El calendario prendía colgado de la pared de un solo extremo.
Estaba al fondo de la sala y databa del año 2005. Recordaba aún cuando lo
colgó, en enero de ese mismo año, en un día lluvioso y frío de invierno. De
resaca navideña y promesas por cumplir, o de deseos para el año venidero que
elevaban sus ganas de cambiar para bien y que luego se quedaban en nada. El
tiempo es cruel. No espera a nadie. La Tierra gira y rota sin preguntarte.
Estamos por un rato, le decía su profesor en la escuela. Ahora era 2008 y lo
miraba escudriñándolo. Su color, antes blanco inmaculado, recién salido de la
imprenta, estaba ahora amarillento del sol. El paso del tiempo había ido
corroyendo su color, comiéndoselo. También las arrugas habían aparecido. Antes
liso, pulcro, joven, y ahora sin embargo su superficie mostraba las grietas y
arrugas que el peso de las horas y de los días y de los meses le habían
producido, como la cara avejentada de quien va cumpliendo años, le daba un carácter
mucho más solemne. Habían pasado tres años, y para él era como si hubieran pasado
solo tres días. Todo llega, decía. Todo lo aplasta el tiempo, pero que es el
tiempo sino la misma evolución, el mismo cambio. Existe el tiempo porque existe
el cambio. Uno no es el mismo mañana, ni mucho menos dentro de tres, diez,
cincuenta años, uno está en continuo cambio. Y llegará el día que el tiempo nos
alcance, y no podamos mirar calendarios atrasados colgando de paredes. Por eso
se apenaba ahora mirando ese calendario del 2005. Cada día al levantarse, veía
la noche muy lejana, pero pronto volvía a levantarse y volvía a ver de nuevo
otra noche igual de lejana. Igual pasaba con los años. Un año es mucho tiempo,
imaginaba, pero igual los veía pasar. Cada segundo iba sepultando el presente, convirtiéndolo
en pasado, semejando un gran alud o un reloj de arena, grano a grano, instante
a instante, veía como su vida pasaba. No es que el tiempo nos alcance como una
gran tromba de agua, o nos aplaste como un gran montón de nieve, somos nosotros mismos los que naufragamos y flotamos,
aferrados a un trozo de madera, en esa agua turbulenta, en ese curso continuo
que es la vida. Que es el tiempo.
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