Acariciaba con los
ojos la nieve que como un gran monstruo inmenso me rodeaba por completo. Por
todas partes nieve y gente. Esquiadores de fin de semana deslizándose por el
manto blanco bajando las pistas en filas ordenadas. Con los ojos entornados, de pie sobre mis
esquís, paseaba la vista con un sosiego de vacaciones y días por delante con la
paciencia y tranquilidad que no te dan las obligaciones. El no hacer nada o
hacerlo todo. El tiempo allí arriba, en lo alto de la Sierra de Béjar era frío,
con ventisca y niebla, desapacible por momentos, pero digamos que se podía estar
y estábamos. La Covatilla. A veces el viento soplaba más de la cuenta y las
diminutas partículas de nieve-polvo volaban entonces y se desplazaban por el
aire como si alguien aburrido tirara confeti en una fiesta. De ahí los ojos
entre cerrados, la mano haciendo visera para ver, para distinguir entre la gente.
Frente a mí se elevaba una pista de la que no veía su final, ascendía a la cima
de la montaña y se perdía entre las nubes que obcecadas no se movían de su
sitio. Parecía una larga y sinuosa lengua de color blanco que descendiera del
cielo traviesa y juguetona hasta llegar a mí, a donde yo estaba parado,
dejándome atrapar por ella, mirándola, tan seductora. Entonces, mirando allí,
al frente, abstraído, vi a un chico que aparecía abriéndose paso entre la bruma,
rompiendo el velo de la niebla, montado sobre una tabla de Snow, que surfeaba
sobre la nieve, zigzagueaba de lado a lado sin caerse, esquivando gente, casi
chocándose pero no, recorriendo la pista completa hasta llegar a mí y situarse
en paralelo con un derrape que lo colocaba pegado a mis esquís. Ya no miraba la
nieve, ni la pista, ni a los esquiadores que como hormiguitas se empeñaban en
hacer una cola para subir en el remonte que los elevará para bajar, y de nuevo
otra vez la cola y el remonte. Mecanismo autónomo, cadena de montaje humana.
Ahora miraba el rostro de aquel chico. Su pelo estaba mojado y despeinado pero
¿qué importaba? Me miraba de soslayo, agitando su cabeza de lado a lado,
excitado, ansioso, divertido. Miraba a todos lados y a mí. Sudaba. Me hablaba y
me contaba cosas sin parar. Expectante, feliz, ilusionado. Yo a penas entendía
nada porque muchas veces no escuchamos, solo oímos. No comprendemos las
palabras que se nos deslizan sin que las retengamos porque tan resbaladizas.
Entonces era una de esas ocasiones. Lo oía hablar como oigo el repiqueteo de
una lluvia o el ruido de la tele puesta de fondo. Pero sin embargo si veía y
comprendía esa mirada con la que me observaba. Miradas que hablan y expresan lo
que no pueden las palabras por si solas porque basta esa mirada, esos ojos mirándote.
En ese momento, mirándolo a los ojos, mirándolo a él, comprendí que allí se
encontraba la felicidad. Sólo había que mirarlo, observarlo. Estaba allí, en el
brillo de los ojos de ese chico. Su alegría e ilusión, su felicidad y la mía
concentrada en una sola mirada como si fuese un tarrito pequeño, estaba allí,
para mí y para todo el que lo mirara en ese momento mágico, y entonces esquís y
nieve y miradas, la vida. Era mi hermano.
MR
"Reflexiones y relatos. Una mirada al abismo de la vida y sus profundidades. Una caída de cabeza y sin manos al vacío, de frente, sólo amortiguada por pluma y teclas."
domingo, 26 de abril de 2015
domingo, 19 de abril de 2015
Cartulinas...
La cartulina
permanecía doblada a merced del viento y del aire. También de las patadas de
los transeúntes y de los distintos infortunios que en esa calle pudiesen
acontecer. No dependían de ella, y sin embargo podían alterar su posición y
estado en la calzada. Ella simple cartulina blanca, rígida aunque endeble,
doblada por la mitad, guardando quizás algún mensaje oculto que sólo quien es
dueño o creador o ambas circunstancias a la vez conoce. Ahora ya perdida o no,
a la espera de pudrirse o de los barrenderos que pasen mañana con sus escobas y
sus cepillos, y de nuevo la calle limpia para ensuciarse otra vez y mañana de
nuevo. El papel, que permanece indiferente pese a la gente tan ligera y tan
corriendo sin percatarse de nada salvo del tengo que hacer y del tengo que
llegar que no se me olvide, deambula como un velero al pairo, como si fuera
resto de un naufragio movido por la marea y por las corrientes y por los
vientos tan determinantes. Se cimbrea de lado a lado, se desplaza unos metros a
la izquierda y a la derecha, después adelante y atrás, sin rumbo establecido,
como una pluma a merced del viento. Aún no llovió, cosa buena, aunque en el
ambiente se note la humedad acumulada y en el cielo se vean una gran cantidad
de nubes que se agolpan por encima de los edificios, casi a punto de descargar
a la señal de fuego a discreción. Así lleva tres días. Amagando lluvia. De
momento solo hacen acto de presencia las rachas de viento, que aparecen de
cuando en cuando, como jugando a esconderse. Un hombre mayor, alto, de pelo
blanco y gabardina hasta las rodillas, con cara apergaminada y ojos entre
cerrados, de gesto solemne y serio, pasa por encima del papel sin verlo desde
luego, pero pisándolo. Su calzado es moderno, de suela de goma, y deja en la
cartulina su seña, una huella para el recuerdo. El hombre sigue su camino y la
cartulina que se queda en su sitio. Ahora una mujer joven de facciones
agradables, suaves, de cara redonda y pelo largo, rubia, con anorak rojo y
vaqueros, da una patada a la cartulina que es maltratada y pisada de nuevo. Ni
siquiera se percata la chica. Ella sigue su camino de zombi como todos. Desde
luego nuestra cartulina pasa desapercibida. Papel mojado. Ya la pisaron más
veces. Ya la desplazaron más allá de donde estaba. ¿Quién dice que una
cartulina no anda, no se desplaza? Esta ya recorrió casi una calle entera. Su
color blanco roto se tornó gris y negro, con manchas sucias del trasiego. La cartulina
que sigue su calvario. La veremos esquinada, apostada entre un bolardo de hierro
y un papel de periódico, junto a la fachada de un edificio antiguo, quieta,
arrugada. Al lado la calzada, los coches aparcados y la prisa de la gente. Las
bocinas que suenan, las voces que se escuchan entremezcladas con el jaleo
continuo de una mañana cualquiera. La suerte de ser una cartulina olvidada. El
viento silba y chilla como un niño enrabietado. En ese momento un chico baja
las escaleras de su casa. Esas escaleras son las que llevan al descansillo de
un portal amplio, del siglo pasado, antiguo, desvencijado, de madera. Huele a
humedad y a rancio. Cuando ese mismo chico abra la cancela y sobrepase la
puerta y descienda el pequeño escalón hasta la acera, girará a la izquierda.
Irá vestido informal, con suéter negro de cuello alto, pantalones beige de
pinza, zapatos a la antigua y un maletín recolgando del hombro izquierdo, y se
dispondrá a ir andando a su trabajo unas pocas manzanas más allá. Como siempre,
irá mirando el suelo, con la cabeza gacha porque siempre fue así, porque
siempre tuvo vergüenza de levantar la cabeza, de mirar a la cara, de mirar de
frente, a los ojos. Su vida tan anodina, tan monótona y girar a la izquierda.
Siempre igual. Cada día el mismo recorrido. Salir del portal, girar a la
izquierda y caminar quince minutos recto hasta llegar a una plaza, después
torcer a la derecha por una callejuela estrecha, más corta y abandonada que la
principal, pero allí su trabajo, su oficina y fin, hasta mañana de nuevo. Ocho
horas y vuelta. Come, saca al perro, vuelta a casa, quizás café con tu amigo y
cenar, después dormir. Alguna película, a lo mejor algún libro. Novela barata.
Monotonía y sueños. Así un día tras otro. Nuestro protagonista tan predecible,
tan aburrido y sueños. Vive sólo en un apartamento. Ni siquiera necesita un
compañero. Lo tuvo hace un tiempo y conflicto. Mejor vivir sólo con mi perro.
Él sí que me entiende. No le gusta que nadie le moleste y por eso mejor sólo.
Embutido siempre en sus pensamientos. Hombre de pocas palabras, sólo las justas
o las menos, no se involucra con nadie. Es de esa clase de personas a las que hay que sacarle o mejor arrancarle
las palabras de cuajo. Hay que tirar de él para saber. Siempre tirar y a lo
mejor. Nosotros sabemos porque es nuestro protagonista y lo conocemos. Se queda
para si los conflictos, los problemas, las ambiciones y así, poco a poco, se le
va llenando la cabeza de pensamientos baladíes, insustanciales, tóxicos que le
hacen daño y se apoderan de él como si fueran sus dueños, como si fueran
serpientes venenosas adueñándose de él, envenenándolo, llenándole la cabeza en
una lucha continua contra él mismo. Una batalla casi diaria. Obsesionado con el
amor, se ha leído todos los libros y visto todas las películas románticas que
cayeron por sus manos. Las buenas y las malas. Todo con tal de entender, con
tal de identificarse con el amante y bien. Soltero perpetuo, no por opción,
sino por condición. Hace años tuvo una relación pero fracasó. Fueron pocos
meses, sólo dos aunque suficientes para destruirse, para que se desmoronara su
poca autoestima. Lo dejaron. Como un castillo de naipes, se vino abajo por
completo, como arena fina resbalando entre sus dedos, escapándosele de las
manos, incapaz de sostenerla, de parar la sangría cuando le dijeron que no le
querían, que mejor cada uno por su lado, que habían conocido a otro. A partir
de entonces decidió que no era digno de respetarse, de que lo respetasen y
soledad. A partir de entonces ocho horas de oficina y paseos y quizás película
o café con su amigo, sacar al perro. Su relación con las mujeres era nula,
aunque siempre soñando, siempre dispuesto a enamorarse, siempre asomado a un
resquicio de luz de entre la oscuridad de su ser. Miraba por ese resquicio como
quien se asoma por una cerradura de cualquier puerta a hurtadillas y se imagina
conociendo a muchas mujeres, y de entre todas esas mujeres, a su mujer soñada,
a su mujer perfecta. Aquella que le escucha y comprende sin palabras, que le
abrazaba y besa sin pedirlo, sin insinuarlo, sólo siendo uno con él. Sin
definiciones. Podía imaginarse todos esos cuentos y se los creía. Era su vía de
escape, era su secreto aunque silencio, no se lo confesaba a nadie. Por las
noches, cada día, soñaba que unos largos brazos de mujer le acariciaban. Él
tumbado en la cama, sin poder moverse aunque queriendo, petrificado, los ojos
abiertos y esos brazos desnudos, al menos ocho, acariciándolo por todo el
cuerpo, juguetones, lascivos, como tentáculos de un pulpo gigante que acabaran
al fin estrangulándole como jugando, sin querer, en un juego tétrico que hacía que
sudara, que respirara más rápido y se despertara sobresaltado. El sueño
convertido en pesadilla. La pesadilla convertida en sueño cuando otros brazos
lo rescataban después llevándoselo consigo, a salvo de todo peligro y por fin
juntos, amada mía.
Antes de dar tres
pasos, se percatará nuestro amigo de la cartulina. La verá reposando.
Esperándola para él. Muy arrugada ya, y sucia, y casi rota, pero cartulina para
él sin duda. Su curiosidad hará que se agache para verla, para preguntarse por
qué y cogerla sin más. Nuestro amigo, después de echarle un somero vistazo, se
la meterá en el bolsillo y continuará su camino hacia el trabajo. Aunque aún no
lo sabrá, a partir de entonces su vida virará unos grados a estribor y cambiará
de forma sustancial. Golpe de timón. Una serie de misterios y averiguaciones en
torno a esa cartulina y su mensaje le mantendrán entretenido y expectante, casi
enamorado a medida que pasé el tiempo y las pesquisas. Obsesionado. Se olvidará
David, que así se llama nuestro protagonista, de la cartulina hasta después de
comer, cuando sentado en su sofá de casa, casi tumbado, con la música
resbalando por el salón muy tenue, casi insonora, como un hilo musical de sala
de espera, con los ojos cerrados, medio dormido, en ese sopor de digestión y
cuatro de la tarde, que se acuerde del papel y lo saque del bolsillo y lo
desdoble y lo lea por fin, quedándose atónito de primeras. En letra a mano, con
una caligrafía aparentemente femenina, muy estilizada, muy correcta, casi de
imprenta, escrito a bolígrafo y en letras mayúsculas, en el centro de la
cartulina pondrá…"Para ti, que te estuve buscando, tu admiradora”. ¿Para
ti, que te estuve buscando, tu admiradora? Y nada más… ¿Qué querrá decir? ¿Casualidad
el para mí? Pudo cogerla cualquier otra persona. Era un papel tirado en medio
de la calle. Eso pensará David. Lo hará de pie, andando de lado a lado en el
salón de su apartamento sin parar, impaciente. Cuando algo se le mete en la
cabeza no para con ello, lo atrapa por completo. Irá también a la cocina y se
le derramará la taza de café. Que torpe soy. Ya no podrá sacárselo de la
cabeza. ¿Mi admiradora?, ¿Yo? Como un alud de nieve, el misterio de la
cartulina arrasará con cualquier otro pensamiento. Ya sólo cartulina y
admiradora. Esa noche le costará conciliar el sueño. Cerrará por supuesto los
ojos, se relajará pero no podrá dormirse. Al menos no tan rápido. Como en la
pantalla de un cine, se le aparecerá, rodeada de negro, una cartulina blanca. Y
de la cartulina blanca, que es pequeña, saldrá primero una mano y después un
brazo y el otro, lentamente, hasta que aparezca por completo, una hermosa mujer desnuda. Como saliendo de
una ventana abierta, gateando, arrastrándose, provocando a David, mirándole a
él con unos ojos tan azules, tan azules y David en la butaca, moviéndose hacia
él hasta ocupar todo el sueño, hasta taparlo todo y no puedo dormir.
Mientras tenemos a
David intentando dormir, en otra parte de la ciudad, no muy lejos de allí, una
chica joven se afana, sentada debajo de un flexo, en escribir un mensaje sobre una
cartulina blanca. La tenemos en su casa y son las dos de la madrugada. La luz
cónica del flexo iluminará la cartulina y formará sombras fantasmagóricas en la
pared, grandes, deformadas, creando una
atmósfera de película de suspense o de miedo. Estará aún vestida con unos vaqueros
y camiseta. Encorvada, echada hacia adelante, con el papel aún en blanco sobre
el escritorio, con las ideas bulléndole
en la cabeza, será cuando comience a escribir. Lo hará despacio, con mucha
calma, como hace siempre. Es esa clase de mujer que lo piensa todo mil veces.
Lo hago o no lo hago. Calculadora, fría.
Se apartará un mechón de pelo que le estorba. Se morderá el labio inferior,
juguetona. Se relamerá mientras escribe. Moverá inquieta los pies tamborileando
el suelo como si quisiera echar a correr. Ella tan rubia, con la piel tan
blanca y escribiendo para quien sabe quién. Ni ella misma lo sabe…o sí, si lo
sabe. Para David. Para cualquier David. Divertida se ríe ahora, justo cuando
termina de escribir, justo cuando pone punto y final, tu admiradora y besos.
Doblará la cartulina por la mitad y se levantará para ir a dormir o intentarlo.
Ese mismo día, por
la mañana, cuando David salió de su portal y giró a la izquierda y no dio ni
tres pasos cuando se agachó a por la cartulina, ella estaba allí observándolo
todo. Desde la acera de enfrente, como si fuera una cazadora furtiva, una niña
que jugara al escondite, acechando a su presa, lo veía todo. No perdió de vista
ni un instante su cartulina. La dejó
caer por la mañana temprano. Salió de su portal con ella en la mano. Caminó
unos metros por la acera y la soltó con disimulo. Aflojó los dedos para que se
perdiera, para perderla y ya veremos. Como quien lanza una botella al mar con
un mensaje dentro. Allí quedó, en la calle, perdida pero no, vigilada. Vigilada
por su dueña que cruzó la calzada y se quedó mirando. Podemos imaginárnosla
entonces sentada en un velador. Ella tomando un café. Tranquila, expectante,
coqueta. En una de las mesitas redondas
del café de enfrente de su casa. Ideal para vigilar tranquila. Con la mirada
fija como quien sólo tiene ojos y atención y energías para una sola cosa, su
cartulina. Sorberá el café sin apartar la vista de enfrente. Por encima sus
ojos, tan azules como el atlántico, mirando la cartulina. Obsesionada verá como
los peatones pasan de largo. Verá al caballero de la gabardina pisándola, a la
chica del anorak rojo pateándola y a los demás individuos desplazándola. Se
levantará cuando ya no la vea desde allí, cuando este fuera de su alcance.
Andará unos metros hacia adelante. Siempre atenta a su cebo. Siempre mirando al
frente. Quizás se apoye en una columna. Si, apoyada sobre su costado izquierdo,
con las manos entrelazadas a la espalda y las gafas de sol puestas, lo que acentuaba su
aspecto detectivesco, vio como David se agachaba a por la cartulina, a por su
cartulina, y como la guardaba en el bolsillo de su pantalón llevándosela consigo.
Presa cazada pensó, y se dio media vuelta enigmática.
A la mañana
siguiente, después de haber conseguido dormir unas pocas horas, David salió de
su apartamento como siempre, como todos los días. El viento ese día era mayor,
soplaba con más violencia y amenazaba lluvia. El cielo tenía unas tonalidades
grises que no contribuían al buen humor. Las nubes se afanaban en tapar el sol
y no dejarlo salir. Tan tímido y oculto detrás de la tempestad como yo, pensó
David. Se armó con un paraguas por si acaso, y se caló un abrigo no muy gordo,
marrón. Iba aún pensando en la cartulina. De hecho la llevaba consigo. Guardada
en el bolsillo interior de la chaqueta, allí permanecía oculta como el sol ese
día. A buen recaudo, como una estampita que le diera suerte y protegiera de los
accidentes. Mirando al suelo, inmiscuido en sus pensamientos, ósea en el
mensaje de la cartulina, avanzaba por la acera. Esquivaba a la gente que se
interponía en su camino. El aire le arremolinaba el pelo, se lo despeinaba y le
zarandeaba. Tenía que armarse de fuerza para avanzar. Se imaginaba entonces
gobernando un navío en medio del mar que navegara a barlovento. A barlovento y
la cartulina. El tráfico que aumentaba. Se inclinaba del lado que soplaba el
viento. Atento como un buen vigía al suelo, al firme que pisaba, comenzó a
notar las pequeñas gotas de lluvia en su cara. Iba a romper a llover. Veía
impactar las gotas en el suelo como pequeños proyectiles lanzados desde el
cielo, desde lo alto de una gran muralla. Cada vez caían con más fuerza y en
mayor cantidad, con más violencia. Presuroso abrió el paraguas. Resguardado
bajo ese débil parapeto continuaba su marcha, siempre mirando al suelo, siempre
yendo hacia adelante, cuando veremos que se para de golpe. Planeando por su
flanco derecho verá pasar nuestro amigo una mancha borrosa y blanca. La intuyó
por el rabillo del ojo. Girará de inmediato la cabeza para percatarse de que
demonios. Y correrá hacia atrás en busca suya hasta darle caza. Será
surrealista verle correr tras aquello. Ya en su cabeza imaginará que otra cartulina,
que otro mensaje y corriendo por si acaso. Unos chicos se le quedarán mirando
atónitos. Soltarán una carcajada por lo cómico, mientras se meten en unos
soportales. Convencido de que se trata de
otra cartulina, verá como se estampa contra una farola. El papel, está vez
enfurruñado y húmedo ha ido a parar contra el poste de la farola y se mantiene
suspendido. Empujado por el viento y la lluvia, permanece pegado a ella, sólo
esperando a que David lo sujete y lo lea al instante, y se lo lleve después
consigo bien guardado.
La misteriosa chica
de los mensajes será testigo de cómo David recoge la cartulina. Lo hará estando
de pie delante de la ventana de su apartamento (vive justo en esa calle), con
una taza de té caliente en las manos y vestida únicamente con un camisón
transparente de satén, que nos dejaría percatarnos, si estuviéramos allí para
verlo, de sus diminutas y sexys braguitas azules debajo. Resguardada de la
tormenta, pensará en el mensaje que esta vez escribió. “Te vi, te veo y te
veré, tu admiradora que te desea, besos.” Escondida tras la cortina, de perfil,
tan altiva y majestuosa como una Cleopatra, no perderá detalle alguno. Verá
perfectamente a David deteniéndose de repente, como patidifuso, impactado por
el vuelo de la cartulina. La llamada de su amada. Observará la reacción de este
al coger la nota y leerla. Casi podrá intuir el azoramiento y los nervios de
David. Los giros de cuello de este, mirando a todos lados, como buscando sin
saber que buscar, desconcertado, de pie, empapado, calado hasta los ojos, el
paraguas caído en el suelo y él con la cartulina desplegada en las manos y
volviéndose loco muy lentamente, como si le inyectaran veneno en pequeñas dosis
mediante aguijonazos pequeños. Ella siempre jugó a este juego, desde que era
niña le gustaba dejar mensajes que alguien al azar encontraba y leía. Ahora no
era menos. Ahora lo seguía haciendo. Se divertía de este modo y no paraba. La
casualidad de toparse con un papel, con un mensaje. Dejaba el trabajo sucio a
sus mensajes. Los utilizaba como sirvientes a su merced. Palabras que formaban
frases que construían mensajes y esperar. Normalmente no continuaba con el
juego. Normalmente sólo esperaba que alguien lo leyera y ya. Pero a veces, si
le llamaba la atención el receptor, repetía y continuaba con la partida. Este
parece que había sido el caso que nos atañe. Algo de David, quizás su
arrebatadora timidez, había llamado la atención de nuestra jugadora. O quizás
su físico o su manera de andar. O lo que fuera. Lo que estaba claro era que ya
no pararía, y lo que estaba más claro aún era que David tampoco se detendría.
Inoculado sin saber por una joven rubia, quizás aburrida de lo convencional, de
lo cotidiano y por eso el juego, David pasó a jugar con ella sin ni siquiera
saber que jugaba.
Miraba las dos
cartulinas desplegadas sobre la mesa del salón. Sentado en una silla. Con el
desayuno servido al lado. Absorto. Su caligrafía. Tan hermosa, tan sensual. El
simple hecho de releerlas una y otra vez lo hipnotizaba. Le gustaba. Se las
sabía de memoria. Como una marioneta estaba atrapado por las cartulinas.
Imaginaba a una mujer de curvas sinuosas, atractiva, escribiendo para él.
Desnuda en la cama, frente a él y te deseo. La forma en la que dibujaba la S,
tan pronunciada, prolongando el lacito, alargándolo, retorciéndolo para que
resultara más provocativo y tú. La redondez y el estilo de su caligrafía. Sin
duda tenía que ser atractiva. Esa noche se durmió imaginándose con ella.
Abrazándola. Escribió en un papel, bien en grande,”yo también te deseo”, y lo
dejó sobre la mesilla. Al punto, sin poder conciliar el sueño, se incorporó y
bruscamente, sin motivo aparente, estrujó el papel donde lo había escrito. A
oscuras, simplemente con la luz de la luna asomando desde la ventana como
testigo, una luz tenue y débil, hizo una
bola con el papel y lo tiró por la ventana. El papel cayó sin más. Estaba
perdido. No podía saber. Únicamente dependía de la chica de las cartulinas y de
la suerte. Dos días seguidos. ¿El destino? ¿Y si se acababa? ¿Y si ya no más
cartulinas? Aunque no puede ser, ella lo dejo claro, te deseo y te veo. Seguro
que mañana. Ahora procura dormir.
Nuestra jugadora
esa mañana, mientras David está mirando las cartulinas desplegadas sobre su
mesa, se vestirá despacio. Se colocará frente a un espejo. Lo tiene justo
enfrente de su cama. Se desnudara lentamente. Se quedara un rato así, desnuda,
admirándose, deseándose. Elegirá mientras tanto que ponerse para salir a la
calle con el objetivo de tropezarse con David. Algo informal. Primero la ropa
interior. Mientras se la coloque, se le escapará una sonrisa de buitre, pícara,
esquinada. Pensará en David, del que aún ni siquiera sabe su nombre, pero sí
que está totalmente desquiciado. Imaginará la cara que se le quedará cuando se
crucen por la calle y se tropiecen. Ella lo pensó, lo ideó así. Me tropezaré
con él y se me caerán los papeles. Me
dejaré la cartulina que él recogerá pero ya muy tarde, ya no estaré cerca.
Lejos. Apartada y David con mi imagen fugaz, con mi imagen para volverlo más
loco, para incrementar su deseo. Eso ocurrirá después. Ahora elegirá por fin
blusa blanca con lunares negros y legins ajustados, con chaquetilla de lana
para el frío. Se verá atractiva. Antes
de salir de casa se pintará los labios de rojo, se perfilará los ojos, las
pestañas, y cojera la cartulina nueva que escribió por la noche “Pronto nos
tendremos, un beso, tu admiradora”. La meterá entre varios papeles en una
carpetilla y saldrá con ella bajo el brazo a la calle. Lista.
Por ahí llega, por
ahí te veo, el chico de mis cartulinas, mi pareja de baile. Míralo. Nervioso
como un niño. Tan ingenuo. Es tan adorable que me lo comería. Mirando el suelo.
Siempre mirando el suelo. Más te vale que me veas, que alces la cabeza si
quieres verme. Se ve que te tengo desquiciado. Hacía tiempo que no encontraba
un jugador tan aprovechable, tan jugoso, y encima eres guapete. Busca. La
esperanza es lo último que se pierde. ¿Me deseas verdad? Y eso que sólo leíste
dos cartulinas, imagina si te hablo, si te beso. Caerías rendido a mí. Tú y yo.
Ya te veo, pero sigues sin mirar adelante, sólo la acera, con el día tan bueno
que hace. Este sol. Efectivamente el día había amanecido soleado. Las nubes
habían desaparecido. Una tímida bruma húmeda y fría moría con los primeros
rayos de sol que aún despuntaba bajo. La lluvia y el viento, con el inmenso
aguacero que cayó el día anterior, ya sólo eran agua pasada, lo que facilitaba
a nuestros protagonistas su primer encuentro.
-
Huy, perdona.
Lo dirá nuestra protagonista con voz quebrada,
de niña buena una vez que se tropiecen. La carpeta se le desparramará por el
suelo, los papeles desperdigados, y estando ambos agachados, se mirarán por
primera vez a los ojos. Un segundo. Lo suficiente para que sepan. Se habrán
agachado al instante, después del choque provocado por ella. Un choque premeditado,
con el hombro izquierdo, lo suficientemente fuerte para el cometido que buscaba
la chica, que los papeles cayeran y que él la mirara. Ahora estaban frente a
frente, de cuclillas, con los papeles en la mano, mirándose a los ojos,
alucinando él, firme ella, deseosa.
-
No te preocupes, la culpa es mía
que no miro por donde voy.
Una amplia sonrisa asomará de nuestra
jugadora. Una sonrisa más amplia de lo normal que resaltará sus grandes
mofletes. David también sonreirá, aunque de forma más leve y apartará además la
mirada. No está acostumbrado a toparse con mujeres, a relacionarse con ellas y
hablarlas. A que lo miren a los ojos como ahora lo estaban mirando. Tan
profundo, tan intensamente que no lo soporta. Tiene que desviar la mirada. Ojos
que exterminan. Miradas que matan, que enamoran. Se pone nervioso si esto ocurre,
y ahora lo tenemos acuclillado frente a la chica que le escribe las cartulinas aunque
el aún no lo sabe pero lo sabrá pronto. Es verdad que le sorprendió esa sonrisa
tan grande. Los dientes tan blancos, la dentadura tan perfecta y esos ojos azules. ¡Qué mirada!
-
Muchas gracias por ayudarme. Menos
mal que hoy no llueve. Y la culpa es mía desde luego.
David sentirá el roce de la mano de nuestra
chica en el movimiento de recoger los
papeles esparcidos. La estará ayudado a ello. Será un leve roce, fortuito, casi
inexistente pero suficiente para que la piel de David se estremezca, para que
perciba una suavidad de manos cuidadas, finas, elegantes, tan cálidas que hagan
que David imagine. Un solo segundo y la vida te puede cambiar. Tan inesperada,
tan inaudita, tan impredecible. Uno nunca sabe lo que le pasará, con quien se
cruzará, que le deparará a la vuelta de la esquina. Salir cinco minutos antes o
después de casa, decidir ir aquí o allá, contestar o no a una llamada de
teléfono, hablarle a una completa desconocida que se cruza contigo sólo porque
te gusta, sólo porque le viste su mirada azul y te impactó…puede ser decisivo.
Historias que se esfuman, que se van como por un sumidero y ya no vuelven.
Historias tan frágiles que se desvanecen desde que te quedas callado y la chica
de la mirada azul, tan guapa, tan ella que pudo ser y no, se cruza contigo y
silencio. Entonces esa vida que te imaginaste por un momento y que quizás pudo
ser desaparece, se hace trizas. Ni si quiera se hace trizas porque ni siquiera
fue. Historias y vidas truncadas. ¿Y si la hubiera hablado? ¿Y si la hubiera
parado y dicho todo lo que pensaba? Sus ojos…etcétera.
-
No fue nada. Y para nada fue tuya
la culpa. No fue de nadie y punto...-
Ella se
incorporará antes. Quedará de pie antes que David mientras este dice esas
últimas palabras. En su mente estará divagando sobre las probabilidades y las
vidas que se nos escapan, en el que pasaría si…pero no hace nada, solo estarse
quieto, callado como una estatua que llevara siglos plantada sobre un altar,
muda por completo, mientras verá de una forma velada, casi fantasmal, como la
oportunidad se aleja poco a poco. Segundos que pasan. Tenía las palabras preparadas,
elegidas que le diría pero ya demasiado tarde. Las oportunidades se esfuman,
los trenes abandonan las estaciones rápido y quizá ya no vuelven más, se alejan
para no volver, para desaparecer como desaparecen nuestros sueños al
despertarnos. Escuchará el agradecimiento como amortiguado por una gruesa
colchoneta y de sus labios, abiertos de admiración, emitirá un hasta luego tan
frágil y delicado que solo lo escuchará él. La chica que ya se aleja y David
que se yergue poco a poco viéndola ya lejana, el vaivén de sus andares
perdiéndose entre la gente, esa mirada que ya no podrá olvidar porque era muy
azul, muy intensa, porque en la madeja que son los recuerdos y los pensamientos,
este percance se revolvió colocándose al frente y le hizo olvidarse por unos
instantes de las cartulinas y sus mensajes.
Dando unas
zancadas más amplias de lo normal, nuestra chica se aleja de David. Lo hace con
firmeza, sin mirar atrás, con los labios apretados, la mirada fija al frente,
más allá, mirando quizá al horizonte, a un punto que únicamente ella puede ver,
porque solo ella conoce. Irá pensando en David y en su mirada huidiza. Atisbó
sin duda sus grandes pestañas, su rubor de adolescente, su gentileza nerviosa y
sus manos tan frías como el hielo cuando se rozaron. Se va riendo por dentro,
ella también nerviosa, andando tan rápido que casi choca con una farola. Debe
desaparecer antes que. Girará a la derecha por la primera bocacalle y ya. Le ha
gustado el encuentro. Se ha divertido como una niña que tuviera todos los
juguetes del mundo, como una princesa malvada que jugara con sus amigos. Ahora
tiene la adrenalina al máximo, está segura de que él ya habrá descubierto la
cartulina que se quedó tirada para que la viera, para que le impactara tanto
como la forma en que lo miró. Abrió bien los ojos para ello, grandes,
divertida, sin pestañear, a sabiendas, para que se quedara anonadado, para
desarmarlo con sus armas de mujer. No se imaginará entonces lo que pasó en
realidad y que solo nosotros sabemos, solo yo lo sé y os lo cuento. David vio
la cartulina y leyó el mensaje casi temblando. Cuando lo acabó de leer no se lo
creía. Tuvo que leerlo varias veces para creer. No puede ser pensó, es
imposible. Que la chica de la mirada azul sea en realidad la chica de las cartulinas.
“Pronto nos tendremos, un beso, tu admiradora”… “Pronto nos tendremos, un beso,
tu admiradora”… Corriendo tras ella, David salió lanzado. Llevaba la cartulina
en la mano, la cartera colgando, despeinado, veloz, esquivando a los pocos
peatones que a esa hora recorrían la calle, hasta que llegó a la bocacalle por
donde quizá giro o no, no estaba seguro. No la vio. Desaparecida. Perdida. Tan
enigmática o más aún que antes. La chica de la mirada azul, de los grandes
ojos, de las cartulinas. La misma chica con la que llevaba soñando dos noches,
tres días seguidos, esa era ella y se había esfumado sin dejar rastro.
Resollando se paró en seco, las manos apoyadas en las rodillas, doblado,
recuperando el aire a consecuencia de la carrera, pensando en lo travieso del
destino, en sus jugarretas, en lo rápido que puede cambiar todo.
Paula, que así se
llama ella, desvelado por fin para alivio del lector ávido de información
nominal de nuestra chica juguetona, se secaba con la toalla que tenía colgada
del perchero cerca de la bañera. Se secaba el cuerpo después de una ducha relajante.
Había estado pensando en David, en sus ojos, en todo lo que despertaba en ella
sus deseos más carnales, más pasionales. Poseer a un chico tan tímido, tan
vulnerable, tan impresionable. Hacerlo comprender, enseñarle, susurrarle al
oído que por fin, que ya la tiene, que no temiera un rechazo, un portazo en las
narices, que él era un hombre atractivo y ella una mujer deseable que estaba
ahí con él, junto a él para protegerlo, para protegerse mutuamente, para amarse
sin temores. En la ducha se había estado acariciando, los ojos cerrados, el
agua cayendo, David allí, detrás de ella, besándola en el cuello, mordiéndole
el lóbulo de la oreja, sutilmente, como pequeñas descargas eléctricas, como
pequeños duendecillos recorriendo sus zonas más sensibles, estremeciéndose cuando
imaginaba como David apartaba sus cabellos y hundía sus labios en ella, David
descendiendo muy lentamente, con deliberada parsimonia, deleitándose en cada
beso, en cada lametón que le surcaba la espalda hasta alcanzar zonas más
delicadas. Las curvas naturales tan pronunciadas y peligrosas, el ruido
ensordecedor del agua al caer sobre ella, sobre la bañera y sus besos, sentir su calor
en ella elevándose como una caldera a punto de estallar y David, y gemir y
estallar al fin mientras notas tu mano pringada entre las piernas húmedas y
mojadas y ya te relajas por fin...y David.
Ya tienes decidido
que harás. Mañana lo esperarás en el mismo sitio que hoy y os iréis juntos. Ya
no más cartulinas. Quizá no os digáis nada, no pronunciéis palabra alguna, pero
os cogeréis de la mano fuerte, y os alejareis de allí veloces, ansiosos,
decididos a la pasión, al desenfreno, dispuestos a resolver ese deseo que os ha
ido creciendo a ambos, día a día, minuto a minuto, la incertidumbre de él, la
impaciencia y lujuria de ti, tan traviesa, tan jodidamente deseable. Tu juego
que llegó tan lejos, que llegará tan lejos y David. Mañana averiguaras su
nombre después de teneros ambos, después de aprenderos de memoria los secretos
de vuestros cuerpos, de vuestras pasiones. Él sobre ti, en la cama, las sábanas
en el suelo, en alguna parte, tan lejos, las habréis arrancado de su sitio, la
ropa tirada por el piso, la rebeca y el suéter en la entradita, los pantalones
de ambos en el pasillo, los calcetines en la puerta del cuarto, la ropa interior
junto a la cama, a un lado, y vuestros cuerpos encendidos e impresionados, fatigados
ya por la gimnasia tan bien hecha, empapados de sudor, mirándoos entonces sin
temores, fijamente mientras se os escapa una risita de complicidad por la
situación, porque casi no os lo creéis, porque os cuesta imaginarlo pero si,
estáis los dos juntos, David y Paula, tan diferentes y tan parecidos, tan
apasionados y juntos al fin.
David le contará a
Paula que la última noche ni durmió. Sólo veía su mirada azul, sus diminutas pecas
que salpicaban su rostro y que ahora mientras le hablaba tan pegado, veía tan
atractivas, tan sensuales, y ahora tan juntitos, cuerpo con cuerpo, abrazándose
está vez si de verdad, estrechándose para ser, para sentirla, los mofletes
inflados, la sonrisa regalada, los labios rojos y su mirada clavada en él. Una
mirada de admiración, de por fin te tengo, de veneración mutua. Tan poco
acostumbrado a mirar y ahora mírame, no aparto mis ojos de los tuyos, tan
azules, tan preciosos que me recuerdan al diamante o al zafiro más brillante.
Me has enamorado, me has subyugado y he caído rendido a ti y te doy las gracias
de este modo, besándote en tus pecas, en cada una de ellas, aunque sean mil y
nunca acabe, aunque nos tengamos que quedar aquí, perpetua dulce condena, mis
besos y tus pecas, tu mirada y yo…Gracias Paula por jugar conmigo.
sábado, 11 de abril de 2015
Tienda
Y me mira o no.
Sus ojos perdidos, como mirando un más allá acá, un mundo muy suyo en el que
parece que yo no estoy aunque este, aunque pase delante de ella y la mire de
soslayo, tímido. Apenas giras el cuello, sólo viéndola por el rabillo del ojo,
una y otra vez, un día tras otro, bebiéndome su imagen hasta sabérmela de
memoria. Las doce y cuarto, ahora estará atusándose el pelo, armándose la
coleta tan negra y larga. Su pelo negro hasta la cintura. Se moverá hasta la
puerta y apoyada en el quicio, apostada como una gatita o como una pantera, sacará un paquete de tabaco del bolsillo
interior de su chaqueta y muy despacio se fumará un cigarro. Por entonces, las
doce y veinte, yo estaré cruzando la calle contigua, haciendo tiempo,
imaginando que ahora, que ande más rápido o no llegas. Pero sí, tengo tiempo.
Aún tengo tiempo. Aún tiene que terminarse el cigarro y que perfilarse los
labios. Se pasa la barrita de vaselina después de fumar. Junta sus labios como preparándose
para el beso, para besarme pero no. Sus labios tan carnosos, rosados, se saben
atractivos y apetitosos. Ella lo sabe y se deleita en el momento. La forma en
que se acaricia con la lengua el labio superior, después el inferior y
obsesión. Es cuando acelero el paso y casi tropiezo. A esa hora la calle llena.
La gente se apresura corriendo, siempre corriendo pero a dónde. Tantos años
recorriendo el mismo camino para pasar por tu tienda, para verte. Tú que me
miras o no, tú que te apoyas tan sensual, tan natural, tan tú y yo tan
pendiente. Te imagino en tu casa o en otros lugares y no te reconozco, no te
veo. Sólo en tu tienda, en el quicio apoyada y mirando de frente. Te he besado
tantas veces que perdí la cuenta. En mis sueños yo me acerco y sin palabras te
beso. Nos besamos hasta que me despierto y después nada. Tú no lo sabes pero me
besas. Ahora mismo mientras avanzo me estás besando. Nuestros labios tan
juntos, tan rozándose, tiemblan calientes y yo avanzando. Ya casi te veo.
Enfilé la calle. La última tienda y ahí estarás, esperándome para no verme.
Quizás ahora estés pensando en amores perdidos, en oportunidades que pasan, en
historias que quizás, en amores que pudieron ser y no fueron, en aquel chico
tan simpático que conociste y al que no dijiste nada, hola y adiós, qué tal, o
aquel otro del verano en la playa. Ya te veo. Piensas en todos esos menos en mí
o quizás si. Tan en tu mundo. Tan cerca pero tan lejos y yo. Si supieras lo que
pienso, lo que es en mis sueños. Dicen que la vida es sueño, pero también es
obsesión. Te quiero desde que te vi apoyada en el quicio de la puerta, desde
que me viste o no, desde que tus ojos miraban más allá, al horizonte que es. Y
yo paso como un fantasma, como un navío a sotavento, con las velas desplegadas,
con viento de popa a toda mecha, a toda máquina. Sólo me bastó un instante para
saber. Un solo segundo para grabarte e imaginarte en mi mente y ya todos los
días. Pasar enfrente de ti y verte. Renovar cada día tu imagen. Verte con
vaqueros, con falda, con blusas y chaquetas y tan tú, tan diferente pero tan
tú. Tus mofletes que sobresalen y se hinchan. Tu cuerpo tan atlético apoyado de
costado en el quicio de la puerta y tan tú. Así un día tras otro. Vivir para
soñar y pasar frente a tu puerta a las doce y veinte, y verte sabiendo que tú
me miras o no, que quizás, y soñar con tenerte.
viernes, 10 de abril de 2015
Fútbol
El delantero, ágil y diestro como un puma, se desmarca
entre la maraña de contrarios que miran atónitos y estupefactos como el
esférico vuela literalmente por encima de sus cabezas. Sin dejar de correr, con
la ansiedad y voracidad del nueve puro, del rematador siempre dispuesto, no
deja de mirar el balón que se le acerca, que planea en dirección al hueco, a
esa esquinita de césped que nadie atendió cerca del área chica pero él sí, él
si lo vio, en el vértice izquierdo pegado al portero, hábitat idóneo para
virtuosos del último y único fin del fútbol, el gol. El portero que salta. El
portero que no llega, que tuerce el gesto y gira el cuello siguiendo la
trayectoria del balón sabiendo que ya no llega, que se le escapa, que para él
no es ese regalo del cielo. La pelota que baja. Ahora la pincha, la amortigua,
la amansa como si le fuera o quisiera cantar una nana, como si quisiera
dormirla acurrucada entre sus pies, como si la quisiera o amara como a una
madre. Es un genio naciendo que la tiene pisada, un genio que vemos como
gambetea y engaña al defensa que se apura en arrebatarle lo que no le
corresponde y puede, lo que no es para él porque es para el delantero, para el
virtuoso que lo deja atrás jugando a lo único que sabe, al fútbol. Uno y dos
amagues, regate al portero sin tocar el balón, sólo insinuando, moviendo la
cintura, para ti pero no, imitando viejas danzas tribales o algún tipo de samba
o baile que utiliza como un mago. Los cincuenta mil espectadores expectantes. Algunos
se ponen en pie, yo mismo me pongo de pie, me llevo las manos a la cabeza, a la
sien, abro bien los ojos y la boca. Chillo como un niño alucinado. No creo lo
que veo. Los entrenadores en la banda nerviosos. El árbitro pendiente, atento.
Sus compañeros parados. Ya poco han de hacer, sólo atender, disfrutar. Los
rivales impotentes. El tiempo que se para cuando este chico toca el balón. Es
su primer partido y cuarto gol hoy. ¿De dónde viniste? Nos asombra tu capacidad
imaginativa y tus recursos de baile de salón. Tocas el balón como si tocaras a
una hermana o a un hijo. Lo mimas y lo quieres como propio. Pides la pelota con
el descaro que ya nadie tiene. Te sales de la norma, de las reglas tan
marcadas. Juegas como jugabas hace sólo unos días al fútbol en tu país, y aún
parece que sigues allí, entre multitud de chicos como tú, que lo único que
tienen es ganas de jugar y esperanza.
Negros famélicos y mal nutridos semi desnudos que corren todos detrás de ti
intentando darte caza. Y tú que te resignas y sigues avanzando con el balón
descosido de trapo o de cuero roído pegado a tus pies descalzos. Porque tienes
los pies descalzos, como todos ¿y qué? El terreno pedregoso, lleno de polvo y
piedra y barro al que tanto estabas acostumbrado y tanto querías, y que ya no
pisas, pero que pisan tus hermanos y primos y tus amigos, que juegan cuando
pueden con latas o trapos o botellas, con lo que haya porque el caso es jugar y
gol. La tierra soleada y calurosa y pobre y explotada de donde viniste tan
lejana. Te hicieron promesas que ni entendías. Tú sólo querías comer y una casa
y jugar. Te enseñaron la ciudad deportiva y tus ojos no creían lo que veían.
Césped cuidado y muchos balones. Duchas. Cogiste el balón y ya no lo soltaste.
A buen entendedor pocas palabras bastan. Tú ni siquiera una. El fútbol es un
idioma que hablan muchos y entienden pocos. Tú sí que lo entiendes, y por eso
juegas así, y por eso ahora marcas tu cuarto gol y los que quieras. Por eso te ovacionan
y te abrazan. El talento abriéndose
paso. La semilla que brota y crece dónde más difícil se lo ponen, dónde los
niños juegan y se mueren después, a los pocos años, pero ¿y qué? África negra y
esclava y pobre, pero África feliz con poco. Cuanto hemos de aprender. El
fútbol es eso. Fantasía e imaginación. El chico negro de Mozambique o de
Nigeria o de Malí, el chico negro que juega siempre en su poblado y con sus amigos, en su campo
aunque esté jugando en Europa y en césped y con millones de ojos viéndole… al fin y al cabo se divierte y nos divierte, y nos gusta.
miércoles, 8 de abril de 2015
Éramos
Abigarrado,
abrazado a tu cintura, casi a rastras, gateando, con ojos de súplica y aferrado
con fuerza a ti que me das tanto. Así estaba anoche suplicando tu perdón. Así
me postré para y por ti anoche. Aún hoy espero unas palabras, unas caricias, un
gesto de alivio, de sosiego que me calmen, que consigan hacerme convencer de
que perdón, de que caricias y casa de campo y champán. Pero nada, de ti sólo
silencio, indiferencia. Hasta el mismo suelo, tan blanco y frío, con sus losas
cuadradas y grandes, tan de mármol, se resignaba y era testigo de la escena
anoche, de ti y de mí, de nosotros que éramos y que ahora no somos. Ahora cada
uno por su lado. Divididos. Como una célula que se dividiera, como un pétalo arrancado,
como una larva convertida en mariposa te vas volando y aquí me dejas, sin ti y
sin mí, porque éramos y ya no somos, y ya no caricias ni casa de campo ni
champán, ya nada.
lunes, 6 de abril de 2015
Galicia
Antonio se levantó,
preparó su mochila y se curó las heridas en silencio. Lo hacía con la pulcritud
y cuidado que pone el guerrero o el púgil o el torero antes de su faena.
Procuraba no hacer ruido. Se movía por la pequeña habitación como danzando,
como ensayando una coreografía que ya se supiera de antemano. Eran las ocho de
la mañana y Miguel aún dormía plácidamente en la cama del hostal. Antonio lo
avisó despacio, con una voz suave, aterciopelada, una voz que se entretejía en los
sueños de Miguel y lo despertaba. Tenemos que irnos, son ya las ocho. Miguel se
giró, se enderezó, estiró las piernas debajo de las sábanas, dobló los dedos de
los pies, rotó los hombros y bostezó. Todo el cuerpo le dolía. Todo el cuerpo
se esmeraba en gritar, en dar la voz de alarma, en avisarlo que algo no iba
bien. Mientras Antonio continuaba con su tarea de curar ampollas, rozaduras y
durezas, Miguel el primerizo, el debutante, se enderezaba muy lentamente,
despacio, sintiendo a cada milímetro las punzadas de dolor. Eran como espadas o
lanzas clavándose en los músculos. La planta de los pies inflamada, llena de ampollas,
al menos tres o cuatro en cada pie, colocadas estratégicamente y no muy
grandes, casi invisibles, casi pasando desapercibidas si no fuera porque Miguel
las sentía ahí, como parásitos riéndose de su huésped. Los gemelos doloridos,
rotos, sobre todo el izquierdo. Al ponerse de pie lo notó. Notó todo eso y
además notó el dolor en el trapecio al mover el cuello o los brazos. La mochila
pasa factura. La llevarás bien hoy pero mañana te enterarás, seré un lastre
para ti. Dar un paso le costaba. No, no le costaba, le dolía. Ponerse la
sudadera era un suplicio, un sufrimiento y preparar el macuto una odisea.
Estaban en Miño y el día anterior habían salido desde Ferrol para hacer el
Camino de Santiago en sólo tres etapas. Aproximadamente ciento veinte
kilómetros en tres días. Era el Camino Inglés, supuestamente la ruta seguida
por los anglosajones y nórdicos para llegar ante la tumba del Santo Apóstol en
Santiago de Compostela. Una vez preparados, abandonaron la habitación
silenciosos, aún algo aletargados, aún fríos, aún buscando algún bar para
desayunar. Antonio siempre delante, Miguel detrás o al lado, nunca delante. La
mañana era plácida aunque algo calurosa. Había pocas nubes y el sol se elevaba
tan rápido y puntual como siempre. Era ya tarde, las nueve y quedaban cuarenta
kilómetros por delante. El hospital de Bruma esperaba. Era nuestro objetivo,
nuestra meta. El día anterior alcanzamos Miño de milagro. Soy yo, Miguel, el
amigo de Antonio, el incauto aventurero que se lanzó al barro sin pensarlo,
sólo con las ganas y las fuerzas que te dan el entusiasmo y la ilusión de
querer hacer algo. Y ese algo era el Camino y Galicia. No la conocía y ya era
hora. Se dio la oportunidad y aquí estoy o allí estaba, haciendo camino y
disfrutando de su tierra y de sus parajes y de su gente. Justo el día anterior
a venir aquí, tenía fiebre, casi treinta y nueve, tenía poca energía y pocas
ganas de nada. Mi organismo se debatía, luchaba casi resignado a perder la
oportunidad. El primer tren pasó, lo perdí. Antonio partió sin mí. Mientras él
se alejaba de Badajoz dirección a Mérida y después rumbo norte hacia Galicia,
yo sudaba e invadía la cama malo, harto de paracetamol y agua y pensando que
otra vez será, que hay más oportunidades y más momentos. Pero no los hay. El
momento es ya, es ahora y tenemos que disfrutarlo y vivirlo. Tan valioso es
nuestro tiempo que me puse de pie, fui al baño, fui a la cocina, hice la comida
y mientras todo eso hacía, me llegó una información, a las nueve y cuarenta hay
un autobús que se dirige a Ferrol. Era el segundo tren, la segunda parada y no
iba a desaprovecharla. Reservé el billete sin mirar si quiera su precio. Las
ganas podían. Estaba convencido de que iría, de que conocería Galicia, de que
el momento había llegado y no lo iba a dejar escapar. Los pies me dolían, los
gemelos me mataban a cada paso esa mañana en Miño, cuando salimos recién tomado
un café y unos churros y unas tostadas, pero aún no me dolían tanto como al día
siguiente, como el día tercero que desistí de caminar, como el instante en que
paré en medio del monte, entre cuatro casas rodeadas de verde, de pradera y
vacas, viendo amanecer mientras yo me apagaba y me arrastraba a cada paso. Era patético verme,
era agónico verme, era poético verme. Una poesía patética, dura, como un gancho
de derechas que te noqueara. Los niños me adelantaban, otros peregrinos me
pasaban, todos me adelantaban enérgicos y sanos. Llega un momento que debes
saber cuando parar. El día anterior, en la etapa más dura sufrí. Sufrí pero
llegué. Pasamos por Betanzos, subimos senderos empinados que nunca acababan,
que se retorcían doblándose y burlándose de nosotros pero que terminaban por
fin. Yo iba por supuesto a mi ritmo, constante, lento, monótono, aburrido,
sumido en mis pensamientos vacuos, en ese pozo sin fondo que es la mente.
Muchas veces procuro dejarla en blanco, sólo concentrarme en la respiración, en
dar un paso más, en seguir, en engañarme diciéndome que pronto llegas, pero
otras no puedo. Otras me veo recordando la receta del bacalao al horno para
seguidamente recordar que voy jodido, que no puedes más, que te pares o
revientas. Recordé a Derek Redmon en las Olimpiadas de 1992 de Barcelona. El
joven atleta favorito en la prueba de los 400 metros lisos. Recordé como iba
primero. Recordé como pasando la primera curva de la pista, cuando llevaba más
de 200 metros se paraba bruscamente llevándose la mano a los isquiotibiales y
caía de rodillas, hincándola sobre el tartán. Recordé como a pesar de eso se
levantó. Había perdido ya la carrera. No tenía opciones pero se levantó ante
todos los espectadores y continuó cojeando. Su padre saltó de las gradas para llevárselo
y él se negó. Él tenía, él debía acabar la carrera y la acabo abrazado a su
padre y llorando ante la admiración y el aplauso de todo el mundo. Ese día
todos fueron Derek. El otro día yo fui Derek hasta Bruma. Fui más Derek las
tres horas que me arrastré cojeando hasta que paré rendido. Es contradictoria
esa sensación. El querer pero no poder. El debatirte, el saber que no puedes
pero vamos que ya queda menos. Al fin y al cabo todo es contradicción, todo es
un equilibrio que ponemos en una balanza que ni conocemos. Vi a Antonio que me
esperaba en unos soportales junto a las mesas de un bar. Llevaba más de media
hora. Las sillas y mesas eran rojas. Es curioso como en situaciones de estrés o
extremas nos acordamos de los detalles aparentemente más nimios, más
superficiales. Unas vacas pastaban a lo lejos. Me acercaba lento, muy despacio,
sin cambiar siquiera la expresión de la cara, era un maniquí o un ser
completamente automatizado, un muerto en vida. Me senté aún dispuesto a
continuar, a descansar un poco y seguir. Estábamos a treinta y cinco kilómetros
de Santiago o quizás más pero yo no quería rendirme, yo era un terco. Me
encontraba al filo de un precipicio, como una moneda de canto que estuviera a punto
de debatirse hacia un lado, de caerse y quedar así, tendida sobre el suelo,
inmóvil, vencida. Sigue tú Antonio, yo me quedo, no puedo. Las palabras sonaban
llenas de resignación, de rabia. Había jugado ya bastante a que podía hacerlo
pero no podía, era una locura, mis piernas y mi espalda gritaban de dolor,
decían basta ya, no podemos más, suplicaban que desistiera, que me quedara un
buen rato sentado en las sillas rojas descalzo y con los pies en alto, sin
pensar en nada, sólo inmóvil, quieto, viendo pasar los coches y el tiempo, convenciéndome
a mí mismo que había hecho lo que podía, que había hecho bien. Sufrir es gozar
también. Sufrir para alcanzar un objetivo es loable, es admirable. Sufrir y
conseguir los frutos dan a uno la satisfacción del trabajo bien hecho, del esto
puedo hacerlo, de superar retos o metas que parecieran fuera de nuestro
alcance. Por eso sufrir es gozo, por eso deben luchar por sus sueños, por eso
en el mismo camino encontraran la felicidad y no en la meta. En la meta sólo
satisfacción, en el camino orgullo y felicidad. La felicidad no es la meta, es
el camino. Estuve un buen rato en silencio. Callado, inmóvil, casi con los ojos
cerrados sin hacer nada más que ser. No sé el tiempo que pasó hasta que me
incorporé y con dificultad retrocedí unos metros atrás, a una cafetería ya
abierta. Poco a poco iba recuperando el ánimo y la resignación daba paso a un
nuevo objetivo, comerme unas tostadas y beberme un café. Sentado en otra silla,
esta vez blanca y rodeado de un grupo de peregrinos me la tome tranquilo, muy
sereno. Flotaba en el aire. En esa sensación totalmente artificial comencé a
hablar con la gente, a todos les exponía mi situación tan precaria, tan lamentable
y todos me comprendían y ayudaban. Uno de ellos, jugador en la máquina
tragaperras, parroquiano habitual del bar se ofreció a acercarme al pueblo más
cercano donde cogería el autobús que me acercaría a Santiago. Eso hice y ahora
aquí estoy, frente a la Catedral de Santiago sentado en el suelo y esperando a
Antonio que siguió su camino y llegará a esta bonita plaza del Obradoiro. Es
así, pienso que cada uno hace su camino, como en la vida, el camino de Santiago
es igual. Cada uno hace el suyo aunque sea el mismo. Hay miles, millones de
Caminos de Santiago, tantos como peregrinos lo hacen. La plaza está abarrotada
de gente, de visitantes, de peregrinos y no peregrinos, de vida al fin. Yo hice
el último tramo en bus y Antonio lo hizo andando y aquel hombre de allí lo hizo
en bicicleta y aquel de allá sólo pasea frente a mí, quizás hizo ya su camino,
quizás lo hizo en sus sueños, o quizás no, quizás lo está haciendo ahora y ni
lo sabe. El Camino de Santiago es eso, es VIDA, es la vida misma y como tal
cada uno lo hace sólo aunque este acompañado, acompañado aunque lo haga sólo y
merece la pena, al igual que merece la pena vivir la vida y no resignarse.
¿Qué me espero de
Santiago? Pues aparte de la compañía de Antonio y de las Islas Cíes, quizás
conozca a tres chicas maravillosas, y quizás también tenga el mejor cumpleaños
en años, desde aquellos con globos colgando y tartas de chocolate y piñatas y
sanwiches de queso y nocilla sobre la mesa. Seguro que mañana será un buen día
y lo disfrutaremos juntos Inés, Mamen y Lola, por supuesto Antonio y la playa
de las Islas nos abrazara junto a la sombrilla en un bar lleno de Estrellas
Galicias y bocadillos y risas. Gracias chicos…el Camino no acaba en Santiago,
sólo continúa.
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