Me encontraba yo sentado en la bonita y arenosa playa de mi
pueblo. La arena, en abundancia y pegajosa, se untaba en zonas de mi anatomía
las cuales traviesas, entraban en contacto directo con ella sin avisar, y eso a
pesar de mis sutiles y a la vez vanas
precauciones por protegerme de tal incomodidad plausible, haciendo uso de una
toalla. Miraba al cielo algo gris a consecuencia de las nubes y la pertinente amenaza
de lluvia tan habitual por otro lado en la fecha en la que nos encontrábamos.
Embelesado a su vez por el vuelo rectilíneo y perfecto de una gaviota, que parecía
danzar con las nubes y jugar con ellas al popular juego del escondite, ya que desparecía
del limitado campo de visión del que yo, en mi humilde condición de humano
disponía, y volvía a aparecer instantes después sorprendiéndome en tan habitual
y rutinario vuelo. Me imaginaba por ende yo surcando no los mares sino los
cielos. Atravesando nubes, saludando a pasajeros cómodamente sentados en sus
butacones, mirándome anonadados desde las pequeñas y claustrofóbicas ventanillas
de los aviones. Incluso en mis ensoñaciones podía verme no ya mis propios
brazos y manos, cosa tal que no causaría estupor alguno en mi mente ni en la de
nadie por ser esta una visión habitual para el vulgo, sino que vislumbraba unas
alas batiéndose en vuelo y agitándose sin demora en busca de la cima del monte
más alto y empinado de la comarca. Iba yo en mi condición de pájaro a posarme
en la rama de un sauce, cuando unas gotas, que por su transparencia y sobre
todo su cantidad y acompasamiento a la hora de golpearme la frente supuse como
de lluvia, me devolvieron a la realidad de mi playa y de mis brazos y de la
arena pegada a mis posaderas. Ya que mis facultades no me alcanzaban para
emprender el vuelo y ponerme a resguardo, decidí sabiamente erguirme y ayudado por mis extremidades
inferiores, también llamadas piernas, salir a correr hasta el soportal de enfrente.
Ya a salvo de la lluvia y vientos de poniente, me hice yo a
la idea de que tenía que aprender a volar. Pensaba entonces en la cantidad de
beneficios que tal cosa me reportaría, desde aliviar la carga en los músculos
de las piernas con todo el bien que ello supondría, hasta no tener que gastar
un penique en bambas y pantalones, pasando por la grata satisfacción del azote casi
amoroso del viento sobre mi testa. Sumando a todo ello el tiempo que ganaría en
los desplazamientos de un punto a otro punto, cambiando estos dependiendo
siempre del origen y destino que yo, mi persona en este caso, decidiera. Se
hacía pues muy golosa una inminente respuesta a mis tejemanejes aeronáuticos. Durante
toda la noche elucubré ante tal descabellada pero sabia revelación. Pensé en
dos cartones enganchados de forma inteligente en mis brazos, los cuales movidos
arriba y abajo con la suficiente velocidad, y a un ritmo tal como para vencer
la fuerza de la gravedad y mi propio peso, me mantuviera en el aire. Pensé en
una sábana atada a mi pescuezo la cual me propulsara hacia adelante. Pensé y
perdonen lo inoportuno, soez y vulgar de mi comentario, en el despegue y avance
con la sin duda inestimable colaboración del gas metano en forma de
flatulencias bien producidas y a buen ritmo. Pensé en una alfombra, la cual y
una vez yo apoltronado sobre ella se elevara sin la menor dilación de forma
vertical hacia los cielos, lo que la convertiría en mágica. Pensé en un
sofisticado entramado de escaleras mecánicas. Entiéndase por mecánicas aquellas
que suben y bajan sin el menor esfuerzo por parte del transportado. En este
caso, y dado que de ascender sin límite nos saldríamos de los límites de la
estratosfera, las escaleras dejarían de ser escaleras en algún momento para
transformarse en cinta transportadora. Pensé en pedalear encima de mi
bicicleta, provista de mástil y vela, la cual al adquirir la velocidad
suficiente, gracias a mi incesante y enérgico pedaleo, alzara el vuelo. Pensé,
pensé y pensé…hasta quedar sumido en el sueño. A tal punto diré que no sabría
decir si realmente me dormí, necesidad esta imperiosa y determinante para
todos, ya que sin un descanso apropiado y suficiente el organismo hasta lo que
sabemos, primero delira, y después muere. O lo que hice en realidad fue
despertarme de tal descanso y adentrarme, o involucrarme, o ponerme al servicio
de la consciencia colectiva saliendo del paraíso narcótico y surrealista que es
el mundo onírico. El caso que me encontraba yo, no sin frío, debido a la helada
que a mi alrededor había y sin duda a lo inapropiado de mi vestuario,
consistente en unos calzones de color blanco tapando mis partes pudientes y mi
pelambrera por abrigo, en lo alto de un barranco. El viento azotaba a mi
espalda, me erizaba los negros pelos o plumaje a estas alturas del relato, y
producía un eco de voces las cuales me animaban a saltar al vacío. Yo, en mi
ánimo por todos sabido de aprender a volar y las ganas de regresar a casa, hice
caso a los mensajes que mi conducto auditivo recibía, alcé la cabeza, erguí el
cuello, di dos pasos al frente, una batida de alas, un saltito y a volar.
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