¿Alguna vez han tenido un sueño
raro, estrambótico, abstracto? ¿Alguna vez ese sueño se os ha hecho realidad? Anoche me fui a la cama antes de lo habitual. El día había sido duro,
complicado, agotador, mi cuerpo y músculos me pesaban como una gran losa de
hierro. La cena frugal, apenas un trocito de fruta y una ensalada de tomate.
Los parpados luchaban por no terminar cerrándose antes de la cuenta. Los ojos
achinados. Los pasos lentos, torpes. Realmente el día había sido agotador. Mi
trabajo consiste en hacer visitas a decenas de clientes e intentar siempre
venderle un seguro de lo que sea. Siempre la misma perorata y discurso
aprendido de memoria. Siempre en busca del cliente perfecto, y siempre de un
lado a otro sin parar, llamando de puerta en puerta. De esas puertas son pocas
las que me abren, y de esas que me abren, pocas las que consigo traspasar,
y de esas que traspaso, de esas pocas personas caritativas o con mucho tiempo
libre, o tan ingenuas como para abrir a un tipo vestido con traje de lino barato,
camisa aún más barata y corbata regalada, de seda y de color rojo con dibujitos
de estrellas en blanco, pocas las que me escuchan, y un porcentaje bajísimo
de todas ellas, digamos que como un día de lluvia en verano, o como conseguir
pescar en un rio sin peces o con un solo pez a lo sumo, me compra uno. Para
ello entenderán que con semejantes guarismos,
deba llamar a multitud de puertas para aumentar mi porcentaje de
ventas, o al menos para mantenerlo, lo que supone muchos kilómetros en coche y
muchas idas y venidas alrededor de la provincia entera. Ayer no fue
diferente, o si. Hice tres ventas. Para celebrarlo decidí ir a cenar al mejor
restaurante de la ciudad. No era para menos, y sumado eso a mi consabida
afición por el delicioso y abundante mundo de los placeres gastronómicos y
culinarios, estaba cantado que así sería. Invité a Ana para el día siguiente. Ósea para hoy. La llamé por sorpresa. No pudo
siquiera abrir la boca. Mis ansias y excitación eran tales que simplemente le dije “Ana, para mañana no
hagas planes, tengo una sorpresa para ti, a las nueve te recojo, ponte tus
mejores galas”. Colgué dejándola con la boca aún abierta y sus palabras
flotando en el aire. Como dije, una vez terminado de cenar, me fui a la cama.
Mi cansancio se entrelazaba con la felicidad y la satisfacción del trabajo bien
hecho, del buen sabor de boca que te queda después de un día productivo y por
qué no decirlo, del recuerdo y las imágenes de Ana y la cena de hoy, de mañana
por entonces. Pronto comencé a quedarme traspuesto, a sumirme en un sopor
incandescente y pesado del que no podía escapar. Imágenes comenzaban a poblar
mi cabeza. Figuras abstractas, formas pétreas, líneas que se movían de un lado
a otro formando lienzos y cuadros picassianos. Todo en mi cabeza iba a una
velocidad de vértigo. De una imagen a otra y vuelta a la primera. Me veía a mi
mismo tumbado sobre una cama redonda. A su vez la cama redonda flotaba en un
océano de color negro, podría ser de tinta negra y acto seguido me encontraba
corriendo sobre ese líquido oscuro sin parar. A mi alrededor sólo el vacío, el
infinito. Corría además sin parar, con zancadas firmes y decididas, a buen
ritmo. La vista puesta en el horizonte, siempre negro, y la boca abierta. Iba
tatareando una música de piano, la cual se oía de fondo. Era Erik Satie. La
melodía era muy melancólica y lenta para esa carrera sin fin. Pero de repente
me quedaba paralizado, quieto, inmóvil, y una blancura inmaculada se apoderaba
del cuadro y sobre todo de mi mente. Sólo el piano continuaba sonando…como el
vaivén de una cuna y el regazo de una madre, me quedé dormido. Desperté nuevo,
con energías renovadas. Era aún temprano, había dormido pocas horas, el reloj
marcaban las ocho de la mañana, pero el sueño había sido reparador. Me regocijé
en la cama. Estiré mis piernas, bostecé o más bien aullé como un lobo o un león
en medio de la selva. Me doblé y recorrí de punta a punta la superficie del
colchón saboreando cada movimiento. La boca la tenía seca. Los labios duros,
agrietados. Una gran dificultad se me presentaba a la hora de cerrar la boca.
Juntar los labios se me hacía un propósito inaccesible, incluso desesperante.
Me incorporé decidido a ir al baño y asearme. Llegar a el fue ardua tarea.
Extrañamente, y bien digo extrañamente ya que la puerta del baño está justo en
el lateral de la cama, a pocos metros y sin ningún obstáculo que requiera
pericia alguna ni derroche de atención para llegar a ella, llegué a duras penas
y con gotas de sudor corriendo por mi frente. Asustado, extrañado y algo
preocupado por tal acontecimiento, me asomé al pequeño espejo colgado sobre el
lavabo. Una sobrecogedora quietud fue lo siguiente que me ocurrió. Mi rostro
palideció, las manos comenzaron a emanar un sudor frío y colmado. Los latidos
del corazón aumentaron como aumentan las revoluciones de un motor al acelerar
de golpe. Tambores sonaban en mi interior. No podía moverme. Frente a mi veía
una gran lengua reposando sobre los azulejos del baño. Gorda, rosada, con
grandes puntitos por toda la superficie. Salía de mi boca semejando una
gran cuerda pesada y dura. Presionaba la comisura de mis labios y ejercía un
peso añadido al de mi cuerpo. Me impedía
cerrar la boca. En ese momento comprendí el hecho de que estuviera sudando, el
esfuerzo para desplazarme con semejante protuberancia saliendo de mi cavidad
bucal era enorme. Entonces procuré calmarme, respiré hondo, cerré los ojos,
conté hasta diez y los volví a abrir. Allí seguía la gran lengua. Colgada como
una vieja toalla al viento. Pensé en la posibilidad de que aún estuviera dormido
y por tanto, soñando. De esa incertidumbre salí rápidamente, bastó con pisarme
la punta de la lengua con una de las pantuflas. Un fuerte alarido sordo y
continuo salió de mi boca. Efectivamente, estaba despierto. Y además era
poseedor de una lengua enorme. Respiraba con dificultad, y siempre por la
nariz. Decidí pues calmarme. Ante situaciones extremas y complicadas, grandes
dosis de serenidad. Me eché entonces la lengua al hombro. Me costó levantarla
con ambas manos. Pesaba como una gran boa o anaconda de las selvas amazónicas e incluso
me dio la sensación que a cada minuto que pasaba, aumentaba de tamaño. De esa
guisa alcancé la cocina. Comencé a abrir un cajón tras otro. ¿Qué sería de mí?
Las tripas comenzaron a sonarme. Recordé que no comía nada desde hacía más de
veinticuatro horas, exceptuando la cena tan mísera de la noche anterior. Y
ahora, la boca la tenía entrapada. Pensé ir al médico. Recordé la cita con Ana.
¡Qué horror! ¿Qué había pasado esa noche? ¿Cómo iba a presentarme así ante
ella, ante la gente? Me había transformado en un monstruo. ¿Acaso debía
encerrarme como Quasimodo en la torre y no dejarme ver? No. Me senté a la mesa,
cogí un lápiz y me puse a escribir. Y aquí estoy. La lengua ya serpentea por
todo el cuarto. Lo ocupa casi todo. Me es imposible moverme. Sólo espero que
alguien llame a mi puerta, como hago yo todos los días y escuche mis alaridos.
Que los escuche y eche la puerta abajo. Mientras tanto, escribo esta carta y
sueño con Ana, y con la cena que no llega, y con su cuerpo, y con puertas abriéndose
y con grandes cuchillos de sierra o hachas, y con ella de nuevo. Si, soñar es
bonito, pero ya ven, también peligroso.
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