A mi
alrededor sólo algarabía, jolgorio, caos. A mi lado, apiñados entorno a mí, más
como yo, dispuestos o tratados como si fuéramos simples piezas de una cadena de
montaje, simples condenados a muerte esperando en la milla verde. Todos nosotros
dispuestos a una espera quizá eterna, quizá momentánea, pero seguro que una
espera llena de sorpresas e incertidumbres. Veo frente a mí, lo que me alcanza
la vista, mesas repletas de gente. Unos beben, otros comen, todos parecen
divertirse ajenos por completo a nosotros, los olvidados. A este de aquí se le
cae la salsa de la carne por la comisura de los labios. A aquel de allá se le
encienden los ojos y le baila la nuez mientras traga y engulle su cerveza fría.
Los camareros se afanan y esfuerzan corriendo de un lado para otro en quitar y
llevar platos y copas y vinos y cervezas a las diferentes mesas. Uno me pega un
golpe con su pierna. Ni una disculpa. Ni una mirada. Me meneo de un lado a
otro. Le pego sin querer a mi compañero de la izquierda. Me disculpo como
puedo. Somos muchos y estamos apretados. Lo normal es eso en esta situación.
Estorbarnos los unos a los otros. Ahora se llevan a uno de nosotros. Vino el
chaval de las gafas, el del jersey de color gris y camisa blanca del que antes
me habló mi compañero, y agarrándolo con decisión se lo llevó de mi lado y para
siempre. Agarró la empuñadura y lo sacó de mi lado. Ni tiempo tuve para un
simple y sencillo adiós. Como si desenvainaran espadas así nos sacan. De golpe.
A veces vienen por la espalda y lo hacen así, a traición. Te sacan del letargo
sin darte cuenta. Es verdad que cada uno es diferente. Cada uno tiene su propia
personalidad, y cada uno se toma esto de diferente manera. También somos de
muchas formas distintas, y de muchos colores. En la variedad está el gusto.
Unos más grandes, otros más pequeños. Unos más elegantes, y otros más
chabacanos. Yo soy de buen material y consistente. De color negro y con
refuerzos para cuando me despliegan y sopla el viento no me doble o me rompa.
Resisto bien sus embestidas y por ello me alaban. Otros no lo soportan. Al
minuto de ser desplegados quedan inservibles. Les compadezco. He conocido
muchos de estos. He visto cómo sus débiles varillas se partían en dos. He
escuchado sus lamentos, sus quejidos, sus aullidos de dolor y los he perdido de
vista mientras eran arrastrados por el aire o eran abandonados moribundos, con
la fragilidad y lo endeble de sus cuerpos mutilados en una esquina o un
contenedor. Doy gracias por ello. Por ser como soy digo. Me entregaron a mi nuevo
dueño hace unos meses. Aún no lo conozco muy bien. Es lo que tienen las
relaciones, que necesitan tiempo. Parece serio, legal. Hombre de mediana edad,
trabajador. Lo único que se, es que tiene dos hijos y está casado. Por lo demás poco que contar. Estuve arrinconado
esperando mi turno hasta hoy mismo. Encerrado sin salir desde que me
depositaron en el paragüero. Es lo que tenemos nosotros los paraguas, que sólo
se nos requiere cuando llueve. En verano nos armamos de paciencia y esperamos.
Esperar. Verbo integrado a nuestra idiosincrasia. Durante las épocas de sequía
me sumo en un trance semejante a la hibernación de los osos polares y espero.
Es así. Cuando te conciben para una cosa. Cuando te diseñan para una función,
para una única función, para un cometido tan específico como es el de evitar
que el que te lleva consigo no se moje durante el tiempo que dura su caminata,
lo más que deseas es que llueva, que diluvie y así, de esa forma, cumplir con
tu cometido lo mejor que sabes. Es cuando nos sentimos realizados. Es lo que se
hacer mejor. De hecho es lo único que se hacer. Un paraguas olvidado es tan
triste como un payaso sin circo y niños. Así que hoy cuando comencé a escuchar
el repiqueteo de la lluvia golpeando el cristal de las ventanas, me alegre. Iba
a salir. Iba a sentirme útil. ¡Qué hay mejor que eso! Sentirse uno útil es lo
que nos da la vida. Y vaya repiqueteo, vaya música celestial para mis oídos.
Allá afuera atronaba cada vez con más fuerza. Iba a debutar a lo grande. A cada
minuto y por momentos el agua parecía que iba a atravesar la cristalera, iba a
meterse en casa y nos iba a inundar a todos sin contemplaciones. Debo decir que
me ilusioné tanto que casi salté de la emoción. Ahora sólo restaba que mis
dueños salieran. Agudicé el oído desde mi posición. Nada se oía salvo la
lluvia. Ninguna voz que rasgara o se colara entre la sinfónica monotonía de la
lluvia. Ya comenzaba a embelesarme como el niño que se duerme escuchando una
nana, cuando una puerta se abre de golpe, y una voz firme y grave me saca de
mis cavilaciones. Ya no había dudas. Iba a salir de casa. Uno a uno, todos los
miembros de la familia atravesaron la puerta. Recordé entonces que era sábado.
Fin de semana y lloviendo. Un manto gris ocultaba el sol y se alargaba sobre el
cielo de Sevilla. Llovía a mares, y sin embargo mis dueños iban a salir a comer
por ahí. Era mi día de suerte. Así que aquí me encuentro. A la entrada de un
comedero junto a la puerta, en un paragüero, otra vez un paragüero, empapado de
agua y apelotonado y apretado con otros como yo. Espero a que vengan de nuevo a
por mí. A que me saquen de este agujero tan triste, tan degradante. Aquel que
me reduce a la nada. Aquel que me convierte en algo inservible, que me arrebata
mi identidad por momentos. Gente que viene y va, sin parar. El restaurante es
un hervidero, un refugio báquico para quienes se refugian de la tormenta.
Embriagados de alcohol y tapas veo a un grupito pequeño. A penas son tres
chicos. Allí están. Allí los veo. Sentados en banquetas altas a la barra, con
sus risas y sus anécdotas no paran de reír entre ellos. He notado en el fragor
de la batalla, en medio de sus risotadas y bravuconerías sus miradas inconscientes dirigiéndose hacia
aquí. ¿Estarán hablando de mí? Las sentía como pequeños proyectiles que pasan
de largo, que le rozan a uno la pechera silbando y se alejan de ti, con el
consiguiente alivio que ello supone, pero que aun así, dejan ese poso amargo e
incierto de que a uno le atacan y amenazan sin parar. Ahora se levantan, se
acercan, ahora puedo verlos de pie, formando un corrillo atiborrado de
conspiración y tramas. No puede haber dudas ya. Incluso me miran sin disimulo,
con descaro. ¿Dónde quedó el decoro, las formas? Cavilan entorno a mí.
Parecieran tres generales planificando un plan de ataque en plenas batallas
napoleónicas. Vistos desde mi posición se ven altos, aunque no lo son. Vistos
desde mi posición se ven poderosos, aunque no lo sean. Vistos desde mi posición
podrían incluso aplastarme si quisieran. ¿Serán temores infundados propios de
mis manías de loco? ¿Por qué tanto revuelo? Ahora vendrá mi querido dueño y nos
iremos igual que hemos venido. Me abrirá y como una flor mostraré todo mi
esplendor, me batiré con esa lluvia que no cesa y seré el parapeto feliz y masoca
que todos esperan y que yo más deseo. ¿Quién dijo miedo? Yo mismo lo dije creo.
Con un rápido movimiento, en un visto y no visto, con la rapidez frugal de un
parpadeo o de un estornudo, fui elevado a las alturas. Me arrancaron de mi
madriguera. Ahora podía sentir el frio en mi cuerpo, el meneo del viento
azotándolo, la intensidad de las gotas de lluvia impactando sobre mí sin
piedad, sin preguntar, sin permiso. Me llevaban estos tres seres en volandas y
me alejaban de mis propietarios originales. Todo eso me pasaba y todo eso lo
disfrutaba. A pesar de todo, me sentía vivo. ¿Qué más podía pedir como
paraguas? ¿Dónde mejor que bajo una lluvia interminable? ¿Debería dar las
gracias a estos mis desconocidos conspiradores? Mi sitio es este, mi sitio está
en plena batalla, entre zapadores, entre trincheras, entre tanques y compañías
de asalto, ese es mi verdadero sitio y ahora lo sentía más que nunca. Gracias
chicos. Lástima mis antiguos dueños. Sabrán apañárselas sin mí. Saldrán
adelante. Sabrán perdonarme. ¿Aunque que culpa puedo tener yo? Fui vilmente
atropellado por tres aventureros sin escrúpulos y necesitados. A veces algunos
estamos destinados a encontrarnos. Nuestras vidas se cruzan con otras vidas y
no podemos mas que entretejer los hilos y aceptar y disfrutar que si eso es
así, es por algo, es porque debe ser así. Quiero pensar que si estaba allí, en
ese bendito paragüero del restaurante, era por ese algo, era para esto que
pasó. Los tres chicos me necesitaban, eso estaba claro, iban con un solo
paraguas saltando de bar en bar, y yo estaba allí para ellos, imprescindible,
magnánimo, esperándoles sin saber. Lo que creo
ahora es que yo los necesitaba aún más a ellos, aunque no lo supiera
entonces.