domingo, 21 de diciembre de 2014

Breve historia de un paraguas

A mi alrededor sólo algarabía, jolgorio, caos. A mi lado, apiñados entorno a mí, más como yo, dispuestos o tratados como si fuéramos simples piezas de una cadena de montaje, simples condenados a muerte esperando en la milla verde. Todos nosotros dispuestos a una espera quizá eterna, quizá momentánea, pero seguro que una espera llena de sorpresas e incertidumbres. Veo frente a mí, lo que me alcanza la vista, mesas repletas de gente. Unos beben, otros comen, todos parecen divertirse ajenos por completo a nosotros, los olvidados. A este de aquí se le cae la salsa de la carne por la comisura de los labios. A aquel de allá se le encienden los ojos y le baila la nuez mientras traga y engulle su cerveza fría. Los camareros se afanan y esfuerzan corriendo de un lado para otro en quitar y llevar platos y copas y vinos y cervezas a las diferentes mesas. Uno me pega un golpe con su pierna. Ni una disculpa. Ni una mirada. Me meneo de un lado a otro. Le pego sin querer a mi compañero de la izquierda. Me disculpo como puedo. Somos muchos y estamos apretados. Lo normal es eso en esta situación. Estorbarnos los unos a los otros. Ahora se llevan a uno de nosotros. Vino el chaval de las gafas, el del jersey de color gris y camisa blanca del que antes me habló mi compañero, y agarrándolo con decisión se lo llevó de mi lado y para siempre. Agarró la empuñadura y lo sacó de mi lado. Ni tiempo tuve para un simple y sencillo adiós. Como si desenvainaran espadas así nos sacan. De golpe. A veces vienen por la espalda y lo hacen así, a traición. Te sacan del letargo sin darte cuenta. Es verdad que cada uno es diferente. Cada uno tiene su propia personalidad, y cada uno se toma esto de diferente manera. También somos de muchas formas distintas, y de muchos colores. En la variedad está el gusto. Unos más grandes, otros más pequeños. Unos más elegantes, y otros más chabacanos. Yo soy de buen material y consistente. De color negro y con refuerzos para cuando me despliegan y sopla el viento no me doble o me rompa. Resisto bien sus embestidas y por ello me alaban. Otros no lo soportan. Al minuto de ser desplegados quedan inservibles. Les compadezco. He conocido muchos de estos. He visto cómo sus débiles varillas se partían en dos. He escuchado sus lamentos, sus quejidos, sus aullidos de dolor y los he perdido de vista mientras eran arrastrados por el aire o eran abandonados moribundos, con la fragilidad y lo endeble de sus cuerpos mutilados en una esquina o un contenedor. Doy gracias por ello. Por ser como soy digo. Me entregaron a mi nuevo dueño hace unos meses. Aún no lo conozco muy bien. Es lo que tienen las relaciones, que necesitan tiempo. Parece serio, legal. Hombre de mediana edad, trabajador. Lo único que se, es que tiene dos hijos y está casado. Por  lo demás poco que contar. Estuve arrinconado esperando mi turno hasta hoy mismo. Encerrado sin salir desde que me depositaron en el paragüero. Es lo que tenemos nosotros los paraguas, que sólo se nos requiere cuando llueve. En verano nos armamos de paciencia y esperamos. Esperar. Verbo integrado a nuestra idiosincrasia. Durante las épocas de sequía me sumo en un trance semejante a la hibernación de los osos polares y espero. Es así. Cuando te conciben para una cosa. Cuando te diseñan para una función, para una única función, para un cometido tan específico como es el de evitar que el que te lleva consigo no se moje durante el tiempo que dura su caminata, lo más que deseas es que llueva, que diluvie y así, de esa forma, cumplir con tu cometido lo mejor que sabes. Es cuando nos sentimos realizados. Es lo que se hacer mejor. De hecho es lo único que se hacer. Un paraguas olvidado es tan triste como un payaso sin circo y niños. Así que hoy cuando comencé a escuchar el repiqueteo de la lluvia golpeando el cristal de las ventanas, me alegre. Iba a salir. Iba a sentirme útil. ¡Qué hay mejor que eso! Sentirse uno útil es lo que nos da la vida. Y vaya repiqueteo, vaya música celestial para mis oídos. Allá afuera atronaba cada vez con más fuerza. Iba a debutar a lo grande. A cada minuto y por momentos el agua parecía que iba a atravesar la cristalera, iba a meterse en casa y nos iba a inundar a todos sin contemplaciones. Debo decir que me ilusioné tanto que casi salté de la emoción. Ahora sólo restaba que mis dueños salieran. Agudicé el oído desde mi posición. Nada se oía salvo la lluvia. Ninguna voz que rasgara o se colara entre la sinfónica monotonía de la lluvia. Ya comenzaba a embelesarme como el niño que se duerme escuchando una nana, cuando una puerta se abre de golpe, y una voz firme y grave me saca de mis cavilaciones. Ya no había dudas. Iba a salir de casa. Uno a uno, todos los miembros de la familia atravesaron la puerta. Recordé entonces que era sábado. Fin de semana y lloviendo. Un manto gris ocultaba el sol y se alargaba sobre el cielo de Sevilla. Llovía a mares, y sin embargo mis dueños iban a salir a comer por ahí. Era mi día de suerte. Así que aquí me encuentro. A la entrada de un comedero junto a la puerta, en un paragüero, otra vez un paragüero, empapado de agua y apelotonado y apretado con otros como yo. Espero a que vengan de nuevo a por mí. A que me saquen de este agujero tan triste, tan degradante. Aquel que me reduce a la nada. Aquel que me convierte en algo inservible, que me arrebata mi identidad por momentos. Gente que viene y va, sin parar. El restaurante es un hervidero, un refugio báquico para quienes se refugian de la tormenta. Embriagados de alcohol y tapas veo a un grupito pequeño. A penas son tres chicos. Allí están. Allí los veo. Sentados en banquetas altas a la barra, con sus risas y sus anécdotas no paran de reír entre ellos. He notado en el fragor de la batalla, en medio de sus risotadas y bravuconerías sus  miradas inconscientes dirigiéndose hacia aquí. ¿Estarán hablando de mí? Las sentía como pequeños proyectiles que pasan de largo, que le rozan a uno la pechera silbando y se alejan de ti, con el consiguiente alivio que ello supone, pero que aun así, dejan ese poso amargo e incierto de que a uno le atacan y amenazan sin parar. Ahora se levantan, se acercan, ahora puedo verlos de pie, formando un corrillo atiborrado de conspiración y tramas. No puede haber dudas ya. Incluso me miran sin disimulo, con descaro. ¿Dónde quedó el decoro, las formas? Cavilan entorno a mí. Parecieran tres generales planificando un plan de ataque en plenas batallas napoleónicas. Vistos desde mi posición se ven altos, aunque no lo son. Vistos desde mi posición se ven poderosos, aunque no lo sean. Vistos desde mi posición podrían incluso aplastarme si quisieran. ¿Serán temores infundados propios de mis manías de loco? ¿Por qué tanto revuelo? Ahora vendrá mi querido dueño y nos iremos igual que hemos venido. Me abrirá y como una flor mostraré todo mi esplendor, me batiré con esa lluvia que no cesa y seré el parapeto feliz y masoca que todos esperan y que yo más deseo. ¿Quién dijo miedo? Yo mismo lo dije creo. Con un rápido movimiento, en un visto y no visto, con la rapidez frugal de un parpadeo o de un estornudo, fui elevado a las alturas. Me arrancaron de mi madriguera. Ahora podía sentir el frio en mi cuerpo, el meneo del viento azotándolo, la intensidad de las gotas de lluvia impactando sobre mí sin piedad, sin preguntar, sin permiso. Me llevaban estos tres seres en volandas y me alejaban de mis propietarios originales. Todo eso me pasaba y todo eso lo disfrutaba. A pesar de todo, me sentía vivo. ¿Qué más podía pedir como paraguas? ¿Dónde mejor que bajo una lluvia interminable? ¿Debería dar las gracias a estos mis desconocidos conspiradores? Mi sitio es este, mi sitio está en plena batalla, entre zapadores, entre trincheras, entre tanques y compañías de asalto, ese es mi verdadero sitio y ahora lo sentía más que nunca. Gracias chicos. Lástima mis antiguos dueños. Sabrán apañárselas sin mí. Saldrán adelante. Sabrán perdonarme. ¿Aunque que culpa puedo tener yo? Fui vilmente atropellado por tres aventureros sin escrúpulos y necesitados. A veces algunos estamos destinados a encontrarnos. Nuestras vidas se cruzan con otras vidas y no podemos mas que entretejer los hilos y aceptar y disfrutar que si eso es así, es por algo, es porque debe ser así. Quiero pensar que si estaba allí, en ese bendito paragüero del restaurante, era por ese algo, era para esto que pasó. Los tres chicos me necesitaban, eso estaba claro, iban con un solo paraguas saltando de bar en bar, y yo estaba allí para ellos, imprescindible, magnánimo, esperándoles sin saber. Lo que creo  ahora es que yo los necesitaba aún más a ellos, aunque no lo supiera entonces.

jueves, 2 de octubre de 2014

Adversidades

Al igual que un navío avanza a barlovento abriendose paso a través de la inmensidad del océano y de las olas y de todas las adversidades si tiene claro su destino, nuestro derrotero por la vida nos empujará con todo el velamen y toda nuestra arboladura y todas nuestras ilusiones...a buen puerto, y desde la cofa del palo mayor, el vigía de nuestros sueños gritará ¡¡¡Tierra a la vista!!!, y todos juntos, tripulación y grumetes, desde Capitán a marinero, celebrará ese grito, que como un torrente desatado de agua, vibrará de boca en boca mientras allá en el horizonte el objetivo se hace cada vez más grande, y entonces, en ese momento y no antes, celebraremos el que hayamos tenido adversidades.

sábado, 5 de julio de 2014

La nena.



       La nena siempre iba a visitarlos a la casita de campo. Todos los viernes la llevaba su mama cogidita de la mano hasta la puerta de la casucha, y la nena entonces sonreía y brincaba y olvidaba el colegio y a aquel niño malo que le dijo fea porque no le quiso dejar su pelota, y las clases rodeadas de lápices y a las compañeras y profesores e incluso a su muñeca “Bambi” a la cual le tenía un cariño desmedido porque era su compañera de cama y sueños, y únicamente pensaba en lo bien que lo pasaría durante el fin de semana y tiraba ansiosa del brazo de su mama adelantándose a ella y metiéndole una prisa que sólo los niños entienden porque solo los niños tienen esas prisas y esas ilusiones. Y las ilusiones de la nena le rebasaban la cara, fluían hacia fuera con la fuerza de un torrente desde el interior de su rostro, y se proyectaban en  forma de sonrisas nerviosas que la hacían casi tropezar por el camino de tierra, a la vez que su mama procuraba calmarla cogiéndola en volandas. Pero a la nena no le gusta que nadie la coja y protesta y patalea hasta que su madre la da por imposible y la suelta, y entonces la nena llega corriendo a la puerta de la casa donde Dalí, el perro San Bernardo, la saluda ladrando y danzando entorno a ella. Pásalo bien y pórtate. Adiós mama, si mama, me porto bien. Para entonces Martina ya le tiene preparada su merienda favorita y la nena se la toma incluso antes de darle los dos besos que las formas y el rigor exigen. Sentada en el taburete de la cocina, con las piernas colgándole y el vaso de limonada recién exprimida bien amarrado entre las manos, se lo bebe de golpe casi sin paladearlo a la carrera, disfrutándolo mientras por la comisura de sus labios rosados se le derrama parte y se ríe y se lame, y Martina se ríe con ella porque a la nena le hace gracia y a Martina le gusta ver a la nena reírse y por eso se ríen juntas. Martina es feliz con la nena en casa. Le hace compañía. Viene a inundar los rincones de la casa con su presencia, con su juventud, con sus risas y sus historietas e inventivas de niña fantasiosa e imaginativa. La casa en el campo es propicia para tales inventivas, para soltar amarras y dejar a la deriva la goleta que era su imaginación. Hasta la hora de cenar la nena jugaba por los alrededores de la casa, entre los árboles frondosos de en derredor sin más compañía que ella misma y Dalí, el cual la seguía a todos lados con la lengua fuera y una mueca semejante a una sonrisa. Se paraba ante cualquier eventualidad que se cruzaba en su camino y la escudriñaba con la atención de la alumna más aplicada, como la fila de hormigas que desfilan orgullosas atravesando la vereda o la plantita con forma de palmera que estaba a punto de pisar. Se ponía de cuclillas y abriendo los ojos la miraba fijamente, completamente quieta, inmóvil, sin mover un músculo, abstraída, suspendida en eso que llamamos tiempo, segundos, con sus ojos grandes clavados más allá, por lo que cualquiera diría que trataba de hipnotizarlas y lo conseguía. Incluso Martina que la veía desde el ventanal del salón principal mientras se empeñaba en doblar ropa, se sorprendía ante tal afición de la nena. Ahora es cuando llega Israel y la nena lo sorprende a él, siempre lo sorprende, todos los viernes lo sorprende pese a que Israel sabe o debería saber que la nena dejará todo lo que esté haciendo y saltará encima de él y lo besará en las mejillas y él bailará con ella dando un par de vueltas o tres con ella en brazos, y le dirá vamos adentro que refresca y entonces irán con Martina a la casa y cenarán lo que Martina tiene preparado. Seguro algo rico, quizás su plato favorito, lasaña de carne o pizza o las croquetas de jamón que tanto le gustan a la nena. Hablarán de que tal el día, bien, cansado pero mereció la pena, ya en casa, si, y la nena con nosotros. Reirán con la boca llena y Martina les regañara, eso está muy feo, modales, modales, hombre. Pero dónde hay confianza no gobiernan modales y reirán más y así llegarán a los postres y a la noche y a la nena se le abrirá la boca, tengo sueño, ve a dormir a tu cuarto cariño si quieres. El cuarto de la nena está arriba, subiendo unas escaleras de caracol muy empinadas y a la derecha, después del baño. Es una habitación calurosa y grande. Al menos a la nena le parece grande, claro que la nena es una niña de seis años y todo o casi todo le parece grande. Y sin duda que lo era y la nena no se equivocaba porque allí por más que descansaran como lanzados o tirados en un gran océano,  una cama de matrimonio de dos por dos con una mesita de noche a cada lado, un tocador, una mesa y dos armaritos antiguos bien forrados de madera y cargados de los trapos viejos y pasados que ya nadie se ponía, aún sobraba espacio para otra cama igual, o para lo que la nena lo recorriera a gatas jugando al escondite con Martina, manchándose las manos y las rodillas con la suciedad y el polvo que todos los suelos, de todos los rincones de todo el mundo acumulan con el paso del tiempo. El olor allí era agrio, pesado, algo denso, como fabricado con una pasta consistente que costara masticar y que llevara caducada dos años o dos siglos, por lo que Martina, que lo sabía, el viernes justito al levantarse lo primero que hacía era abrir la ventana y la puerta del cuarto para ventilarlo. ¡Qué graciosa la nena cuando tuerce la nariz así, ves, así mira! Claro, porque le cuesta respirar al primer momento, a mí también me pasa mujer, hasta que no te haces a este olor es raro. Yo creo que está incrustado en las paredes, o en las baldosas mismas porque no se va nunca, respondía Israel a su mujer al punto que le pasaba la mano por la cabeza a la nena, que con la nariz arrugada ya se iba acostumbrando al olor. Y a continuación venía el cuento para dormir, las historietas que le contaban a la nena y con la que disfrutaba recreándolas en su mente. Cerraba los ojos y acurrucada en la cama esperaba a que Martina o Israel, el que tocara a cada noche, ya que se turnaban,  se arrancara a relatarle las andanzas y aventuras de mil personajes distintos con sus mil vidas diferentes, los cuales se colaban en los sueños de la nena sin pedir siquiera permiso. La nena los veía de repente. Ahí estaban, frente a ella, en ese duermevela, en ese paso previo al sueño que llamamos vigilia. La nena los veía moverse y hablar entre ellos y pelearse y jugar y entonces, la mayoría de las veces sonreía porque le gustaba verlos ahí, en su mundo, en sus sueños, pero otras se angustiaba y procuraba cerrar los ojos sin éxito ya que los personajes eran malos igual que el niño que le llamó fea o más malos aún. Como una espectadora pasiva que tuviera que presenciar toda la obra, la nena no podía  hacer otra cosa que resignarse y esperar a que el telón se bajara, a que se acabara la función y toda la amalgama de colores, y todo el movimiento que bajo sus parpados cerrados se desarrollaba cesara y se fundiera a negro con el tiempo y entonces buenas noches, la nena dormida hasta mañana, mañana será otro día. Con un silencio sepulcral, apenas roto por los quejidos propios de una casa antigua, y con la nena bien dormida, Martina o Israel, el que tocara, bajaba las escaleras a tientas, palpando las paredes y sin ver unos escalones que se sabían de memoria.  Entonces, antes de dormirse, cerraban todas las puertas de la casa, la delantera y las dos traseras, y aprovechaban para pararse los dos juntos, frente a la fachada, de pié, las manos entrelazadas en un apretón eterno con la mirada al frente, y ante una cúpula mortecina salpicada con las primeras estrellas que asomaban en el cielo, se decían cuanto se querían y que felices eran y que bien, que la nena ya duerme, hoy le conté uno de duendes. El cuarto de ellos estaba abajo, justo al lado de la escalera y justo debajo de la habitación de la nena. Se desnudaban mecánicamente casi sin verse, se colocaban el pijama y el camisón, y se metían en la cama, que era tan grande como la de la nena, y cansados de todo el día y de todas las horas, esperaban el sueño que llegaba y se dormían al instante, mas aquella noche no llegó. Quedó suspendido en una maraña de hechos tan truculentos y extraños, que en vez del sueño, lo que llegó filtrándose como una humedad instantánea y demoledora, fue el miedo. Al poco de que cesaran las palabras y los susurros de buenas noches, y de que un silencio como de cripta se adueñara de la casa, tan solo interrumpido por la respiración cadenciosa y relajada de Israel, Martina, la buena esposa, la guapa y aplicada mujer que disfrutaba tanto y era tan feliz con la nena en  casa, comenzó a oír un ruido sordo, un ruido que cada vez escuchaba más cerca y más nítido, más real, un ruido como de pisadas que le penetraban por el oído y le retumbaba en su interior dirigiéndose directas a su corazón pisoteándolo de lleno, con toda la suela. Se revolvía en la cama, entre las sábanas. Sudaba. Abrió los ojos, la oscuridad ya se había adueñado de toda la habitación por lo que no veía nada, o veía negro. ¿Lo había soñado? ¿Estaba dormida? ¿Eran reales esas pisadas? Parpadeaba rápido, intentando adaptar la visión a las tinieblas. Era inútil. Pasaron cinco, diez, quince minutos. Nada. No se escuchaba nada. Nada realmente extraordinario o fuera de lo que Martina entendiera como extraordinario. Los ronquidos de Israel y nada más. Cerró los ojos convencida a regañadientes que sí, que lo había soñado y se dispuso a dormir de una vez por todas. Sin embargo cloc, cloc, cloc. De nuevo el ruido, de nuevo los sudores, de nuevo ese nerviosismo malsano y tremebundo que le provocaba el no saber pero saber. Las pisadas eran de este lado, eran reales y ahora las escuchaba perfectamente. Despertó a Israel que ya dormía a pierna suelta por entonces. Éste procuró calmar a su mujer. ¿Qué ha pasado? Estás temblando. Será algún gato o animal extraviado o la nena. ¿Viste a la nena? No te alarmes, yo iré a ver. ¿El perro dónde está? Sabes que a veces se cuela por la parte de atrás. Con el mayor sigilo posible, Israel se abrió paso, linterna en mano, al salón, a la cocina y con calma atravesó el pequeño pasillo que llevaba a la puerta trasera sin escuchar ni ver nada raro. Todo en orden y ningún ruido de pisadas. Y la nena que duerme a pierna suelta. Su carita embutida en la almohada e Israel de pie junto a ella. Que linda la nena acurrucada. Hasta cuando duerme parece que te sonríe. Parecíase que el simple hecho de contemplarla dormida te atrapara. Ese punto magnético que poseía no era nada nuevo. Ya le pasaba a Martina cuando la veía jugando entre los alcornoques y castaños, y se quedaba como boba contemplándola. Ahora, a los ojos de Israel, los bucles de su pelo descansaban traviesos sobre sus hombros, la mueca que se dibujaba en los labios le conferían la expresión amable y risueña que elevan en el observador ese sentimiento de ternura que a todos nos ablanda. Sin duda estaba soñando. Para ella no existían ruidos ni pisadas. Embutida en las profundidades de un sueño profundo, la nena parecía totalmente ajena a lo que pasaba a su alrededor y dormía tan plácidamente que no se enteró del ruido que sacó a Israel de su aletargamiento y de su estado de calma. Cloc, cloc, cloc. Como el tic tac del reloj más cruel, las pisadas volvían y se reproducían ahora a los oídos de Israel con un estruendo de martillo que le helaba la sangre. ¡Qué horror de sonido! ¡Como se te introduce en el cuerpo! Semejaba a una culebra juguetona que recorriera cada recoveco de tus entrañas, y te agitara haciéndote vibrar o más bien temblar sin poder  hacer nada. Sensación que a nadie agrada y que te pone en guardia. Presuroso, Israel bajó las escaleras de caracol casi en volandas, con ese sudor frío que te recorre la espalda y te empapa la camisa cuando de repente algo te aterra. Martina parada en un rincón. ¿Tú también lo escuchaste? Parece que están dentro y que son muchos. Los brazos pegados fuertes al pecho, doblados como si quisiera aferrarse a ellos, formando un escudo que la protegía de todo y de todos, y que en realidad no la protegía de nada y de nadie. No vi nada, no quiero ver nada. Estoy horrorizada. Israel que la coge de la mano. Israel que la acaricia el pelo y la abraza. Israel que le dice sígueme, vamos a ver si siguen cerradas las puertas. Todo estaba bien. Nada parecía fuera de orden. La calma volvía como vuelve después de una tormenta. Ningún ruido. Silencio. El perro que duerme en el patio. Solo los grillos aguijonando la noche con su canto simétrico. Martina que no comprende. Todo esto es muy raro. Yo lo oí como tú lo oíste. Volvamos a la cama y vemos. Visita arriba a la nena. Bendita cría, no la despiertan ni echándole un cubo de agua encima. Tendida en la cama, ahora del otro lado, la nena dormía plácidamente. La almohada agarrada entre sus brazos y esa expresión de candidez, de total hipnotismo en quien la mirara. La boquita entreabierta. Los mofletes ribeteados con un tono más bien rojizo y la respiración algo acelerada. La pareja la contemplaba desde el quicio de la puerta, a medio entrar, en una semi penumbra provocada por la poca claridad que penetraba por la ventana abierta. ¿Dejaste la ventana abierta? Juraría que estaba cerrada. Y lo estaba. ¿Y si la nena…? Mírala, parece fatigada. Sin separarse y sin apartar la mirada de la nena dormida, los dos juntos entraron en el cuarto dispuestos a cerrar la ventana. A medio camino se paran de nuevo, ahora cerquita de la nena. Martina con intención de acariciarla. Israel acariciando a Martina. Los dos admirando a la nena. Y los ojos cerrados de la nena que de repente se abren. No poco a poco o despacio o rítmicamente, sino de súbito, como un disparo que no te esperas, a bocajarro. Las pupilas dilatadas y negras que miran fijamente a la pareja sin mirarla porque miran más lejos, más allá, quizás a otro mundo o a su mundo, y el susto de ambos que ven sin comprender. Sin mover un músculo, apenas sin mover la boca, la voz de la nena que les habla. He tenido una pesadilla. Pisadas. Cientos de duendes destruyendo la casa.