en última instancia,
pasando la página y en pequeño, una imagen más, la última del reportaje pero
también la más misteriosa y tétrica. Cantidad de calaveras, tibias, fémures y
demás osamenta se me presentaba desafiante,
apelotonada, incrustada de forma hábil por vete tú a saber quién (hoy se que
tan brillante idea fue de un monje franciscano del siglo XV), formando paredes y columnas de una capilla
verdaderamente macabra a ojos del buen samaritano el cual era yo. Tal fue el
impacto que causo en mi la “Capela dos Ossos”, la atracción que sentí, el
magnetismo de aquellos cráneos ensartados en las paredes de la capilla, que no
albergaba más posibilidad que no fuera ir a visitarlos y mirarlos con mis
propios ojos. Las cuencas donde antes debía
haber ojos y vida ahora me miraban sin esperanza, monótonas, evocaban el
desaliento y el paso del tiempo. Justo debajo de la foto, en pequeño y en letra
cursiva rezaba, “Nós ossos que aqui estamos pelos vossos esperamos”. Como un susurro danzaba penetrando en mis oídos
la leve brisa de la amenaza lanzada por los esqueletos. Un escalofrío corrió
por mi cuerpo. La alternativa de fin de semana ya estaba escrita. Como destino,
Évora…
La distancia que
separa Badajoz de Évora no alcanza los cien kilómetros. En menos de una hora me
encontraba pateando sus calles irregulares y estrechas. La mezcla de estilos se
palpaba solo con alzar la vista y contemplar sus monumentos, sus recovecos y
visitar su centro histórico, en el cual es fácil perderse volviendo una y otra
vez al mismo punto. Eran las tres, era tarde, no había comido, las tripas me
sonaban al son de cada paso que daba y sin embargo mi instinto de animal
enjaulado me hacía no parar ni para echar un trago de agua. Ante mi, la Iglesia
de São Francisco, su fachada y pórtico se quedaban cortos una vez
cruzabas la puerta, una inmensa nave oblonga se extendía a lo largo, sin
columnas que la sostuvieran y con diez capillas y estucos a los lados recorriéndola hasta su baptisterio
al fondo donde descansaba la pila bautismal. Arquitectónicamente perfecta. Miré
hacia su elevado techo, cerré los ojos, permanecí inmóvil respirando el aura
que se mecía ante mí. Huesos rotos se me aparecían en forma de fogonazos de
luz. Un gran vacío negro del cual emergía primero un puntito blanco el cual
aumentaba ocupándolo todo, resultaban ser cráneos y calaveras una detrás de
otra, en fila y abriéndose paso como si quisieran saludarme o darme la bienvenida.
La capilla estaba cerca. Llegué ante la bóveda de entrada, arriba la
inscripción, el mensaje revelador, “Nós ossos que aqui estamos pelos vossos
esperamos”. Ya estaba allí. Me
adentré con las ganas y el semblante de quien va a descubrir el vellocino de
oro. Me situé justo en el punto medio de la cámara, antiguamente esta era
dormitorio de frailes y ahora ya ven, dormitorio de sus esqueletos y restos. Me
giré a izquierda, una pequeña ventana dejaba traspasar algo de luz, no mucha,
la capela era a esa hora una penumbra, una cueva repleta de huesos, una fosa
donde nosotros los vivos nos adentramos a molestar a los muertos, a
importunarlos. Si el descanso requiere paz y armonía, estos huesos no
descansaban nunca. Recorrí la pared cimentada con las cabezas huesudas, era aún
bastante más impactante que en la fotografía del suplemento. Un respeto no
escrito hacía que allí todo estuviera en silencio. Me paré en una calavera, a
media altura de la pared, justo enfrente de mis ojos, parecía mirarme, parecía
hablarme con sus cuencas huecas, con sus fosas perforadas y su mandíbula
abierta. De su nariz asomaba un gusano, quizás fuera eso lo que hizo quedarme
boquiabierto ante ella, mirando más allá, parecía querer decirme algo, incluso
aún hoy pienso que su mandíbula se movió y que quiso decirme algo. Quizás que la
vida es corta y hay que disfrutarla. Esos cráneos nos observan desde sus
paredes en una condena perpetua y divina queriendo transmitirnos ese mensaje.
Un suspiro y quizás mañana seamos nosotros quienes miremos a sus visitantes.
“Nós ossos que
aqui estamos pelos vossos esperamos”
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