viernes, 18 de diciembre de 2015

Hades


                 
      "Nadie sabe que eres el azote de tu propia sangre,

 de los muertos bajo la tierra y de los vivos aquí arriba,

                        y el doble trallazo de la maldición de tu padre

                    y de tu madre, te arrojarán de este mundo."

                                                                                                                                                                                                   Sófloques.





     Si te encontraras echado sobre una barca muy precaria y pequeña, diminuta, estando tumbado boca arriba, inerte y exhausto, sin fuerzas siquiera para abrir los ojos y observar el paisaje que te rodea, a ti y a Caronte, el sempiterno barquero de Hades, verdugo el cual te transportaría al inframundo navegando infatigable y puntual a través de las aguas del rio Aqueronte, te encontrarías muerto, y no podrías escaparte. No podrías hacer nada. No creo que haya algo peor, algo más aterrador que tener la noción de que te estás muriendo, o directamente que estás muerto, y no puedes hacer nada. O sí. Verte a ti mismo desde fuera, autoscopia lo llaman. Y así precisamente estaría nuestro personaje, desdoblado, interrogándose del por qué se ve así mismo, en aquel esquife en mitad del rio, antesala del infierno, puerta maldita donde quedaría atrapado para siempre, quiera decir para siempre lo que queramos, la eternidad por ejemplo. Aunque la eternidad pueda durar solo un segundo o un beso o mil años. Escojan ustedes. Angustiado, nadie le vería ni nadie le escucharía. Sus gritos de terror serían inútiles, los aullidos, exhalados desde lo más profundo de su estómago, no producirían más vibración que la pluma que flota en el aire. Pasarían desapercibidos. Sería un fantasma, una sombra en la noche, en la oscuridad más absoluta, y estaría perdido. ¿Por qué yo? se diría. Yo no puedo ser, yo soy yo y estoy aquí, ¿pero entonces quién? ¿Un sueño, quizás? Alcanzarían la orilla opuesta, donde mientras el bravo oleaje rompería con fuerza sobre el bote, observarías como te levantan, y en volandas, como si no pesarás nada, Caronte te transportaría cual fardo del montón. Porque efectivamente serías del montón. Uno cualquiera. Un chico joven, el cual falleció por tomar una mala decisión, aunque entonces no podías saberlo, lo ignorabas. Verías seguido al guardián de la puerta, Cerbero, el perro de Hades. Lo verías menearse de un lado para otro, lo verías ladrar y olfatearte con sus tres hocicos, y enroscar su rabo en forma de serpiente. Te estaría saludando, recibiendo. Pobre de ti, tan indefenso. Ya tus ojos permanecerían abiertos, tan grandes como platos, inyectados en una sangre putrefacta, mientras te adentrarían en el submundo, en el averno. Reino de Hades, como Zeus del cielo o Poseidón del mar, castigado a vagar entre el fuego y la sombra y la miseria, mucha miseria. Proscrito como estarías, te verías a ti mismo y no harías nada. Imposible por otro lado. Película de miedo. Verías figuras abyectas y desfiguradas rodearte, cargadas con ese halito de repugnancia que emana de las alcantarillas, verías a la prole de acólitos desgraciados que no harían más que vagar por el infierno sin pararse a pensar ni a descansar. Solo espectros. ¿Quieres ser uno de ellos? Cuidado, uno te pasó por el lado. Tenía la mirada del loco, del alienado, del piantado que pese a mirarte no te mira, porque está mirando hacia adentro, hacia adentro o al infinito, es lo mismo. Ahí te ves, Cerbero te dejó en medio de esa pocilga inmunda y sucia. Corre, ve en su auxilio, en tu auxilio, en el tuyo propio porque eres tú mismo. Ve, ábrete camino entre esos desgraciados y llévatelo. Sácalo de ahí, corre. Verías que por mucho que lo intentaras, no podrías. Tus brazos no encontrarían resistencia, tus manos danzarían entorno al aire nauseabundo que tampoco respirarías, y no llegarías a cogerlo. Estás muerto o soñando, o en medio de una pesadilla, y no te queda otra cosa que resignarte. O despertarte.



     Como si de una cuadriga se tratara, te verás tirado por diferentes cuerdas y tensiones. Tú, simple mortal atormentado vives a remolque de todas ellas, en un frágil y tentador equilibrio, al filo del acantilado, al borde del abismo que nos atrae como nos atrae escuchar el canto de las sirenas. Vértigo no es más que atracción a lo desconocido. Y desconocido son para ti los infinitos seres que habitan en ti, y que mantienes encerrados. Los retienes con la esperanza de que no se escapen y tomen el mando. En eso consiste tu existencia, en no perder el equilibrio. Si una cuerda tira de ti hacia la izquierda, la de la derecha debe hacerlo de igual modo y fuerza, o te verás arrastrado, desequilibrado, náufrago de una fuerza mayor que tú mismo. Vales lo que consigas aguantar los tirones. El destino es caprichoso y tú no lo controlas, lo controlan ellos, tus cuatro jinetes del apocalipsis. Uno lleva consigo, encerrado en un cofre, tu corazón. Otro, en una pequeña bolsa, porta tu cerebro. El tercero, a buen recaudo, guarda tu lascivia, y el cuarto, carga con una mezcla de todos ellos.

     Y al final  perdiste el equilibrio, la balanza se desequilibró y te viste arrastrado a la perdición, a la degeneración. Corrompido porque eres humano, imperfecto. Te dejaste arrastrar al filo del acantilado y tentaste demasiado a la suerte. Caíste a las profundidades. Ahora vagas por el infierno recordando tus decisiones, las que te llevaron hasta aquí, y te lamentas sin que tu voz la escuche nadie, sin que tu sombra la vea nadie, y te ves a ti mismo devorado por las criaturas hambrientas de carne, las cuales te rodean desordenadamente, sin control, como una jauría de hienas o buitres y te despellejan hasta convertirte en nada, porque nada eres. Y entonces te das la vuelta, horrorizado, y comienzas tu peregrinación eterna a través del fuego perpetuo sin dejar de pensar en el destino, tu destino, ese que resulta implacable, hagas lo que hagas porque está escrito que se cumplirá, o eso piensas. ¿Acaso consiguió Edipo escapar de su destino?

     Salir un minuto más tarde o más temprano de casa puede modificar tu destino; o no. A lo mejor tu destino era precisamente ese, el salir justo en ese momento para morir. Al fin y al cabo estás en el infierno, y tienes toda la eternidad para pensarlo.

     El corazón te decía una cosa, la razón otra, y tu lascivia te corrompía. Las tres impostoras dentro de ti queriendo imponerse, y mientras tú, viéndote zarandeado de un pensamiento a otro, como una pluma movida por el viento hasta caer, hasta la muerte. Era la lascivia quien te empujaba al abismo, era la razón quien te frenaba, y era el corazón a quien querías hacer caso y entre los tres caíste presa del engaño. Te marearon. Saliste en busca de la persona equivocada. Dicen que el demonio se viste de seda y esa misma seda fue la que te mató. Te sedujo para atraerte. Te embaucó para tenerte. Te engañó para matarte. La chica te asesinó. Por eso vagas ahora sin esperanza...Descansa en paz.

jueves, 17 de diciembre de 2015

Andrew


1



El último golpe se lo dio en la cabeza. Cayó a plomo sobre las frías baldosas de la cocina. Andrew había estado discutiendo con su mujer. La enésima discusión desde que se casaron. Nunca había llegado tan lejos, pero esta vez se le fue la cabeza de tal modo, y su mujer estaba tan alterada y enajenada, que no lo pudo evitar. Llegó a su casa, y antes de que pudiera dejar su abrigo en el recibidor, su mujer lo estaba esperando con los brazos cruzados, de pie, con el pelo recogido y sus gruesos labios fruncidos, sosteniendo un cuchillo entre las manos.

Vivían en una zona residencial, en una casita adosada de color blanco y tejas negras. Grande. Cómoda. No vivían mal. Los vecinos no solían molestar ya que casi nunca estaban, y normalmente el único alboroto que se escuchaba en la calle, era el de los perros ladrando y el suyo propio cuando discutían. Pero nunca lo hacían fuera de casa. Siempre discutían de puertas para adentro y procurando no armar mucho jaleo. Susan, su mujer, era una estupenda ama de casa que hacía un pastel de manzanas riquísimo. Era una estupenda cocinera. Habitualmente, los sábados, cocinaba algún plato de carne o de verduras para compartirlo con los vecinos o con algún invitado. O con sus amigas. Aparentemente, de cara al exterior, eran un matrimonio normal y así se comportaban tanto con sus familiares como con sus vecinos. Disimulaban cuando salían fuera o cuando algunos amigos iban a pasar una velada a casa. Barbacoa y cerveza. Pero allí, entre esas cuatro paredes, en su dulce hogar, cuando estaban solos, se desataban unas discusiones tremendas.

- ¡Tú ya no me quieres! ¡Tú eres un cerdo pervertido! ¡Tú me engañas con otra! - le gritaba cualquier día Susan a Andrew con la cara desencajada, despeinada y los ojos fuera de las órbitas.

Andrew negaba todo y le imploraba que se calmara. Se acercaba poco a poco a ella hasta que conseguía abrazarla. Le echaba el aliento encima, la retenía entre sus brazos y la calmaba susurrándole al oído que ella era el amor de su vida, la mujer de sus sueños. Y le comenzaba a dar pequeños besos en la cara, repetidas veces hasta que Susan se reblandecía en sus brazos. Sus ojos, vidriosos, pasaban a cerrarse. Andrew le decía “ya pasó nena, ya pasó” mientras le secaba las lágrimas con el dorso de la mano y continuaba besándola por toda la cara. Al final acababan reconciliándose y haciendo el amor en cualquier parte de la casa. Se revolvían de forma frenética por todos los rincones y follaban durante horas. Así solían acabar sus discusiones, con sexo salvaje.

Pero esta vez fue diferente. Está vez Andrew no consiguió abrazarla como hacía siempre para calmarla. Esta vez Susan tenía en la mano derecha un cuchillo. Estaba de pie e inmóvil. Se le veía parte del pecho izquierdo. Los brazos los mantenía cruzados. Llevaba puesta una bata sin atar y las piernas las llevaba desnudas. Permanecía descalza sobre el parqué del suelo. Los listones de madera crujían al oscilar sobre ellos, a cada paso. En esas condiciones, Susan comenzó la retahíla de siempre, los insultos y amenazas habituales, con la diferencia del arma, del cuchillo que sujetaba.

-¡Tú has estado bebiendo! ¡No me engañas, te huele el aliento a whisky! ¡Y encima tu ropa huele a perfume barato! - Gritaba mientras descruzaba los brazos y enseñaba el cuchillo a su marido, moviéndolo de un lado a otro. Amenazándolo.- Ni se te ocurra acercarte a mí.

Andrew dio un par de pasos hacia su mujer y se paró de golpe. Procuraba mantener la calma.

-No, nena. Vengo del trabajo. Ven, suelta ese cuchillo. No seas cínica.- Hablaba despacio, muy calmado, pero estaba borracho y se trastabillaba al pronunciar las palabras.

- ¿Qué vienes del trabajo? Y una mierda. Te dejaste las llaves de la oficina encima de la mesilla. Mentiroso. Eres un sucio cabronazo.- Susan comenzó a blandir el cuchillo. Le temblaba el brazo mientras lo hacía.- No te acerques más.

Los gritos aumentaban. Se escuchó el ladrido de un perro fuera de la casa. La ventana del salón estaba abierta. Solo las cortinas velaban el exterior. Unas cortinas de color blanco.

- ¡No te atrevas a tocarme! ¡No te acerques o te lo clavo!- Susan miró hacia la cortina de la ventana, que por un momento hondeaba como si fuera una bandera. Todo quedó en silencio después del ladrido.- He aguantado todo este tiempo, pero ya no puedo más.- Las lágrimas comenzaban a asomar por su rostro.

- ¡No sabes lo que dices nena! Vamos a calmarnos. Has estado bebiendo. Suelta eso.- Andrew vaciló un momento. Extendió las palmas de sus manos en señal de paz, pero Susan estaba tan nerviosa que le tiró el cuchillo a la cara de repente. Fue un acto fugaz, casi reflejo. Andrew se contorsionó de tal modo que logró esquivar el cuchillo por poco, recuperando al instante su posición inicial. El cuchillo se había clavado en un armario del recibidor y su empuñadura brillaba como si fuera un diamante.- Loca hija de puta. Estás loca nena. ¿Qué te pasa?

Susan lloraba. Había lanzado el cuchillo hacia su marido y lloraba y temblaba y permanecía de pie tambaleándose. Su cuerpo era como una gran montaña de gelatina.

- Ojala estuvieras muerto. Me prometiste que me cuidarías, que me amarías, que serías mi hombre y no eres más que la polla de cualquier zorra barata.- Mientras lo decía avanzaba contra su marido. La bata se le había abierto del todo. Se podían ver sus braguitas de encaje azules y sus pechos descubiertos. Movía los brazos frenéticamente, como aspas de molino.

Andrew la sujetó antes de que la golpeara con los puños. La agarro de las muñecas fuerte y la lanzó contra la pared de enfrente. Un cuadro se cayó al suelo. Era un retrato de los dos del día de su boda. El marco se rompió. Los trocitos de cristal roto se esparcieron por el suelo. La foto aun así podía verse perfectamente. Había caído boca arriba. Andrew y Susan sonriendo frente a la cámara y abrazados con sus caras muy juntas, casi pegadas.

- No sabes lo que dices, loca. Insensata. Borracha. Casi me matas con ese cuchillo. Te ruego que te calmes y hablemos.- Intentaba acercarse para calmarla, pero era imposible, Susan era un completo manojo de nervios. Andrew miró por un instante el retrato en el suelo. Lo evitó pisar y comenzó a agacharse para coger a su mujer, pero Susan se dio la vuelta y comenzó a gatear como pudo alejándose de él. Se deslizaba bastante rápido y además, le soltó una patada que le alcanzó el rostro.

- ¡Estás completamente loca! Me has roto la nariz, puta.- Andrew se presionaba su nariz. Se la refregaba y presionaba con fuerza.

El golpe lo había hecho tambalearse y casi perdió el equilibrio. Estuvo a punto de caerse de espaldas. Tenía sangre en las manos. Unas gotitas salpicaron el suelo que se estaba llenando de motas de color rojo. También se manchó la foto.

Susan mientras tanto había logrado ponerse de pie y se dirigía a la cocina. Se apoyó en el marco de la puerta, mirándole con los ojos llenos de lágrimas e inyectados de odio.

- ¡Loco estarás tú! Vuelves siempre a casa borracho y encima me mientes. Todo nuestro matrimonio ha sido una farsa. ¡Ni siquiera sé por qué me case contigo! Eres despreciable y ruin.- Gritaba aturullándose con las palabras.

- Escúchame, si me emborracho es porque el trabajo es una mierda y porque los chicos son una mierda. ¡Porque TÚ eres una mierda! Siempre fingiendo con tus amigas. Estoy harto de fingir.  Estoy harto de ti y de tus amigas. Estoy harto de los vecinos. Estoy harto de esta casa.- Andrew hacía aspavientos con los brazos y aumentaba la voz a medida que hablaba. Se agachó a recoger el marco del suelo. Sujetó la foto con ambas manos y la rasgó. Su mujer ya estaba en la cocina.

Andrew con la camisa manchada de sangre y sujetándose la nariz con una mano, corrió a abrir la puerta de la cocina, pero Susan estaba justo detrás, apoyada, haciendo fuerza con la espalda para que no la abriera. En la calle seguía reinando el silencio.

-  Abre la jodida puerta, nena. Abre la puerta o la tiro abajo- gritaba él sin dejar de aporrearla.

Susan continuaba haciendo fuerza pero los golpes de Andrew aumentaban y cedía poco a poco. Sus pies resbalaban en el suelo a medida que la puerta se abría y estuvo a muy poco de pegar con su culo en el suelo. Andrew pasó entonces. Le había costado pero estaba en la cocina. La golpeó en la cara. Una vez. Una sola bofetada a la que ella contestó pataleando. Le consiguió dar una patada en la espinilla. Se podía ver un reguero de sangre tras Andrew. No había parado de sangrar. Se movían por la cocina tirando los cubiertos y la loza de la encimera y los muebles. Una cacerola rodó por el suelo. A punto estuvo de pisarla Susan. La cocina era un campo de batalla. Corrían de un lado hacia otro persiguiéndose.

- Suéltame hijo de perra. No tienes ningún derecho sobre mí.- ella gritaba. Andrew la tenía cogida por los pelos.- Suéltame borracho. Eres un borracho. Me das asco.- Movía la cabeza y el cuerpo frenéticamente. Los pechos le bailaban. Tenía los ojos hinchados y un moratón en el pómulo izquierdo. Le escupió.

- Si yo soy un borracho, tú eres una paranoica. Estás loca nena, loca. Eres una puta loca. Entérate. Si bebo es para poder soportarte. La vida sin alcohol sería un infierno. Mírate. Desnuda, como siempre. Borracha. ¿Quién te sacó de la puta calle? ¿Quién te dio una vida fuera de la calle, nena? Eras una simple ramera y siempre lo serás.- Andrew la abofeteó repetidas veces. Tenía la camisa completamente teñida de rojo, desabotonada hasta la mitad y en su cara se podían apreciar los rasgos característicos de un loco. Escupía mientras vociferaba, y en la comisura de los labios tenía acumulada una sustancia blanquecina.  Ella movía el cuello. Gritaba e insultaba a su marido sin parar, hasta ese último golpe.

Cayó a plomo sobre las baldosas de la cocina. Andrew le había dado un puñetazo en la sien tan fuerte que hizo que Susan se tambaleara y cayera como un saco de cemento. No se movía. Estaba inconsciente. El golpe de su cabeza contra las baldosas sonó seco. Sordo. Como si un bloque de piedra hubiera caído de repente. Su cuerpo estaba boca arriba con la cabeza ladeada y un hilillo de sangre le salía por los oídos. Los brazos los tenía en cruz. Los pechos caídos hacia los costados. Una pierna estirada y la otra recogida. De repente, el silencio se apoderó de la cocina, de la casa, del vecindario entero. No se escuchaba nada. Andrew se quedó inmóvil, de pie, con los brazos extendidos frente a su mujer que yacía en el suelo. Permaneció en esa misma posición un minuto. Se arrodilló para inspeccionarla. Le cogió las muñecas. La gritó, le dio bofetadas, le tomó el pulso. Nada. Susan no se movía, no reaccionaba. Alrededor la cocina parecía una zahúrda, como si toda una manada de búfalos hubiera arrasado con ella. El suelo estaba repleto de platos, vasos, cubiertos y demás instrumental de cocina. Y de sangre. De sangre de los dos. Un charco de sangre muy brillante y roja se iba formando bajo la cabeza de Susan.



2



Andrew llevaba a Susan en el maletero. Conducía su monovolumen y se dirigía por una carretera a las afueras de la ciudad. La carretera era estrecha, sin arcén, y estaba flanqueada por una arboleda espesa que limitaba mucho la visibilidad. Condujo durante más de media hora. Un solo coche se cruzó con él. Su cara reflejaba el miedo, la incertidumbre. Miraba al frente sin apartar los ojos del pavimento. Los llevaba entrecerrados. Una gasa manchada de sangre colgaba de su nariz y movía continuamente sus manos sujetándola. También golpeaba con ellas el volante. Se maldecía en voz alta. En la radio sonaba una canción. Era de noche y los mosquitos iban a morir contra la luna del coche, inundándola. Giró a la derecha y se metió por un camino de tierra. Los neumáticos pasaban por encima de los baches y hacían que el coche se tambaleará como si fuera un barco a la deriva. El estado del camino era malo, cada vez peor, y la oscuridad más  profunda a medida que se internaba en el bosque. Los faros iluminaban el frente como dos espadas que hendieran la oscuridad. Al rato frenó. Quizá hubieran pasado cinco minutos, o diez, no más. Andrew se bajó del coche y abrió el maletero. Allí estaba el cuerpo de Susan inerte, lívido, sin vida. Una manta la cubría el cuerpo como si cubriera un juego de palos de golf. Solo mantenía fuera la cabeza. Los labios se habían tornado azules, y el moratón de la cara se había convertido en un gran edema. Estaba violeta. Y ya no sangraba. Andrew sacó una pala del maletero, se alejó del coche en la dirección que apuntaban los faros, y comenzó a cavar.



3

El último montoncito de tierra cubrió a su mujer. Andrew, llevaba más de dos horas trabajando en el agujero. El sudor le resbalaba por la frente. “Oh nena, por qué hemos tenido que llegar a esto, nena, nena, yo no quería. Perdóname.” Junto con la voz de Andrew lamentándose, los búhos emitían su particular ulular, el cual se entremezclaba con su respiración y el sonido característico de la pala golpeando la tierra. Ya había terminado. La gasa se le había caído, su nariz era un gran pegote de sangre reseca y los zapatos los tenía llenos de polvo. Los pantalones también. Los llevaba manchados de arena hasta las rodillas. Se colocó justo encima de la tumba y la comenzó a pisotear. De un lado a otro. Caminaba de un lado a otro aplanándola. Dando pisotones fuertes. No había cavado muy profundo. Recogió unos cuantos arbustos y ramas secas y las dispuso sobre ella. También piedras. Miró en derredor suya y se sacudió la arena concienzudamente. Después se dirigió al coche, recogió la pala y la manta, las metió en el maletero, y se montó en el asiento del conductor. Había matado a su mujer y después  la había enterrado. Permaneció cinco minutos sin decir nada y arrancó el coche. “Oh nena, nena…”



4



Tres horas después…



Abrió los ojos y no vio nada. La oscuridad lo inundaba todo. Intentó mover sus brazos pero no podía. Una resistencia se lo impedía. Tampoco podía mover sus piernas, aunque estás cedían un poco cuando presionaba con más energía. ¿Dónde estaba? El abrir los ojos y no ver nada es lo mismo que tenerlos cerrados. No se acordaba de nada, no sabía dónde estaba, pero sí sabía que estaba viva. Era consciente que respiraba, con dificultad pero lo hacía. Procuró contar hasta diez. Procuró calmarse y analizar la situación en la que se encontraba. Recordó que estuvo bebiendo. Era lo único que podía recordar. Recordó la botella de vodka, los chupitos. Mientras lo hacía movía las piernas. Poco a poco. Las movía de un lado a otro y las extendía. Cada vez tenía más recorrido, más espacio. Recordó que llegó su marido. Movía los brazos de arriba abajo a la vez que abría y cerraba los puños. Sentía la tierra al tocarla, al morderla. La sentía en sus labios. Era tierra lo que la rodeaba. Estaba enterrada. La habían enterrado viva. Recordó la discusión, los golpes. Recordó el marco roto, la fotografía, la cocina completamente desordenada. Recordó el reguero de sangre de su marido gritándole puta y borracha, y los golpes. Quería gritar pero no podía, porque cada vez que movía los labios le caían montoncitos de arena sobre ellos. No paraba de dar patadas, de extender los brazos hasta lo que le permitía la tierra. Estaba cavando hacía arriba sin parar. Le animaba el hecho de que cada vez tenía más rango de movimientos y  la arena se removía bien. Su ánimo crecía a medida que el espacio vital aumentaba. Ya no estaba tan comprimida como cuando se despertó. Ahora podía moverse bastante, aunque seguía respirando con dificultad. Sentía el frío de la tierra sobre su cuerpo. Su humedad. Sentía escalofríos y hambre. No paraba de agitarse y estremecerse. De repente sintió una corriente de aire, una bocanada de oxígeno, la luz al final del túnel. Sintió esto en el momento que estiró el brazo y la resistencia de la tierra desapareció. Había logrado abrirse camino. Había logrado escapar de su tumba.



5



Andaba en bragas y con el pecho descubierto en el frío de la noche. Había logrado escaparse de su tumba y ahora miraba el agujero desde arriba. Maldito hijo de puta pensaba. Ahora lo recordaba todo. La pelea, los golpes, todo. Su marido la había golpeado y quedó inconsciente, y no tuvo los cojones de ir a la policía. Me enterró viva. Pensó que eso sería lo mejor, pues ahora verá. ¿Dónde estaba? Era aún de noche y hacía frío. Estaba congelada. Sentía la tierra y las irregularidades del terreno bajo sus pies. Se tocaba la sien. Le dolía la cabeza y se sentía mareada. Comenzó a andar buscando una vereda o un camino, algo. Se abrió paso a través de los arbustos y de la hojarasca. Las ramas la arañaban. Su cuerpo se iba llenando de pequeñas heridas y de arañazos. La planta de sus pies la tenía llena de llagas y ampollas. Le dolían a cada paso, pero no paraba por ello. Podían más el miedo y el frío y las ganas de venganza hacia su marido. El instinto de supervivencia. La luna no brillaba mucho. Había nubes en el cielo y una brisa fría hacía mecerse las hojas de los árboles. Crujían. El sonido era casi agradable. El silencio de la noche lo interrumpían los ruidos de los animales nocturnos que se multiplicaban y alternaban entre ellos. Ladridos de algún perro, búhos, grillos...En medio de ese abismo, Susan continúo andando desnuda, buscando una salida, una salvación.



6

Encontró un camino. No sabía en qué dirección andaba. Norte o sur. Este u oeste. Qué más da. A algún lugar llegaría. De repente vio una luz a lo lejos. Llevaba andando unos treinta minutos sin parar. Había seguido el camino y ahora veía una luz al fondo. Sería de algún cortijo o casa de campo, pensaba. Brillaba como una estrella. Era su salvación o eso esperaba.

Aligeró el paso pese a las heridas y los dolores. La luz se hacía poco a poco más grande y más intensa. Cada vez la tenía más cerca. Ya podía apreciar la silueta de una casa, como de un galpón grande. Estaba convencida, era una casa. En medio de la noche se distinguía su tejado y un humo vertical que se elevaba hacía las nubes. Sería la chimenea.

Le abrió un hombre mayor. Tenía una cabeza redonda y colorada y no tenía cuello. Era calvo. Gordo. De cara afable. En sus ojos se podía apreciar que lo habían despertado. Vestía unos pantalones y camiseta de algodón y llevaba una bata encima. Una curva generosa le nacía a la altura de la barriga. Hacía frío. Detrás suya se podían observar los últimos rescoldos del fuego en la chimenea. Se quedó mirando estupefacto a la mujer que estaba plantada frente a él. Estaba desnuda, con la cara amoratada y el cuerpo lleno de arañazos y heridas. ¿Sería un sueño? ¿Una pesadilla? Con la boca abierta, embobado, escuchaba el relato que Susan le contaba. Estaba llorando. La dejó pasar inmediatamente y la hizo sentarse frente a la chimenea. Le buscó ropa y mantas y le ofreció algo de beber. Fue a buscar más leña mientras Susan entraba poco a poco en calor y ordenaba sus ideas. Lo mataré, lo mataré muy lentamente, hasta que exhale su último aliento y lo vea morir despacio.

domingo, 13 de diciembre de 2015

Azul


Lo único que recuerdo son unos ojos. Lo único que recuerdo son unos ojos muy azules. El azul siempre me ha gustado, y allí estaba, en esos ojos de esa chica, en esa fiesta. Desde hace tiempo me quedo embobado mirando el cielo. Yo de pie, enderezado, recto, con la boca algo abierta y mirando como un bobo el azul del cielo. O el mar. Cuando voy a la playa, las pocas veces, siempre me paro a su orilla, quizás con el agua lamiéndome los pies, y miro el azul del mar. Es distinto que el azul del cielo, pero también me gusta. Ambos se juntan en el horizonte y yo lo observo. A veces sin embargo ese azul que se mezcla con el del océano como en una acuarela, se torna rojo, como si le prendieran fuego. Es el sol que se pone, y también es bonito. Me gusta. Pienso que ese fuego es necesario. Indispensable. Sí, el fuego es necesario para la vida. También el azul.

Cuando era pequeño me gustaba dibujar con los rotuladores. Mis favoritos eran los azules. Azul oscuro, claro, cálido, casi negro. Todos. Dibujaba paisajes y casitas con sus ventanas. Dibujaba ríos con puentes, y dibujaba chicas con dos grandes manchas azules en la cara. Eran sus ojos. Me divertía haciéndolo. Llenaba hojas con dibujos. Todos con tonalidades azules. Toda la gama de azules. Casi toda. También escribía y sigo escribiendo con bolígrafos de color azul. No lo puedo evitar. Es casi una manía. Me atrae como la miel a las abejas. De pequeño es verdad que mis ojos eran azules. Ahora no. El momento del cambio no lo recuerdo, pero supongo que debió ser un día cruel para mí. Veo las fotografías y veo a un niño con los ojos azules claros y me pregunto si realmente ese niño era yo. Ahora los tengo marrones. Así que podemos decir que el color azul, como mínimo, me fascina.

Me llamaban. Caminé despacio. Camine sin prisa, paladeando el momento. No pensaba especialmente en nada, más allá de apurar la lata de cerveza que llevaba en la mano. La cerveza es otra de las cosas que me gustan. Como el azul. Ahora no pensaba en el azul. Ahora me llevaba la lata de cerveza a los labios y no pensaba. Bebía. A veces es bueno no pensar en nada. Ahora el azul estaba lejos. El azul existe cuando me lo ponen delante. Y me lo pusieron. Vaya si me lo pusieron. De repente vi el azul de unos ojos que me miraban. Miraban a mis ojos marrones y yo los miraba a ellos. Jamás había visto semejantes ojos. Era como mirar un dulce y embriagador pastel de chocolate del que no pudiera apartar la mirada. No podía dejar de mirar esos ojos, ese azul, esa chica. Estaba encerrado en esa mirada. He visto muchos azules. He visto muchos ojos azules, de muchas chicas, de todos los tonos, de todas las formas. Pupilas grandes, pequeñas, abombadas, achatadas. Iris festoneados con todos los colores del arcoíris, pero ninguno como el que vi en la fiesta. Los de la chica. La luz del sol jugueteaba con sus ojos y proyectaban una infinidad de tonos azules en sus ojos. Eran como pequeñas canicas cristalinas. Recordé mi época de la infancia. Me vi jugando a las canicas con esos ojos. Quería jugar con ellos. Los deseaba. Me atraían, me atraían sin poder evitarlo. Me lleve la lata a la boca y la apure de un trago. Allí estaba el azul. Allí estaba lo único que recuerdo de la fiesta. Los ojos azules infinitos. Me di la vuelta, me dirigí a la cámara frigorífica, y me cogí otra cerveza, pensando en esos ojos, en ese azul, en esa chica, en lo único que recuerdo de la fiesta, y pensé que quizás un poco de fuego en ellos no estaría mal. Al fin y al cabo el fuego es indispensable para la vida, como el azul.

sábado, 5 de diciembre de 2015

Buzón


Elías

  ¿Cómo decírselo? Así creo que está bien. En esta carta se lo puse, no podemos seguir juntos porque él, siempre él, el que te sigue, el que te arropa, el que te escucha y te acaricia el pelo. Siempre, a tu lado, quizás acurrucado en el sofá, susurrándote no te preocupes muy cerquita del oído, siempre estaré contigo, mi amor, mi amor, ese artículo posesivo, esa muletilla de posesión, y yo en mi casa, pensándote, pues también mía, de todos. Daniela es de todos o de ninguno, entérate. Debo hacerlo y sin embargo me cuesta. La carta me pesa como si fuera un bloque de piedra, me cuesta meterla en el sobre porque supone el fin, el punto y final entre tú y yo, a partir de ahí, el mareo, la nada. Y sin embargo la meto, la tengo en la mano, cerrada ya, estoy decidido, aquí se pierden todos nuestros momentos, todas nuestras horas juntos jugando a cogernos, a acariciarnos, ahí van todos los momentos en los que no nos decíamos nada porque todo estaba dicho, todo se comprendía con esa mirada tuya, tan tierna, tan clara. Era mirarte a los ojos y me veía reflejado en ellos, brillaban. Ahora ya no brillan. Aquí dejo el instante en que te vi por primera vez y me sonreíste, aún sin saber que el amor, que nosotros… Dejo tantas cosas en esta carta que me duele levantarme y andar hasta el buzón, aunque está solo enfrente, precisamente por eso, está tan cerca que duele. Si estuviera lejos, muy lejos, si tuviera que andar un día entero o dos, o tres, peregrinar hacia ti para dártela, sin dejar de pensarte jamás, eternamente, sin llegar a cortar por lo sano, que digo por lo sano, por lo insano, no me dolería, o me dolería mucho menos. En ese caso tendría esperanza. Esperanza de volver a ti, de no tomar la decisión, pero el tiempo pasa, y corre en nuestra contra, y en la tuya. Vértigo. El vértigo es ir a echar la carta en el buzón, me tambaleo, ya voy Daniela, es el fin, dejarla caer es mi caída, como la de Roma o Bizancio.

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Tomás

     Cuando te veo con él siento celos. A mí jamás me miras como a él. A mí me miras como si estuvieras mirando los precios del yogurt en el supermercado. No siento tu pasión, tu ilusión. Acariciarte es como pasar la mano por el frío mármol de nuestra mesita de salón. Lo noto. Estás rara. Aún hoy me pregunto por qué lo dejaste, aunque sé que os veis, no soy tonto. Todas las noches que llegas tarde, ¿dónde estás?, en la oficina no, porque te llamo y me dicen que ya saliste, ¿entonces?, con él, lo sé, sí, con él, pero no me atrevo a acusarte, no soy quien, no tengo pruebas y tampoco las quiero. Verlas sería confirmarlo. Verlas sería cerciorarme de que es cierto, de que te sigues viendo con él, tu antiguo novio, y no quiero. Mejor no saber. Mejor disimular, ya pasará. Toda tormenta pasa, eso dicen los marinos. Yo aferrado al timón, gobernando desde mi puesto, disimulando. Pero que digo, es inútil disimular cuando los sentimientos afloran, los míos, cuando los ojos se me empapan al pensar que me engañas. No me dices nada y te quedas tan tranquila, mi amor, mi amor, acuérdate de la primera vez que te vi, aunque ibas con él, yo solo tuve ojos para ti, ojos y oído y tacto, el tiempo se paró en ese instante y me tuviste que repetir tu nombre, Daniela, a partir de entonces mi Daniela, mi Mundo, mi Todo, Mía…Me quedé con la boca abierta, literalmente, embobado mientras me contabas que queríais iros de vacaciones. Después la llamada, los mensajes, las citas furtivas y el amor, carnal, desde luego, eras pantera en la cama. Caliente. Y fría fuera. Calculadora, temerosa. Sopesabas si dejarlo o no, y yo te esperaba, no mucho, te metí prisa, impaciente, yo te quiero mi amor, mi dulce Daniela, mi amor, porque siempre lo serás aunque sé que me engañas. Nos casamos ¿para qué? ¿Para qué si ahora todo lo desmoronas? Aplastas nuestro castillo de arena, aquel que nos prometimos la noche de bodas. Soy un cobarde, pero al menos te escribo. Me voy. Me alejo de ti, no lo soporto. Solo queda echar la carta en el buzón, me tiembla la mano.

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Daniela

     Dos caras de la misma moneda. Elías y Tomás. Dos temperamentos. Me decidí por Tomás, más seguridad, más confort. Es tan atento, tan cariñoso, no protesta por nada, no me interroga. Me deja entrar y salir a mi antojo. Lo tengo fácil para engañarle, y sin embargo cuando regreso a casa y lo veo, ahí, en el sofá, acurrucado, esperándome sin dormir, me da lástima. Me echo a su lado y me comienza a susurrar al oído que me quiere, que no me dejará nunca, y me da esos mordisquitos en el lóbulo de la oreja. Me tengo que levantar al instante, porque me hace sentir sucia. Me voy al baño con la excusa de que voy a ponerme cómoda, y lloro. Lloro mucho, con esa llantina silenciosa que te hace sentir que no eres nada, lo peor. No definirse, no poner las cartas encima de la mesa. Por eso me pasa todo. Pienso en Elías y tampoco lo merece, él tampoco merece sufrir por mí, tan paciente, siempre dándole largas después del amor. Siempre hablándole de Tomás a él, que fue tanto, que es tanto. No se vivir sin él, pero tampoco sin Elías. Tensándolo todo tanto sé que los pierdo. Nada dura para siempre y el amor hay que cuidarlo, mimarlo, como si fuera una delicada planta. Hay que regarla cada día y yo no lo hago. Al contrario, yo la enveneno. ¿Podré seguir así? ¿Podré aguantar esta situación por mucho más tiempo? Sé que no, ya no puedo, y no debo. Egoísta, eso es lo que soy, y cobarde. Egoísta con uno, y cobarde con otro. No los merezco, no los merezco y los quiero, a ambos, no me dejéis, por favor. ¿No veis que os quiero, que no podría vivir sin vosotros? Por eso os lo confieso. Escribo esta carta a ambos explicándome, intentándolo al menos, aunque es difícil. Hace tiempo que  perdí el control de mis sentimientos, y ahora andan desatados, como cabos sueltos movidos por el viento, por la tormenta. Tempestad. Lo mejor es que me vaya. No actué correctamente y ahora lo pago. Lo pago yo y lo pagáis vosotros. Lo siento tanto. Tanto. Adiós. El buzón me espera.


martes, 1 de diciembre de 2015

Antoni

Antoni barajaba las cartas despacio. Lo hacía así, mientras pensaba en su mujer, y en la vida tan desordenada que llevaba. Giraba la cabeza mirando a ambos lados y al frente. Allí estaban sus amigos, en el gran salón de su casa jugando al póker. Todos parecían divertirse salvo Antoni, que en silencio comenzó a repartir los naipes. Normalmente siempre se reía o decía alguna gracia, o gastaba alguna broma o decía algún improperio subido de tono. Pero está vez no. Permanecía callado, respondiendo con monosílabos y mostrando un desdén fuera de lo normal. El gran Antoni rumiaba alguna idea. De hecho, llevaba días, meses, harto de ser el cabecilla al que todos temían, el jefazo al que todos lamían el culo y eso le hacía sentir vacío. Desde que creo su imperio todos sus socios le hacían la pelota, todos sus trabajadores le doraban la píldora, no le contradecían, le temían, y eso le exasperaba. Por una parte le gustaba. Siempre había deseado ser alguien, alguien importante, y a base de trabajo, esfuerzo, y mucho sacrificio lo había logrado. Pero para eso, había tenido que crearse un personaje, un monstruo que en realidad se saltaba todas las normas morales. Él, muchos años atrás, en su infancia y adolescencia fue un chico educado, incluso tímido, lo que podríamos llamar un hijo ejemplar. Iba al colegio y estudiaba. Fue al instituto y aprobaba, sacaba buenas notas. Era un buen estudiante e incluso ayudaba a sus compañeros. Hijo de una humilde familia, tuvo que ver como sus padres se separaban a consecuencia de las continuas riñas y discusiones de sus progenitores. Su madre, dada a la bebida, y su padre, un buscavidas sin empleo, se peleaban a diario. Las voces e insultos eran habituales en su casa. Se acostumbró y sobrevivió a eso. Es sabido que algunas plantas crecen en terrenos áridos. Antoni sufría pues. En casa las cosas no iban bien, y en el instituto se esforzaba por destacar, acumulando méritos que al final tiró por la borda. Una mañana se hartó, explotó, y le dijo a su profesor que se fuera al carajo, que no lo soportaba, ni a él ni a ninguno de sus compañeros, ni a su familia. Se levantó de la silla y salió de clase. No volvió. Y tampoco a su casa. Cortó con todos y con todo. Nadie supo de él. Nada. Parecía como si la tierra se lo hubiera tragado, y sin embargo progresó en la vida. Pero cada día se lo recriminaba. Lo hacía mientras echaba las fichas al tapete verde donde jugaba con sus amigos. Aún no había pronunciado una palabra, solo rumiaba sus pensamientos, con el rictus de su cara serio, con sus ojos fijos en un punto que ni siquiera estaba en esa habitación, no miraba nada, ni lo necesitaba. Se estaba examinando por dentro, y se detestaba. Jamás había tenido un gesto amable con nadie. Siempre había conseguido todo lo que quería a base de amenazas, y por eso lloraba.

viernes, 20 de noviembre de 2015

Asco


¿Acaso te pedí, Creador, que convirtieras

en hombre el barro del que provengo?

¿Te induje que me sacaras de la oscuridad?

(El paraíso perdido)





“Queremos salir y sentarnos en los cafés como cualquier joven en otro país. Entonces comienzan secuestrando personas y matando a la gente en las calles. No sabíamos que esto pasaría. No sabíamos que ellos estuvieran aquí para matarnos. Nadie habla, está prohibido incluso pensar. “



Miren la escena que sigue; estoy sentado en mi sillón, de cuero blanco, cómodo, medio tumbado, con el ruido de la televisión enfrente. Está encendida, pero casi no le hago caso. Estoy más dormido que despierto, el día fue duro y debo descansar. Mi cuerpo me lo pide. Así que mantengo los ojos cerrados a intervalos. En ese duermevela se me mezclan los sueños, las imágenes que como en un caleidoscopio se me suceden una tras otra se funden con la realidad que me sobresalta. Como si alguien estuviera barajando cartas. Pego un respingo cuando esto sucede, cuando el artefacto televisivo emite un sonido más estruendoso, más estridente de la cuenta. Por ejemplo los anuncios, los anuncios siempre los ponen más altos, o una música desagradable e informativa que se te mete por los oídos y te los machaca. Peor que un boxeador lanzándote derechazos. Efectivamente, es un avance informativo, la musiquilla del telediario que viene a despertarte de tu sueño placentero. Entreabres los ojos, aún medio dormido te preguntas si ya acabó la película que estabas viendo, si habrán cogido al asesino, pero no lo sabrás o solo lo intuirás. Miras el reloj, aún no es muy tarde, aunque sí que te dormiste un buen rato, siempre te pasa porque eres una persona muy ocupada y muy trabajadora, y muy deportista y por tanto cuando te sientas en tu sillón de cuero blanco te quedas semidormido viendo cualquier película. Es lo normal y así sucede.



Pasemos ahora a observar la siguiente escena, si son tan amables y me siguen, vean a este joven chico; Hamza, trece años, natural de Raqqa, en Siria, joven árabe al cual le gusta jugar. Y sobre todo le gusta jugar al fútbol. Es aficionado al Real Madrid. Lo vemos equipado con unos pantalones largos, anchos, descoloridos, llenos de barro y tierra y unas sandalias con la suela rota, por la que en el zapato izquierdo le asoman los dos últimos dedos del pie. También lleva una camiseta del Real Madrid, por eso sabemos que es del Madrid, aunque por supuesto no es blanca, más bien gris, está sucia y es solo una burda imitación, seguramente regalo de su padre, que la compró o la obtuvo de algunas de las tiendas asiáticas de la ciudad. No lo sabemos. Pero ahora acerquemos más la cámara, demos un poco al zoom y fijémonos en su cara, en su expresión facial. El niño podríamos asegurar que es feliz en este instante. Le caen los churretes por las mejillas a consecuencia del sudor y la suciedad que se mezclan y es feliz, si, la boca la mantiene abierta, el pelo, un poco largo y negro, lo tiene desordenado, como si un ventilador muy grande lo estuviera despeinando, y los ojos bien abiertos, atentos, acechantes, dispuestos a lo que está haciendo en ese momento, manejando un balón de fútbol que pretende chutar a portería. La portería consiste en un muro de lo que alguna vez fue un colegio, pero ahora no es más que escombro y cimientos y hierros, y polvo, mucho polvo, un gran vertedero de basura, una gran montaña arruinada y triste, una fosa olvidada en la que descansan intranquilos los esqueletos de las personas que saltaron por los aires cuando aquella bomba cayó del cielo, ¿Qué será aquello? Un pájaro, un avión, no, es una bomba y nos va a aniquilar, a mí y a ti, a todos nosotros en un radio de casi un kilómetro a la redonda, porque no caerá una, sino varias, como una lluvia de granizos. Lo bueno es que ni te enterarás, puede que tengas suerte y simplemente te haga pedazos el cuerpo, lo cual te ahorraría mucho sufrimiento. La portería decimos, va de una ventana a la otra y está custodiada por Abu, amigo de Hamza, de su misma edad. Si tenemos a bien, y nos fijamos en Abu, su pose nos ofrece un chico atento, quizás no es la primera vez que juega de portero, ya que mantiene las piernas flexionadas, el tronco un poco inclinado, los brazos flexionados, mirada al frente, absorto en su ejercicio, en su objetivo, en que el balón no rebote en la pared, lo cual supondría que le han marcado. Como Hamza y Abu, seis chavales más juegan con ellos. Digamos que se entretienen y juegan como lo que son, niños. Hace un día soleado, demasiado soleado, no hay ni una nube en el cielo por lo que hay poca sombra. El calor es asfixiante, pero eso a los chicos les da igual. Ellos solo quieren jugar. La explanada desértica que se abre ante ellos es propicia para jugar un partido. Tienen suerte ya que han conseguido un balón de trapo gracias a Nasser, uno de los primos de Abu, uno de los seis, así que al menos hoy no tienen que jugar con latas. El montón de ruinas de alrededor se eleva como un graderío mudo, como un gran estadio de fútbol vacío. Visto desde fuera, sobrevolándolo, nos evocaría un escalofrío, como si varios voltios de electricidad recorrieran nuestro cuerpo. Parece un gran coliseo postrado, vencido.



Dejemos a los futbolistas y volvamos a mí, no en afán protagonista, por supuesto, sino para el buen entender de la historia que nos ocupa. Vedme abrir los ojos, incorporarme del sillón, adquirir una postura más ergonómica, más alerta, como si un peligro me acechara y tuviera que ponerme en guardia. Aún me cuesta enfocar la atención y la vista, aún estoy atolondrado, adormilado, pero algo escucho que me hace ponerme en guardia, como el espadachín de esgrima, con el florete apuntando al televisor. Ese algo es una gran explosión, como un gran estruendo, que rompe la monotonía de un discurso plano. Uno está tan tranquilo, tan acostumbrado a unos decibelios que en el momento que irrumpe un sonido más alto que otro, le sobresalta. En la pantalla, un sonido sordo, amplio, fuerte, como un trueno en tu misma habitación, como si hubiera caído justo al lado de ti, pero no, afortunadamente no cayó en tu salón, ni hay tormenta, afortunadamente es en la televisión, aunque ya me despertó, cachis, ya me robo el bonito sueño que me embriagaba. Mirad que interés en mi rostro. Mirad que rápido me espabilo. Los codos apoyados en la mesa, las manos en las sienes, mirando atento la retransmisión de la tele, ventana que nos acerca los últimos acontecimientos, las últimas guerras, el último partido de fútbol, las últimas gilipolleces que nos atontan. Mirad bien porque ahora me estremezco, ahora me horrorizo y trago saliva. La nuez me sube y me baja, aparto un segundo la mirada y miro la puerta de la cocina, solo un segundo, está cerrada, estoy solo en casa. Miro de nuevo la tele. Aparté la mirada pensando si de ese modo se acabaría lo que estaba saliendo en ella, lo que estaban diciendo en ella, pero lo siguen diciendo, aunque las palabras sobran cuando te bombardean con imágenes como esa. Sé que os preguntáis cuáles son esas imágenes y por qué no apago la televisión, si tanto me violentan, sería fácil, ya que el mando lo tengo al lado. Pero no lo hago. Mirad, mirad atentos, queridos amigos, hago el amago, muevo el brazo y poso mi mano sobre el mando, pero ahí se queda. No soy capaz de hacerlo. Quiero y no puedo. Quiero no creer. Quiero saber si lo que veo es verdad, si lo que veo no es parte de una película de ficción, de por ejemplo la película de asesinos que estaba viendo antes. Me pellizco, es increíble como la realidad puede superar la ficción. Me estremezco de nuevo, los ojos se me humedecen, es normal, es un proceso normal que a cualquier ser humano y civilizado y coherente, con un poquito de humanidad le sucede. Miren ustedes la televisión, la mía si quieren, o enciendan la suya propia. Observen entonces digo. Sintonicen cualquier canal y horrorícense conmigo. Escuchad el retumbar de la bomba y los proyectiles, los fusiles, la ráfaga de ametralladoras, los disparos de los AK-47, los kalashnikov rusos comprados en el mercado negro, los gemidos y gritos de horror. Vean la barbarie. Pongan todos sus sentidos en ella, miren como corren espantados los chicos a cualquier parte, como huyen del infierno. Porque lo que estáis viendo es el infierno. Un infierno en pleno Paris. Quién lo diría. Lo que suponías un parque de juegos, de divertimento, se transforma de repente en un infierno. Creías que en tu país, en tu ciudad, no existía el infierno y sin embargo ahora lo estás viendo conmigo, existe, es real. Los dos tenemos encendida la tele y lo vemos. Hay varios niños tirados en el suelo encima de un charco de sangre. Ahí tienes a uno, veámoslo, la sangre es suya, porque lleva rato ahí, tirado inerte, muerto, desangrándose porque le metieron no sé cuántas balas en el corazón que le arrancaron la vida, lo más preciado. El niño solo jugaba al fútbol, el chico no creía en el infierno, de hecho tampoco creía en el cielo ni en el paraíso, el niño solo jugaba al fútbol, repito. Lo hacía con sus amigos cuando el escuadrón de la muerte, armado con fusiles hasta los ojos y en nombre de Ala el impostor, apareció en el parque y lo arrasó. “Eran infieles. Bastardos. Mejor los matamos, no valen nada.” No viste como disparaban al segundo niño ya que te tapaste los ojos, pero no te preocupes, yo te lo cuento. Primero le pegaron una patada que lo tiro al suelo. Increíble como cayó. Como un saco de cemento. Gateó un poco, procurando zafarse del demonio, pero apareció un segundo terrorista que le pisó la cabeza, dios, le pisó la cabeza como si estuviera aplastando una colilla. La suela de la bota sobre su mejilla derecha, y de repente el cañón en su cuerpo, sobre su pecho, y el disparo, el ruido fatal. Y la nada. Ya la nada. Todo grabado desde un balcón. Alguien se asomó a la ventana alertado por los disparos. Alguien que en vez de esconderse debajo de la cama, cogió su cámara y se puso a grabarlo todo. Estamos en la civilización del espectáculo, del morbo, la era del gran hermano. Somos testigos directos. Miren. No es una película de guerra. Es la tele-realidad, pero no se preocupen, mañana ya se habrán olvidado. Mañana o pasado. Mañana iremos a buscar a nuestros hijos a la escuela, si es que tenemos, o irás al bar con los amigos, o a trabajar con tu horario de esclavo, y no te acordarás. No habrá pasado. Háganme caso, tranquilícense, respiren hondo, mañana todo habrá sido solo un mal sueño, una pesadilla. Total, estamos acostumbrados. Pero ahora lloren, por favor. Ahora ponte la bandera de Francia en el Facebook, je suis Francaes, ahora despotrica contra los musulmanes. Apiadados sean los bienaventurados. Pobres chicos franceses, europeos. Yo también lo pienso y lo siento. Duele. Pero te diré algo, ven, sentémonos aquí, al fuego, tranquilos ¿quieres algo de beber? ¿No? Yo me serviré un whisky con hielo ¿Recuerdas a Hamza, a Abu, a su primo Nasser, al resto de sus amigos en Raqqa? Estaban jugando al fútbol en un descampado, en un cementerio clandestino, asqueroso, en mitad de unas ruinas en medio de la nada. Los habíamos dejado allí. Hamza estaba a punto de rematar a gol. Era feliz, eran felices en ese momento. Habían conseguido una pelota de fútbol y jugaban. Jugaban al fútbol como lo hacían los chicos asesinados en Paris, solo que los chicos de Paris lo hacían en una pista de fútbol sala de verdad, y con porterías de verdad, y con un balón y equipaciones de verdad. Los niños de Paris eran de verdad. Son europeos y forman parte del espectáculo, del mundo civilizado, del primero, el de verdad, como si los demás no existieran, como si hubiera más de un mundo, el segundo y el tercero. Ellos están dentro de la pecera con nosotros. Una pecera en la que no hay tiburones, en la que no permitimos que entren pirañas ni monstruos. Nos conformamos con los nuestros. Haberlos hailos, por supuesto, pero los conocemos, son de la casa. Pero a veces ya saben, llueve porque el paraguas se rompe y mientras lo remplazamos claro, nos mojamos. Pues escúchenme, queridos amigos, compañeros de pecera, integrantes del primer mundo, los ocho chavales de Raqqa, en Siria, fueron aniquilados por una bomba caída del cielo. Del cielo no, no te engañes. De aviones supersónicos que en vez de llevar mensajes como las palomas mensajeras, llevaban bombas. Hamza no llegó a rematar a gol. Hamza voló por los aires y fue a parar al cementerio que hacía de graderío. No lo busques, no lo intentes. Es inútil. No te lo dirán. No lo encontrarás. No lo verás. Están fuera de la pecera. Pedacitos de Hamza se mezclarán con trocitos de Abu y con fragmentos de Nasser. Quizás un brazo se desgarró y fue a caer cien metros más allá, a lo lejos, y quedó señalando la portería, el muro del que a pesar de las bombas aún resiste a la insensatez humana, no todo, ya no tiene ventanas, pero aún se mantiene erguido con una especie de terquedad y dignidad sobrehumanas, divina. El muro de los chicos de Raqqa. El muro al que nunca llegó a rematar Hamza, la portería a la que nunca remató nadie, la meta que quedará huérfana de niños jugando a su alrededor, porque una vez más ganó el poder y la vergüenza, el hombre incivilizado, el que se cree civilizado, el hipócrita con doble rasero. En Occidente soy democrático, pero en Oriente y África soy interesado. Asco.



“Las declaraciones del principio del texto, son de un joven árabe de Raqqa, el cual, como es lógico, tiene miedo de vivir en semejante situación, y desea huir. Alejarse del infierno en el que vive tanto él como su familia y arriesgarse a que lo maten en otro lado, en busca de la paz que allí no tiene, total, el infierno se encuentra por todos sitios, el infierno convive con nosotros, somos nosotros y ellos, y en cualquier momento te puedes cruzar con él.”

martes, 22 de septiembre de 2015

Perseidas


¡Qué fácil es verte!, basta cerrar los ojos, o ni siquiera cerrarlos, solo pensar en ti. Te me apareces tan real como si estuvieras a mi lado, siempre a mi lado, rozándome con tu piel, tocándome con tus manos, aferrada a mi brazo como babosa a la roca. Basta cerrarlos digo y te veo, hembra única a la que me entrego con pasión, con lujuria, hembra mil veces inventada, tan cálida y sensual que consigue aturdirme, hembra que enciende mis sentidos, molde que encaja como pieza de puzle. Eres tan yo, tan mí mismo que te disuelves en mí, por todo mí ser, te propagas sin piedad por mis entrañas, las recorres como el huésped que ocupa la casa ajena, deshacerte como bola de algodón, azucarillo en la taza de café, diluida en mis sueños, en mi vida porque existes, andas sin saber que me buscas pero buscándome, tú también, soñándome tú también, soñando que te sueño, que te busco, ¿vivo?, en mí. Relámpago, rayo, trueno, la tormenta que se avecina, primero un viento entrecortado, a ráfagas, unas gotas dispersas, chispea, el preludio, ya sintiéndote, la lluvia que comienza, cada vez más intensa, mar bravío, antes en calma, enarbolado por ti, por ti que te pienso, que me piensas, los dos inmersos en una sinfonía perfecta, armoniosa, pensándonos ya juntos, aunque tan lejos, o tan cerca, ¿dónde? Eres mi Dalila, mi Eva, mi Dulcinea. Yo tuyo ya, ¿no lo ves? Te deshaces de mi abrazo y echas a correr, tus pasos alejándose de mí, dulce composición aunque dolorosa, tus piernas, dos columnas de porcelana, de alabastro, dos tallos de la flor más bella. No te alejes, ven. Mírame. Yo soy tú. Me miras con mis ojos y te ves en ellos, espejo infinito, mis pupilas encendidas reflejándote, hasta en mis retinas te me introduces, que digo en mis retinas, en mi cabeza, mis neuronas, tuyas, tan bella, imposible no amarte. Aún recuerdo cuando te vi, la primera vez, solo  un destello, un esbozo en mis sueños, en mi vida, me desperté sobresaltado, sudaba, tus ojos, dos zafiros azules, dos fogonazos luminosos, dos luciérnagas en la noche. Te vi la tarde anterior, ahora lo recuerdo, descendías por una cuesta, nos cruzamos, segundos, tu mirada el absoluto, el todo, lo único que vi, como el sol, me cegaron tus ojos. A partir de entonces, soñarte, crear un cuerpo de la nada, del todo. No vi más que eso. Tu burka me lo impedía, eclipse lunar. Mejor así, el deseo asomando por la rendija, ventana suprema, el paraíso, balcón por el que ahora trepo. Me viste, pasaste como estrella fugaz, perseidas en la noche. En mí el volcán. La inminente erupción, latente, quemándome por dentro, bullendo como lava recién nacida, magma incandescente, otra vez, es la vida, es el amor y el dolor, los sentimientos. Venid a mí. Estoy vivo. Pedí un deseo; volver a verte, volver a verte, volver a verte…el Todo, mi Todo, Tú.

miércoles, 16 de septiembre de 2015

Libertad


¡La libertad está en el interior de cada uno! El canto de los pajarillos resonaba en los muros, rebotaba como eco en una montaña, la sinfonía evocaba otros escenarios, otros tiempos, otras historias vividas, evocaba un bosque florido, y un arroyo plateado y el rumor de una pequeña cascada, y el zumbar de unos insectos, la calidez de una brisa, el temblar de las hojas de los árboles, altos y frondosos, apuntando un cielo azul como el océano al mediodía, sin nubes perturbadoras, sin viento, cielo limpio de estorbos, algún vuelo de unas águilas en círculo, como rito tribal, acechando su presa, un pequeño conejo que se esconde, que da saltitos hasta su madriguera, pero no la encuentra y se mueve casi sin rumbo, sin encontrar su agujero. Perseguido sin sospecharlo o si, ciclo de la vida ¿qué vida?, parte de un engranaje caótico, imperfecto pero seguro, o perfecto, es lo mismo, la vida, júbilo que pasa tan fugaz como un abrir y cerrar de ojos, inexplicable para el hombre que se lo pregunta, ¡cuán felices si no pensáramos, si no divagáramos con nuestra filosofía, con nuestros platones y Aristóteles y todos los ilustres pensadores. Pensar ¿para qué? La rata no piensa, el conejo corre y come, y salta y huye del águila o del zorro, sin pensar. El canto venía de fuera, cruzaba la ventanita, pequeña apertura crucificada de barrotes, e inundaba la celda con su melodía de salón. Ópera de cámara, resurgir de cantares, renacimiento de otras mañanas. Al prisionero le recordaba a los despertares en el campo, a la ventana abierta por donde penetraban los rayos de sol como espadas afiladas, puntuales, los primeros que le acariciaban la cara, le calentaban el cuerpo, las sábanas, le recorrían el cuerpo como caricias de mujer, de su mamá que lo llamaba para desayunar. Ya el piar de los pájaros sonando, melodía sublime para el entonces niño, se quedaba remoloneando en la cama, despierto, solamente escuchando, empapándose de los sonidos que poco a poco lo despertaban, los pájaros, el sonido de la cafetera, su mamá llamándole…en la celda ahora el mismo sonido, trompetas del ayer, ¿encerrado? Recordaba las carreras hasta el arroyo, el frescor de la hierba al rozarle las pantorrillas desnudas, las salpicaduras de esa agua fría al pisotear la orilla, ¡cómo disfrutaba! ¡Cómo disfruta ahora, recordándolo en la celda, viviéndolo en la celda! Casi podía volar, ¿había volado de verdad? Ahora sí, ahora caminaba sobre el agua, sobre el arroyo que se le extendía como alfombra roja, pasarela que lo elevaba, que lo llevaba lejos, sus pies de repente no tocan el arroyo, flota en el aire, vuela como un ave poderosa, ¿ave fénix? Resurgido de sus cenizas, de la celda que lo mantiene preso, ¿encerrado? Para ti que lo ves a través de los barrotes puede que sí. Para él, místico renovado, no. Él es libre y está lejos de allí. Está volando, y es feliz. La inscripción lo ponía claro; “la libertad está en el interior de cada uno”.

sábado, 12 de septiembre de 2015

Ella

La chica que entra al cafetín. Viste pantalones vaqueros, camiseta negra, ajustada, sin mangas, desenfadada pero elegante. Hermosa. Hay mujeres tan elegantes, con un aura tan seductor, que no necesitan disfrazarse, simplemente son elegantes. Esta tan seductora como Afrodita, tan sensual como Cleopatra, tan bella y natural como el busto de Nefertiti. Ojos de pantera que penetran en el local y lo enciende. Faro que alumbra y guía las voluntades masculinas. El chico que gira la cabeza, que mira sus ojos y la sigue mientras ella, poderosa pantera negra, temible morena que muerde, se aposta en una silla, cerca de la barra, cerca del chico, epicentro del terremoto, sirena sin quererlo, sirena sabiéndolo, y se queda embobado, quizás soñando que le dirá o que no le dirá, porque ella tan diosa que paraliza a quien la mira. Él que baja la mirada, batalla perdida contra las olas y naufraga, se aferra al bote frágil, al madero que lo mantiene en vida. Respirará hondo, ya con el veneno inoculado, con el suero recorriéndole sus venas, su cuerpo entero vibrando y en éxtasis por culpa de la depredadora, del macho alfa, el verdadero, de la mujer con vaqueros que ahora sonríe por lo bajo. Se ha dado cuenta, cuatro víctimas, el camarero de antes, ya suyo, ya marioneta que le sirve la cerveza automáticamente, como animal domesticado, sus ojos encendidos al verla entrar, su sonrisa bobalicona, tan entregado que a Ella le hace gracia, tan tierno que se estremece, es poderosa, bebe en un vaso de copa sabiéndose reina del baile, cisne entre patitos feos, blancanieves rodeada de sus siete enanitos. El chico mirando de soslayo, procurando ver sin ser visto, sin que se le note el azoramiento pero ya inútil, la reina tiene un nuevo acólito, un nuevo escriba para su séquito. Se levanta sabiéndolo ya, mirando a su presa que aparta la mirada temeroso, tímido, esa noche soñará con ella, su nueva ninfa, su Antígona, su Penélope, soñará con Ella mientras Ella estará tumbada en su cama, escoltada por dos de sus amantes que se turnarán para adorarla, ella desnuda, abierta como flor en primavera, tan tranquila y silenciosa que parecerá que duerme o que muere, pero en una muerte lenta, plácida, de esas que llegan como susurro o caricia tibia, manto de seda, brisa marina que te arropa. Él soñando con Ella, Ella soñando con él porque todos él, todos la adoran.

lunes, 22 de junio de 2015

Foto


         Y de repente te encuentras mirando una foto en blanco y negro. El salón donde te encuentras está abarrotado, es medio día y el sol brilla en lo alto penetrando a través de la ventana cubierta por unas cortinas que parecieran un camisón de seda holgado que te cayera hasta los pies. Es año nuevo, de hecho es el primer día de un nuevo año, el dos mil quince. Estás sentado al calor de un brasero eléctrico entre dos familiares, tu prima y tu tía, la hermana de tu madre. Al fondo más vidas y más movimiento. Ellos no paran de hablar, de gritar, de contar las anécdotas que se cuentan en estas reuniones de comida y bebidas y risas dónde pareciera que la felicidad se hubiera perpetuado para siempre. Ya has comido y te has saciado de los diversos platos que tu otra tía, la anfitriona, te ha colocado debajo de las narices y de los que has tenido que elogiar por deferencia y porque eres muy cumplido. Los hijos de los hijos de tus tías, de las dos, corretean por toda la casa sin parar, con las ganas y los nervios que sólo se tienen cuando se es pequeño y lo de permanecer sentado entorno a una mesa nos parece muy aburrido y muy absurdo. En total somos quince. Tu hermano se ha quedado en casa durmiendo la mona. La noche anterior fue muy dura. Las uvas, esas doce que delimitan un año de otro, exigían fiesta y este se la dio. Ahora estás mirando fijamente el centro de la mesa camilla dónde permaneces sentado. Lo miras como absorto sin mover un músculo. Ves una pequeña cajita de hojalata rectangular. Has sido tú quien ha ido a buscarla a otra habitación y la has colocado ahí. Sabías que podría haber dentro. Tu tía te lo había insinuado antes. Te lo había dicho. Te lo había ordenado. Ve a la habitación y tráete la caja con las fotos. ¿Qué fotos? Una tras otra irán cayendo todas las fotos frente a mí, pensarás. Las veré muy pronto. Me sentaré cómodamente en el sillón y estaré pendiente. Ahora una lluvia, un torrente de fotografías antiguas cae frente a tus ojos. Un baile vetusto y nostálgico que coges con tus manos, que ves con tus ojos pero que no reconoces. Te cuesta ubicar esas fotos en el tiempo, en el espacio, como una baraja de cartas pronto te abultan en las manos. Son personas anónimas al primer golpe de vista, pero tremendamente familiares después, a los pocos segundos cuando tu tía canta, ese es Manolo, esa es la abuela, ese es tal y ese es cual. De repente comienzas a ver. Como el invidente que de un momento a otro recupera la vista, identificas rasgos, miradas, rostros medio siglo más jóvenes que te miran desde ese papel duro y firme que ha esperado todo ese tiempo para que lo cogieras ahora. La voz de tu madre atraviesa la sala y predomina en ella. La oyes lejana, como amortiguada por una densa niebla que ocupara el salón. Se cruza con la de tu primo. Cuentan chistes o dicen tonterías que no son tan tonterías, porque nada de lo que digan o puedan decir lo es. Se ríen. Y de repente te encuentras mirando una foto en blanco y negro. Las voces, tus tías, tus tíos, tus primos, todos desaparecen. Todos se han levantado, han abierto la puerta y se han ido dejándote sólo con la foto. Una niña risueña, pizpireta, mofletuda, diríamos que pícara, traviesa en definitiva, aparece sentada sobre una mesita con mantel de cuadros. Su pierna derecha cruzada sobre la izquierda deja al descubierto sus piernas desnudas al levantársele el vestido blanco y de tirantes que lleva. Muy chica yeyé. El muñeco que sujeta con la mano izquierda, elevándolo, colocado a la altura de su cara, parece una mera marioneta en sí, a merced de las travesuras de la niña. Le presiona la nariz con el dedo índice de la mano derecha. Se burla de él o se ríe con él o de él. Se la ve feliz. Morena. Con el pelo liso, el flequillo recto y largo, por encima de las cejas, a la moda de la época, dejando asomar sólo un poco la frente. Una coleta se insinúa detrás recogiendo su pelo. Los ojos cerrados, como dos líneas pintadas de negro, rectas y simpáticas, dos ranuritas pequeñas que se describen como consecuencia de su sonrisa, la cual podría iluminar una cueva oscura, de hecho ilumina la foto, tan de tonalidades grises, tan blanca y negra. Es el centro de gravedad de la fotografía. Es el foco al que todos miraron, miran y mirarán cuando se asoman a ella, como un diamante que brillara en la negrura de un pozo. Los diminutos dientes y su pequeña nariz armonizan y completan su redonda cara, su precioso rostro. Ves más allá, más profundo. Ves en ella tu risa que ya has visto tantas veces y en tantos sitios. Sin duda esa niña es tu madre. Lo piensas mientras contemplas sorprendido ese pliegue, esa arruga que baja desde la nariz a la comisura de los labios levantándole los mofletes. Esa característica es tuya. Esa forma de reír es tuya. Tuya y de ella. De repente la reconoces en la foto. Giras la cabeza y allí está, la misma risa, el mismo ánimo, la misma persona, tu madre en el salón, que entonces, cuando alguien, quizás su padre, quizás su tío, le hizo la foto en esos años sesenta ya pasados en los que aún no sabía que iba a tener un hijo y después otro, que se iba a casar y ser feliz de ese modo. En ese momento te la imaginas despreocupada, jugando con aquel muñeco con el que ya ningún niño juega, aquel muñeco sepultado, enterrado y sustituido por otros muñecos y otros juegos más modernos, y entonces es cuando piensas que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero que aquí estamos, vivitos y coleando. La máquina del tiempo no se para. La máquina del tiempo arrasa con todo, se ríe de todos aunque alguien logre de cuando en cuando arrancarle una pequeña mueca. Un diminuto resquicio de luz en una persiana bajada. Las fotografías son eso. Pequeños resquicios de luz por donde nos asomamos al pasado, ventanas abiertas a nuestro yo del pasado. Uno queda atrapado en ellas. Atrapado en otro tiempo y en otra época. Inmóvil, quieto, con la expresión que tengas en el preciso momento que otro alguien presione un botón en una máquina fotográfica. Han pasado más de cincuenta años y aquella niña risueña enmarcada en una cartulina de diez por cinco centímetros ha sobrevivido a todo ese tiempo como quien sobrevive en un campo de concentración, en una cárcel en la que el paso del tiempo no es paso ni es nada porque todos los días y todas las horas y todos los lugares y espacios son siempre los mismos. Ha sobrevivido, quizás encerrada en un cajón al fondo, perdida de todo y de todos todo este tiempo hasta que alguien las encontró y como un héroe las rescató a todas para deleite tuyo y añoranza de ella misma, cuando después, más tarde la coja y exclame, ¡Esa soy yo!, delante de todos en el salón, mientras por dentro quizás esté pensando en lo cruel del tiempo y la maquinaria de la nostalgia y el romanticismo se le ponga a funcionar y se emocione por dentro disimulando para que nadie se entere, para que nadie de la sala se entere, para que sea su secreto, para que quede como algo íntimo que nadie descubra de ella, pero que estará ahí, como el aire que respiramos y nadie ve. Mientras piensas todo eso, allí estás, frente a tu madre que aún no sabe que será tu madre, frente a una niña que podría ser cualquier niña pero que no lo es, no es cualquiera, es aquella que te sacó de sus entrañas y que quizás ya entonces llevaba algo tuyo dentro, aunque sin duda ella entonces no lo sabía. Entonces era sólo una niña jugando con su muñeco.

 

miércoles, 17 de junio de 2015

Imposible

Imposible ser dos cuando somos uno. Imposible no verte cuando no estás. Imposible dejar de saborearte y olerte y tocarte cuando somos uno solo. Tú en mí y el recuerdo de tu mirada, de la mía, los dos mirándonos sabiendo ya. Imposible no hablarte porque siempre me escuchas, siempre atenta a mis palabras y yo a las tuyas. Tú me hablas también. Te oigo susurrarme cuando me acurruco en la almohada, cuando me acuesto entre tinieblas en mi cuartito que es tan tuyo como mío, el nuestro. Me besas detrás del cuello, en la nuca y yo te dibujo en mis sueños, en mis recuerdos, te siento allí, tendida y abrazándome como antes hacías y ahora haces. Yo no giro la cabeza, no me muevo, ni siquiera abro los ojos, solo te siento allí, tus líneas tan perfectas, tan hondas, tus líneas que un día recorrí con mis dedos, como recorriendo una fresa madura y ahora abrazo porque tan a gusto. Imposible no quererte desde tus manos, desde tu boca, tus labios, tu cuerpo. Imposible ser dos cuando somos uno, y me despierto y me quedo mirándote aún dormida, aún en tu sueño que es el mío también porque uno, en el que quizás estés despierta y me miras igual que yo te miro a ti en el mío, en el tuyo, en el de los dos porque imposible ser dos cuando somos uno.

viernes, 12 de junio de 2015

Whisky


Un whisky solo, sin agua, con tres hielos. Esa bebida una y otra vez, un día tras otro, pedida con el simple gesto de dirigir su mirada, tan profunda y cansada, ojerosa, al camarero que ya lo conocía de tantos días consecutivos, de tantas noches acodado a la barra del bar bebiendo solo y pensando en ella, siempre en ella y hablar de ella y callarse y pronunciar su nombre como balbuceando, como a regaña dientes, como con miedo de y si me escucharan, pero ya todos lo sabían, todos la conocían, ella, tan lejos y tan presente. Solo entrar por la puerta del bar y el camarero comenzaba a preparar lo que ya sabía que no le iba a pedir, pero  si sabía que quería, su whisky solo sin agua, con tres hielos. Después del trabajo no tenía a donde ir, ¿meterse en su casa, en ese cubículo que lo corrompía más aún, que lo carcomía, que lo destrozaba por dentro? Las paredes en esa casa, en sus circunstancias, se nos vendrían encima, por grande y amplia que sea su casa estamos seguros que las paredes se moverían, cediendo a los deseos de autodestrucción de su inquilino y como digo, irían aproximándose entre ellas, las paredes, hasta que casi podría uno tocarlas con ambas manos a la vez, simplemente con poner los brazos estirados en cruz. El techo en este caso también juega un papel importante. Iría cediendo pero más lento, como con burla, muy sibilinamente, casi de forma imperceptible para casi aplastarnos al cabo de un buen rato. Quizás uno se hubiera quedado dormido y al despertarse tendría el techo a dos palmos de las narices y las paredes a uno y no le quedaría otra que gritar o volver a dormirse, pero esta vez para siempre o no. El caso que nuestro chico, no iba a casa después del trabajo. Iba al bar donde le servían tan escrupulosamente su whisky y donde además cerraban tarde dejándolo a uno tranquilo. Así desde aquel momento, desde justo el día siguiente al suceso, a las circunstancias que lo cambiaron todo. Él que tenía su vida planificada, sus horarios estructurados, su rutina tan mecánica, tan seguro de todo y mira, todo al garete, todo se desmorona en un instante, todo sucumbe y sobrepasa nuestras expectativas. No hay un mañana. Hay un hoy, si me apuras un ahora. Pero para él claro que existía un mañana, lo tenía muy bien aprendido, se lo habían enseñado desde pequeño. Siempre tan correcto, tan formal, tan puntual y meticuloso. Se sacó la carrera a la primera. Conoció a la que sería su mujer a la primera también. Obtuvo su trabajo en el bufete a la primera, desde luego. Todo a la primera. Todo tan rodado, tan perfecto, tan luna de miel que asustaba. Era muy de comida a las tres y corre que me voy que a las cuatro y media tengo reunión. Era muy de horarios, muy de reloj de pulsera. Decimos era porque parece que en los sucesivos días al hecho traumático en cuestión, el cual aún ignoramos, nuestro hombre rompió con todo, y sobre todo rompió con su plan de ruta, con las cartas de navegación que llevaba siempre consigo. Los derroteros lo habían traicionado. Y es que un derrotero no deja de ser un derrotero, un viaje peligroso que hay que tomar y que nos puede sorprender, para bien o para mal. No es cuestión aquí de mencionar grandes marinos pero digamos Ulises, digamos Ahab, digamos Colón. Todos ellos obsesionados, todos ellos buscando, todos ellos ansiando un deseo capaz de destruirlos. Una obsesión. ¿Y que es la vida sino un derrotero? Nuestro hombre, llamémosle Quique por ejemplo, (desconozco su verdadero nombre, aunque el lector aquí puede desde luego nombrarle como más guste o apetezca), nuestro hombre decía, lo tenía todo, o creía tenerlo todo y se quedó sin nada, o pensó que se quedó sin nada. En ese caso, en el que la cabeza se te nubla, en el que tus movimientos físicos parecen sacados de una película en cámara lenta o directamente de una película del espacio, comienzas a pensar. Y pensar en semejantes condiciones es muy peligroso. Acostumbrado como estaba a su plan de vida cuadriculado, a su mujer, esa dulce y encantadora chica que lo esperaba todas las noches en casa, vestida siempre tan sensual, tan para él, para su marido porque sabía que le gustaba así, que le gustaba que lo recibiera así, le abría la puerta y en braguitas y sujetador, la mayoría de las veces, cuanto más con una camiseta suya encima, de él, amplia, tan grande que por las mangas se le insinuaban los pechos, sus pechos que tantas veces y que tanto gustaba de besarlos, de succionarlos, acariciarlos porque su mujer, tan sensual, tan suya, tan para siempre. Y ahora ya no. Ahora bar y whisky. Ahora soledad y miedo. ¿Ahora quién lo esperaba después del trabajo? ¿Quién le abría la puerta tan para él?, porque él tenía sus llaves pero no abría, llamaba para que ella le abriera y verla, y besarla lo primero y después la cena que se enfría, y quizás champan o vino tinto y jazz, el amor. Con el cuarto whisky estas imágenes le bailaban en la cabeza. Ya llevaban deslizándose un buen rato, de hecho siempre estaban ahí, su mujer, su piso, sus discos de jazz y el portal, escurriéndose por su mente, casi sin permiso, quien lo necesita cuando eres tú, todo eres tú, tus miedos, tus nostalgias, tus pensamientos, todo eres tú y te engloba, eres todo eso y tus sentimientos. Y eres todas esas imágenes que ahora te bailan en la cabeza porque un día…El portal donde la conociste, tantas veces te cruzabas con ella que al final, al cabo de muchos holas, de muchos buenos días, la acabaste por conocer, por ir formándote una imagen de ella, tan siempre igual pero distinto. Esa primera sonrisa, esa es la que ve él ahora que sorbe el whisky, el poco whisky que le queda, tengo que pedir otro, el camarero ya lo sabe, ya me lo trae, esa sonrisa, tan de niña inocente, limpia, sincera, no carcajada, sólo una leve mueca, suficiente para engatusarme, un día tras otro hasta que le pides salir ya que tienes una fiesta y hombre, si te gustaría acompañarme, sería un placer para mí. Y empiezas a salir con ella, y cada vez te gusta más, y a ella le gustas tú porque mira que chico tan responsable y que atento, pero que guapo. Y pasan los meses, los años, y te quieres casar conmigo, como no me voy a querer casar contigo tonto, y todos se ríen y os felicitan y te vitorean porque estás de rodillas delante de todos en la cena de nochebuena con toda su familia delante, y tú pidiéndole matrimonio con la cara roja de la vergüenza. Esos recuerdos que te martillean la cabeza y que no puedes evitar. El camarero ya te ha servido el quinto whisky y te ofrece una servilleta. Estás llorando con el rostro caído, sombrío, triste, con los codos apoyados en la barra sujetándote la cabeza. Todo es tan caótico, tan impredecible, tomamos por seguras tantas cosas que no son, que da miedo, que asusta pensar que nada es para siempre, que todo pende de un hilo que se puede romper en cualquier momento, que poco depende de ti pero sin embargo. Sin embargo miramos tan adelante, tan seguros de donde pisamos que nos sorprendemos cuando el suelo está resbaladizo, cuando ha llovido, cuando ha tronado y el firme se embarra, se ensucia y nos manchamos. Nosotros que somos tan limpios, que no podemos, que no osamos mancharnos, tan impolutos que cualquier imprevisto nos desequilibra. Un día llegaste del trabajo y llamaste como siempre hacías, como le gustaba hacer a Quique, y no le abrieron. Llamó una segunda vez. Esperó. Estará en la ducha o en la terraza, lo mismo no oyó el timbre. Tercera vez. Recuerdas entonces que pasaron cinco minutos, diez y no abrían aún. Te llevas el vaso a la boca, tragas una buena cantidad de whisky que te hace arder la garganta. Te comenzaste a impacientar. Nunca te había pasado, si por lo menos tuvieras tus llaves, pero ese día no te las llevaste, tan convencido de que te abrirían la puerta y hola cariño. Maldita sea. Aporrearás la puerta entonces, darás vueltas sobre ti mismo, comenzarás a ponerte nervioso. ¿Habrá ido a comprar? Imposible, todos los comercios ya han cerrado. Una sombra de sospecha te comenzará a nublar la vista. Tranquilo. Respira. Recuerdas como lo hiciste, imagina lector, que tú eres Quique, sacaste el móvil y después de haberte calmado, te sentaste en las escaleras, sereno aún, marcando el número de tu mujer, escuchando los tonos tan profundos, tan largos y ninguna respuesta. Una segunda llamada porque y si en el bolso, y si conduciendo. De nuevo los tonos, cuarto, cinco…Una voz de hombre te responde, “Hola, ¿es usted el marido de Violeta? Soy el Doctor X y su mujer está hospitalizada, etc.” Y tu vida que se desmorona, que se desparrama como una montaña de naipes que se mantenía en pie gracias a un precario equilibrio como el de tu vida, como el de mi vida y la vida de Quique. Un equilibrio que suponemos firme pero que se tambalea, se cae,  como esas chabolas arrasadas por el viento o el agua, tan expuestas a todo, tan frágiles.  Fuiste corriendo al hospital. Ibas pensando en que le habrá pasado,  lo mismo no será nada pero ese tono, no te dijeron nada, no te tranquilizaron mucho, solo vente en seguida que aquí la tenemos. Te hablaban como si tu mujer fuera un paquete, un ser ya inerte que simplemente esperan que se lleven ya porque molesta y necesitan la cama para otro. Mercancía. No, lo mismo no es nada, lo que pasa es que soy un tremendista, siempre nos vamos a lo peor, a lo más trágico, a lo más grave, siempre nos ponemos en lo peor porque qué se yo. ¿Una pulsión sadomasoquista? El miedo que nos atenaza, el miedo a perderlo todo, a perder lo que creemos tan inmutable, tan nuestro que no puede ser que desaparezca de un minuto al siguiente. Todos los días iguales, levantarse temprano, ir a trabajar, volver a casa para comer, irte de nuevo al trabajo y volver al hogar donde te espera tu mujer. Un día tras otro. La vida de Quique tan regulada, tan predecible y las llaves que se le olvidaron ese día. Ella había salido de casa dispuesta a llevárselas a su trabajo. Lo intuyó cuando entró desesperado en el hospital, subiendo los peldaños de dos en dos, recorriendo con la vista, como un loco los rótulos donde indicaban los diferentes servicios. “Uci”, aquí es…Una señora mayor, vestida con un pijama blanco, con aires de llevar muchas horas de servicio, sin duda la enfermera, le dijo que la siguiera. Nadie hablaba, todos estaban sumidos en un silencio atroz, un silencio que nadie se atrevía a romper, un silencio pactado sin necesidad de palabras. ¿Qué decir en ese momento? Las palabras sobran. Estaba en el lugar donde las dignidades se pierden, donde todos deambulan disfrazados, escondidos tras aquellas máscaras, esos gorros, pijamas horribles que despersonalizan a cualquiera. Hasta a él le habían hecho ponerse una mascarilla, unos horribles patucos que al principio no atinaba a colocarse bien, (estaba nervioso, impaciente) y un gorro como los que se ponía Violeta cuando se metía en la ducha y no quería mojarse la cabeza. Se sentía ridículo. Ridículo y destrozado. Ahora también se sentía ridículo y destrozado bebiendo un vaso tras otro de whisky, solo, con la compañía del camarero que escuchaba, que veía, que simplemente estaba atento a él y le ofrecía su compañía. Hay que saber acompañar, no es fácil y no todos saben. El camarero sabía. No hablaba, escuchaba. Asentía o negaba con la cabeza y le ofrecía su atención cuando este la requería. Era tarde ya, el último cliente se había ido hacía rato y Quique continuaba allí, en la barra, acodado, en la misma disposición que el día anterior y el anterior y el anterior. Cualquiera que quisiera encontrar a nuestro protagonista esos días sólo tenía que dirigirse al bar a la misma hora y allí lo encontraría. Violeta estaba tendida, recordaba Quique, visualizaba Quique, tantas veces, a todas horas, envuelta en una maraña de cables, lívida, desfigurada por un tubo que penetraba en su boca como un puñal clavado hasta el fondo, completamente desnuda, expuesta como si de un animal enjaulado se tratara, totalmente dependiente de todos esos cables y tubos. Los ojos cerrados, las fosas nasales dilatadas, los brazos extendidos y atados a los laterales de la cama y el pitido y los ruidos de las máquinas que a ambos lados rompían el silencio que reinaba en esos momentos allí, en el box número cuatro. Dulce Violeta, tan sensual, tan graciosa, tan amiga, tan amante y mírate ahora, quizás luchando ¿contra qué?, la vida, la muerte. Le explicaste al camarero como viste tus llaves en su bolso, como te sorprendiste al verlas allí, no deberían haber estado allí, después de que te dieron sus pertenencias, su bolso y su cartera, la cual habían sacado para coger sus datos, las viste allí dentro. Te dijeron que tuvo un accidente con su coche, que una bicicleta se cruzó en su camino y tu mujer dio por lo visto, según testigos, un volantazo para evitarlo, para salvarle la vida a él, al ciclista que se quedó mirando, temblándole las piernas, casi sin poder tenerse en pie, boquiabierto y absorto. El coche volcó, dio cinco o seis vueltas sobre sí mismo y fue a parar contra un muro de contención. No lo creías creer, mientras te lo contaban mirabas los ojos de Violeta, sus párpados, su expresión anodina la cual podría ser la expresión de cualquiera, de una momia, de un muñeco, cuando nos quitan la voluntad, la conciencia, ¿qué nos queda?. Allí estaba Quique, con sus ojos llorosos, con sus ojeras y su mal cuerpo, había perdido seis kilos en tan solo dos semanas, mirando los ojos del camarero que confundía con los de ella, que hacía tan sólo dos semanas eran los de ella y ahora eran los del camarero y él tan destrozado. Las llaves,  si hubiera tenido mis llaves pero no, no las tenía y a lo mejor si…mejor ni pensarlo, esas cosas nunca se saben, no las controlamos, pensaba Quique mientras el camarero le servía su sexto whisky solo, sin agua, con tres hielos.