sábado, 5 de julio de 2014

La nena.



       La nena siempre iba a visitarlos a la casita de campo. Todos los viernes la llevaba su mama cogidita de la mano hasta la puerta de la casucha, y la nena entonces sonreía y brincaba y olvidaba el colegio y a aquel niño malo que le dijo fea porque no le quiso dejar su pelota, y las clases rodeadas de lápices y a las compañeras y profesores e incluso a su muñeca “Bambi” a la cual le tenía un cariño desmedido porque era su compañera de cama y sueños, y únicamente pensaba en lo bien que lo pasaría durante el fin de semana y tiraba ansiosa del brazo de su mama adelantándose a ella y metiéndole una prisa que sólo los niños entienden porque solo los niños tienen esas prisas y esas ilusiones. Y las ilusiones de la nena le rebasaban la cara, fluían hacia fuera con la fuerza de un torrente desde el interior de su rostro, y se proyectaban en  forma de sonrisas nerviosas que la hacían casi tropezar por el camino de tierra, a la vez que su mama procuraba calmarla cogiéndola en volandas. Pero a la nena no le gusta que nadie la coja y protesta y patalea hasta que su madre la da por imposible y la suelta, y entonces la nena llega corriendo a la puerta de la casa donde Dalí, el perro San Bernardo, la saluda ladrando y danzando entorno a ella. Pásalo bien y pórtate. Adiós mama, si mama, me porto bien. Para entonces Martina ya le tiene preparada su merienda favorita y la nena se la toma incluso antes de darle los dos besos que las formas y el rigor exigen. Sentada en el taburete de la cocina, con las piernas colgándole y el vaso de limonada recién exprimida bien amarrado entre las manos, se lo bebe de golpe casi sin paladearlo a la carrera, disfrutándolo mientras por la comisura de sus labios rosados se le derrama parte y se ríe y se lame, y Martina se ríe con ella porque a la nena le hace gracia y a Martina le gusta ver a la nena reírse y por eso se ríen juntas. Martina es feliz con la nena en casa. Le hace compañía. Viene a inundar los rincones de la casa con su presencia, con su juventud, con sus risas y sus historietas e inventivas de niña fantasiosa e imaginativa. La casa en el campo es propicia para tales inventivas, para soltar amarras y dejar a la deriva la goleta que era su imaginación. Hasta la hora de cenar la nena jugaba por los alrededores de la casa, entre los árboles frondosos de en derredor sin más compañía que ella misma y Dalí, el cual la seguía a todos lados con la lengua fuera y una mueca semejante a una sonrisa. Se paraba ante cualquier eventualidad que se cruzaba en su camino y la escudriñaba con la atención de la alumna más aplicada, como la fila de hormigas que desfilan orgullosas atravesando la vereda o la plantita con forma de palmera que estaba a punto de pisar. Se ponía de cuclillas y abriendo los ojos la miraba fijamente, completamente quieta, inmóvil, sin mover un músculo, abstraída, suspendida en eso que llamamos tiempo, segundos, con sus ojos grandes clavados más allá, por lo que cualquiera diría que trataba de hipnotizarlas y lo conseguía. Incluso Martina que la veía desde el ventanal del salón principal mientras se empeñaba en doblar ropa, se sorprendía ante tal afición de la nena. Ahora es cuando llega Israel y la nena lo sorprende a él, siempre lo sorprende, todos los viernes lo sorprende pese a que Israel sabe o debería saber que la nena dejará todo lo que esté haciendo y saltará encima de él y lo besará en las mejillas y él bailará con ella dando un par de vueltas o tres con ella en brazos, y le dirá vamos adentro que refresca y entonces irán con Martina a la casa y cenarán lo que Martina tiene preparado. Seguro algo rico, quizás su plato favorito, lasaña de carne o pizza o las croquetas de jamón que tanto le gustan a la nena. Hablarán de que tal el día, bien, cansado pero mereció la pena, ya en casa, si, y la nena con nosotros. Reirán con la boca llena y Martina les regañara, eso está muy feo, modales, modales, hombre. Pero dónde hay confianza no gobiernan modales y reirán más y así llegarán a los postres y a la noche y a la nena se le abrirá la boca, tengo sueño, ve a dormir a tu cuarto cariño si quieres. El cuarto de la nena está arriba, subiendo unas escaleras de caracol muy empinadas y a la derecha, después del baño. Es una habitación calurosa y grande. Al menos a la nena le parece grande, claro que la nena es una niña de seis años y todo o casi todo le parece grande. Y sin duda que lo era y la nena no se equivocaba porque allí por más que descansaran como lanzados o tirados en un gran océano,  una cama de matrimonio de dos por dos con una mesita de noche a cada lado, un tocador, una mesa y dos armaritos antiguos bien forrados de madera y cargados de los trapos viejos y pasados que ya nadie se ponía, aún sobraba espacio para otra cama igual, o para lo que la nena lo recorriera a gatas jugando al escondite con Martina, manchándose las manos y las rodillas con la suciedad y el polvo que todos los suelos, de todos los rincones de todo el mundo acumulan con el paso del tiempo. El olor allí era agrio, pesado, algo denso, como fabricado con una pasta consistente que costara masticar y que llevara caducada dos años o dos siglos, por lo que Martina, que lo sabía, el viernes justito al levantarse lo primero que hacía era abrir la ventana y la puerta del cuarto para ventilarlo. ¡Qué graciosa la nena cuando tuerce la nariz así, ves, así mira! Claro, porque le cuesta respirar al primer momento, a mí también me pasa mujer, hasta que no te haces a este olor es raro. Yo creo que está incrustado en las paredes, o en las baldosas mismas porque no se va nunca, respondía Israel a su mujer al punto que le pasaba la mano por la cabeza a la nena, que con la nariz arrugada ya se iba acostumbrando al olor. Y a continuación venía el cuento para dormir, las historietas que le contaban a la nena y con la que disfrutaba recreándolas en su mente. Cerraba los ojos y acurrucada en la cama esperaba a que Martina o Israel, el que tocara a cada noche, ya que se turnaban,  se arrancara a relatarle las andanzas y aventuras de mil personajes distintos con sus mil vidas diferentes, los cuales se colaban en los sueños de la nena sin pedir siquiera permiso. La nena los veía de repente. Ahí estaban, frente a ella, en ese duermevela, en ese paso previo al sueño que llamamos vigilia. La nena los veía moverse y hablar entre ellos y pelearse y jugar y entonces, la mayoría de las veces sonreía porque le gustaba verlos ahí, en su mundo, en sus sueños, pero otras se angustiaba y procuraba cerrar los ojos sin éxito ya que los personajes eran malos igual que el niño que le llamó fea o más malos aún. Como una espectadora pasiva que tuviera que presenciar toda la obra, la nena no podía  hacer otra cosa que resignarse y esperar a que el telón se bajara, a que se acabara la función y toda la amalgama de colores, y todo el movimiento que bajo sus parpados cerrados se desarrollaba cesara y se fundiera a negro con el tiempo y entonces buenas noches, la nena dormida hasta mañana, mañana será otro día. Con un silencio sepulcral, apenas roto por los quejidos propios de una casa antigua, y con la nena bien dormida, Martina o Israel, el que tocara, bajaba las escaleras a tientas, palpando las paredes y sin ver unos escalones que se sabían de memoria.  Entonces, antes de dormirse, cerraban todas las puertas de la casa, la delantera y las dos traseras, y aprovechaban para pararse los dos juntos, frente a la fachada, de pié, las manos entrelazadas en un apretón eterno con la mirada al frente, y ante una cúpula mortecina salpicada con las primeras estrellas que asomaban en el cielo, se decían cuanto se querían y que felices eran y que bien, que la nena ya duerme, hoy le conté uno de duendes. El cuarto de ellos estaba abajo, justo al lado de la escalera y justo debajo de la habitación de la nena. Se desnudaban mecánicamente casi sin verse, se colocaban el pijama y el camisón, y se metían en la cama, que era tan grande como la de la nena, y cansados de todo el día y de todas las horas, esperaban el sueño que llegaba y se dormían al instante, mas aquella noche no llegó. Quedó suspendido en una maraña de hechos tan truculentos y extraños, que en vez del sueño, lo que llegó filtrándose como una humedad instantánea y demoledora, fue el miedo. Al poco de que cesaran las palabras y los susurros de buenas noches, y de que un silencio como de cripta se adueñara de la casa, tan solo interrumpido por la respiración cadenciosa y relajada de Israel, Martina, la buena esposa, la guapa y aplicada mujer que disfrutaba tanto y era tan feliz con la nena en  casa, comenzó a oír un ruido sordo, un ruido que cada vez escuchaba más cerca y más nítido, más real, un ruido como de pisadas que le penetraban por el oído y le retumbaba en su interior dirigiéndose directas a su corazón pisoteándolo de lleno, con toda la suela. Se revolvía en la cama, entre las sábanas. Sudaba. Abrió los ojos, la oscuridad ya se había adueñado de toda la habitación por lo que no veía nada, o veía negro. ¿Lo había soñado? ¿Estaba dormida? ¿Eran reales esas pisadas? Parpadeaba rápido, intentando adaptar la visión a las tinieblas. Era inútil. Pasaron cinco, diez, quince minutos. Nada. No se escuchaba nada. Nada realmente extraordinario o fuera de lo que Martina entendiera como extraordinario. Los ronquidos de Israel y nada más. Cerró los ojos convencida a regañadientes que sí, que lo había soñado y se dispuso a dormir de una vez por todas. Sin embargo cloc, cloc, cloc. De nuevo el ruido, de nuevo los sudores, de nuevo ese nerviosismo malsano y tremebundo que le provocaba el no saber pero saber. Las pisadas eran de este lado, eran reales y ahora las escuchaba perfectamente. Despertó a Israel que ya dormía a pierna suelta por entonces. Éste procuró calmar a su mujer. ¿Qué ha pasado? Estás temblando. Será algún gato o animal extraviado o la nena. ¿Viste a la nena? No te alarmes, yo iré a ver. ¿El perro dónde está? Sabes que a veces se cuela por la parte de atrás. Con el mayor sigilo posible, Israel se abrió paso, linterna en mano, al salón, a la cocina y con calma atravesó el pequeño pasillo que llevaba a la puerta trasera sin escuchar ni ver nada raro. Todo en orden y ningún ruido de pisadas. Y la nena que duerme a pierna suelta. Su carita embutida en la almohada e Israel de pie junto a ella. Que linda la nena acurrucada. Hasta cuando duerme parece que te sonríe. Parecíase que el simple hecho de contemplarla dormida te atrapara. Ese punto magnético que poseía no era nada nuevo. Ya le pasaba a Martina cuando la veía jugando entre los alcornoques y castaños, y se quedaba como boba contemplándola. Ahora, a los ojos de Israel, los bucles de su pelo descansaban traviesos sobre sus hombros, la mueca que se dibujaba en los labios le conferían la expresión amable y risueña que elevan en el observador ese sentimiento de ternura que a todos nos ablanda. Sin duda estaba soñando. Para ella no existían ruidos ni pisadas. Embutida en las profundidades de un sueño profundo, la nena parecía totalmente ajena a lo que pasaba a su alrededor y dormía tan plácidamente que no se enteró del ruido que sacó a Israel de su aletargamiento y de su estado de calma. Cloc, cloc, cloc. Como el tic tac del reloj más cruel, las pisadas volvían y se reproducían ahora a los oídos de Israel con un estruendo de martillo que le helaba la sangre. ¡Qué horror de sonido! ¡Como se te introduce en el cuerpo! Semejaba a una culebra juguetona que recorriera cada recoveco de tus entrañas, y te agitara haciéndote vibrar o más bien temblar sin poder  hacer nada. Sensación que a nadie agrada y que te pone en guardia. Presuroso, Israel bajó las escaleras de caracol casi en volandas, con ese sudor frío que te recorre la espalda y te empapa la camisa cuando de repente algo te aterra. Martina parada en un rincón. ¿Tú también lo escuchaste? Parece que están dentro y que son muchos. Los brazos pegados fuertes al pecho, doblados como si quisiera aferrarse a ellos, formando un escudo que la protegía de todo y de todos, y que en realidad no la protegía de nada y de nadie. No vi nada, no quiero ver nada. Estoy horrorizada. Israel que la coge de la mano. Israel que la acaricia el pelo y la abraza. Israel que le dice sígueme, vamos a ver si siguen cerradas las puertas. Todo estaba bien. Nada parecía fuera de orden. La calma volvía como vuelve después de una tormenta. Ningún ruido. Silencio. El perro que duerme en el patio. Solo los grillos aguijonando la noche con su canto simétrico. Martina que no comprende. Todo esto es muy raro. Yo lo oí como tú lo oíste. Volvamos a la cama y vemos. Visita arriba a la nena. Bendita cría, no la despiertan ni echándole un cubo de agua encima. Tendida en la cama, ahora del otro lado, la nena dormía plácidamente. La almohada agarrada entre sus brazos y esa expresión de candidez, de total hipnotismo en quien la mirara. La boquita entreabierta. Los mofletes ribeteados con un tono más bien rojizo y la respiración algo acelerada. La pareja la contemplaba desde el quicio de la puerta, a medio entrar, en una semi penumbra provocada por la poca claridad que penetraba por la ventana abierta. ¿Dejaste la ventana abierta? Juraría que estaba cerrada. Y lo estaba. ¿Y si la nena…? Mírala, parece fatigada. Sin separarse y sin apartar la mirada de la nena dormida, los dos juntos entraron en el cuarto dispuestos a cerrar la ventana. A medio camino se paran de nuevo, ahora cerquita de la nena. Martina con intención de acariciarla. Israel acariciando a Martina. Los dos admirando a la nena. Y los ojos cerrados de la nena que de repente se abren. No poco a poco o despacio o rítmicamente, sino de súbito, como un disparo que no te esperas, a bocajarro. Las pupilas dilatadas y negras que miran fijamente a la pareja sin mirarla porque miran más lejos, más allá, quizás a otro mundo o a su mundo, y el susto de ambos que ven sin comprender. Sin mover un músculo, apenas sin mover la boca, la voz de la nena que les habla. He tenido una pesadilla. Pisadas. Cientos de duendes destruyendo la casa.