"Nadie
sabe que eres el azote de tu propia sangre,
de los muertos bajo la
tierra y de los vivos aquí arriba,
y el doble trallazo de la
maldición de tu padre
y de tu madre, te arrojarán de este mundo."
Sófloques.
Si
te encontraras echado sobre una barca muy precaria y pequeña, diminuta, estando
tumbado boca arriba, inerte y exhausto, sin fuerzas siquiera para abrir los
ojos y observar el paisaje que te rodea, a ti y a Caronte, el sempiterno
barquero de Hades, verdugo el cual te transportaría al inframundo navegando infatigable
y puntual a través de las aguas del rio Aqueronte, te encontrarías muerto, y no
podrías escaparte. No podrías hacer nada. No creo que haya algo peor, algo más
aterrador que tener la noción de que te estás muriendo, o directamente que
estás muerto, y no puedes hacer nada. O sí. Verte a ti mismo desde fuera,
autoscopia lo llaman. Y así precisamente estaría nuestro personaje, desdoblado,
interrogándose del por qué se ve así mismo, en aquel esquife en mitad del rio,
antesala del infierno, puerta maldita donde quedaría atrapado para siempre,
quiera decir para siempre lo que queramos, la eternidad por ejemplo. Aunque la
eternidad pueda durar solo un segundo o un beso o mil años. Escojan ustedes.
Angustiado, nadie le vería ni nadie le escucharía. Sus gritos de terror serían
inútiles, los aullidos, exhalados desde lo más profundo de su estómago, no producirían
más vibración que la pluma que flota en el aire. Pasarían desapercibidos. Sería
un fantasma, una sombra en la noche, en la oscuridad más absoluta, y estaría
perdido. ¿Por qué yo? se diría. Yo no puedo ser, yo soy yo y estoy aquí, ¿pero
entonces quién? ¿Un sueño, quizás? Alcanzarían la orilla opuesta, donde
mientras el bravo oleaje rompería con fuerza sobre el bote, observarías como te
levantan, y en volandas, como si no pesarás nada, Caronte te transportaría cual
fardo del montón. Porque efectivamente serías del montón. Uno cualquiera. Un
chico joven, el cual falleció por tomar una mala decisión, aunque entonces no
podías saberlo, lo ignorabas. Verías seguido al guardián de la puerta, Cerbero,
el perro de Hades. Lo verías menearse de un lado para otro, lo verías ladrar y
olfatearte con sus tres hocicos, y enroscar su rabo en forma de serpiente. Te estaría
saludando, recibiendo. Pobre de ti, tan indefenso. Ya tus ojos permanecerían
abiertos, tan grandes como platos, inyectados en una sangre putrefacta,
mientras te adentrarían en el submundo, en el averno. Reino de Hades, como Zeus
del cielo o Poseidón del mar, castigado a vagar entre el fuego y la sombra y la
miseria, mucha miseria. Proscrito como estarías, te verías a ti mismo y no
harías nada. Imposible por otro lado. Película de miedo. Verías figuras
abyectas y desfiguradas rodearte, cargadas con ese halito de repugnancia que
emana de las alcantarillas, verías a la prole de acólitos desgraciados que no
harían más que vagar por el infierno sin pararse a pensar ni a descansar. Solo
espectros. ¿Quieres ser uno de ellos? Cuidado, uno te pasó por el lado. Tenía
la mirada del loco, del alienado, del piantado que pese a mirarte no te mira,
porque está mirando hacia adentro, hacia adentro o al infinito, es lo mismo.
Ahí te ves, Cerbero te dejó en medio de esa pocilga inmunda y sucia. Corre, ve
en su auxilio, en tu auxilio, en el tuyo propio porque eres tú mismo. Ve,
ábrete camino entre esos desgraciados y llévatelo. Sácalo de ahí, corre. Verías
que por mucho que lo intentaras, no podrías. Tus brazos no encontrarían
resistencia, tus manos danzarían entorno al aire nauseabundo que tampoco
respirarías, y no llegarías a cogerlo. Estás muerto o soñando, o en medio de
una pesadilla, y no te queda otra cosa que resignarte. O despertarte.
Como
si de una cuadriga se tratara, te verás tirado por diferentes cuerdas y tensiones.
Tú, simple mortal atormentado vives a remolque de todas ellas, en un frágil y
tentador equilibrio, al filo del acantilado, al borde del abismo que nos atrae
como nos atrae escuchar el canto de las sirenas. Vértigo no es más que
atracción a lo desconocido. Y desconocido son para ti los infinitos seres que
habitan en ti, y que mantienes encerrados. Los retienes con la esperanza de que
no se escapen y tomen el mando. En eso consiste tu existencia, en no perder el
equilibrio. Si una cuerda tira de ti hacia la izquierda, la de la derecha debe
hacerlo de igual modo y fuerza, o te verás arrastrado, desequilibrado, náufrago
de una fuerza mayor que tú mismo. Vales lo que consigas aguantar los tirones.
El destino es caprichoso y tú no lo controlas, lo controlan ellos, tus cuatro
jinetes del apocalipsis. Uno lleva consigo, encerrado en un cofre, tu corazón.
Otro, en una pequeña bolsa, porta tu cerebro. El tercero, a buen recaudo,
guarda tu lascivia, y el cuarto, carga con una mezcla de todos ellos.
Y
al final perdiste el equilibrio, la
balanza se desequilibró y te viste arrastrado a la perdición, a la degeneración.
Corrompido porque eres humano, imperfecto. Te dejaste arrastrar al filo del
acantilado y tentaste demasiado a la suerte. Caíste a las profundidades. Ahora
vagas por el infierno recordando tus decisiones, las que te llevaron hasta
aquí, y te lamentas sin que tu voz la escuche nadie, sin que tu sombra la vea
nadie, y te ves a ti mismo devorado por las criaturas hambrientas de carne, las
cuales te rodean desordenadamente, sin control, como una jauría de hienas o
buitres y te despellejan hasta convertirte en nada, porque nada eres. Y
entonces te das la vuelta, horrorizado, y comienzas tu peregrinación eterna a través
del fuego perpetuo sin dejar de pensar en el destino, tu destino, ese que resulta
implacable, hagas lo que hagas porque está escrito que se cumplirá, o eso
piensas. ¿Acaso consiguió Edipo escapar de su destino?
Salir
un minuto más tarde o más temprano de casa puede modificar tu destino; o no. A
lo mejor tu destino era precisamente ese, el salir justo en ese momento para
morir. Al fin y al cabo estás en el infierno, y tienes toda la eternidad para
pensarlo.
El
corazón te decía una cosa, la razón otra, y tu lascivia te corrompía. Las tres
impostoras dentro de ti queriendo imponerse, y mientras tú, viéndote zarandeado
de un pensamiento a otro, como una pluma movida por el viento hasta caer, hasta
la muerte. Era la lascivia quien te empujaba al abismo, era la razón quien te
frenaba, y era el corazón a quien querías hacer caso y entre los tres caíste
presa del engaño. Te marearon. Saliste en busca de la persona equivocada. Dicen
que el demonio se viste de seda y esa misma seda fue la que te mató. Te sedujo
para atraerte. Te embaucó para tenerte. Te engañó para matarte. La chica te
asesinó. Por eso vagas ahora sin esperanza...Descansa en paz.