jueves, 21 de noviembre de 2013

Espejo



Arrastrarse subrepticiamente por ese suelo lleno de barro, de lodo, hendir las rodillas y ponerse de perfil como quien mira de soslayo a algún extraño que espía y te arranca sin pedir si quiera permiso parte de tu celebrada intimidad, sin avisarte, para luego rodar sobre uno mismo hasta sobrepasar la alambrada que separaba una parte de la otra era un acto de fe. De fe porque al otro lado se empeñaba la oscuridad en anegarlo todo, en no permitir el paso ni de un pequeño halito de luz. Como un escudo que parara todas nuestras embestidas allí maduraba el negro, haciéndose fuerte y magnánimo oculto entre árboles frondosos y  arbustos centinelas y hiedra salvaje que se empeñaba en abrazar la alta alambrada y crecer sin pedir permiso. Además la superficie del suelo bien era propicia para jugar al escondite y que no te encontraran jamás. Hierba mala y raíces gordas y truculentas como tuberías de un antiguo desagüe que nadie hubiera reparado en ellas celebraban con júbilo una fiesta perpetua que duraba ya años, o quizás lustros, o siglos. La atmosfera allí dentro era pesada, húmeda, sudorosa, semejaba un arcón cerrado de por vida contigo en su interior, robándote las ganas de respirar y estrangulándote con ello muy sibilinamente, poco a poco, como quien sucumbe al cabo de días a un veneno mortífero sacado del mismísimo Mefistófeles y no puede hacer nada, simplemente resignarse a una muerte lenta y angustiosa, capaz de hacerte enloquecer de tal forma que quisieras acabar tu mismo con esa pesadilla.

Siempre había estado allí, acechándome con su silueta de figuras espectrales, impregnado con el magnetismo que adquieren los objetos o regalos envueltos, o los portones cerrados a cal y canto, cada vez que pasaba por allí. Al principio no miraba, ya que el ambiente solitario e inefable de la calle me infundía respeto, o más bien temor, ese temor que hace que aceleres el paso y no mires atrás. Lo único que lograba distinguir entonces eran los graznidos de los cuervos o los gorriones o las palomas, no sabría decirlo bien  y menos afirmarlo con exactitud, pero se claveteaban en mis oídos como los martillazos de un herrero en la noche y perduraban todo el día en mi cabeza recordándome que ellos estaban allí, acechándome sin acechar, observando sin observar, con fingido disimulo, adivinando cómo despuntaba el paso y acababa por correr sin mirar atrás, en ese correr enérgico y vacilón que te infunde el miedo y te habilita socarronamente la adrenalina, como riéndose de ti…

CONTINUARA...