La cartulina
permanecía doblada a merced del viento y del aire. También de las patadas de
los transeúntes y de los distintos infortunios que en esa calle pudiesen
acontecer. No dependían de ella, y sin embargo podían alterar su posición y
estado en la calzada. Ella simple cartulina blanca, rígida aunque endeble,
doblada por la mitad, guardando quizás algún mensaje oculto que sólo quien es
dueño o creador o ambas circunstancias a la vez conoce. Ahora ya perdida o no,
a la espera de pudrirse o de los barrenderos que pasen mañana con sus escobas y
sus cepillos, y de nuevo la calle limpia para ensuciarse otra vez y mañana de
nuevo. El papel, que permanece indiferente pese a la gente tan ligera y tan
corriendo sin percatarse de nada salvo del tengo que hacer y del tengo que
llegar que no se me olvide, deambula como un velero al pairo, como si fuera
resto de un naufragio movido por la marea y por las corrientes y por los
vientos tan determinantes. Se cimbrea de lado a lado, se desplaza unos metros a
la izquierda y a la derecha, después adelante y atrás, sin rumbo establecido,
como una pluma a merced del viento. Aún no llovió, cosa buena, aunque en el
ambiente se note la humedad acumulada y en el cielo se vean una gran cantidad
de nubes que se agolpan por encima de los edificios, casi a punto de descargar
a la señal de fuego a discreción. Así lleva tres días. Amagando lluvia. De
momento solo hacen acto de presencia las rachas de viento, que aparecen de
cuando en cuando, como jugando a esconderse. Un hombre mayor, alto, de pelo
blanco y gabardina hasta las rodillas, con cara apergaminada y ojos entre
cerrados, de gesto solemne y serio, pasa por encima del papel sin verlo desde
luego, pero pisándolo. Su calzado es moderno, de suela de goma, y deja en la
cartulina su seña, una huella para el recuerdo. El hombre sigue su camino y la
cartulina que se queda en su sitio. Ahora una mujer joven de facciones
agradables, suaves, de cara redonda y pelo largo, rubia, con anorak rojo y
vaqueros, da una patada a la cartulina que es maltratada y pisada de nuevo. Ni
siquiera se percata la chica. Ella sigue su camino de zombi como todos. Desde
luego nuestra cartulina pasa desapercibida. Papel mojado. Ya la pisaron más
veces. Ya la desplazaron más allá de donde estaba. ¿Quién dice que una
cartulina no anda, no se desplaza? Esta ya recorrió casi una calle entera. Su
color blanco roto se tornó gris y negro, con manchas sucias del trasiego. La cartulina
que sigue su calvario. La veremos esquinada, apostada entre un bolardo de hierro
y un papel de periódico, junto a la fachada de un edificio antiguo, quieta,
arrugada. Al lado la calzada, los coches aparcados y la prisa de la gente. Las
bocinas que suenan, las voces que se escuchan entremezcladas con el jaleo
continuo de una mañana cualquiera. La suerte de ser una cartulina olvidada. El
viento silba y chilla como un niño enrabietado. En ese momento un chico baja
las escaleras de su casa. Esas escaleras son las que llevan al descansillo de
un portal amplio, del siglo pasado, antiguo, desvencijado, de madera. Huele a
humedad y a rancio. Cuando ese mismo chico abra la cancela y sobrepase la
puerta y descienda el pequeño escalón hasta la acera, girará a la izquierda.
Irá vestido informal, con suéter negro de cuello alto, pantalones beige de
pinza, zapatos a la antigua y un maletín recolgando del hombro izquierdo, y se
dispondrá a ir andando a su trabajo unas pocas manzanas más allá. Como siempre,
irá mirando el suelo, con la cabeza gacha porque siempre fue así, porque
siempre tuvo vergüenza de levantar la cabeza, de mirar a la cara, de mirar de
frente, a los ojos. Su vida tan anodina, tan monótona y girar a la izquierda.
Siempre igual. Cada día el mismo recorrido. Salir del portal, girar a la
izquierda y caminar quince minutos recto hasta llegar a una plaza, después
torcer a la derecha por una callejuela estrecha, más corta y abandonada que la
principal, pero allí su trabajo, su oficina y fin, hasta mañana de nuevo. Ocho
horas y vuelta. Come, saca al perro, vuelta a casa, quizás café con tu amigo y
cenar, después dormir. Alguna película, a lo mejor algún libro. Novela barata.
Monotonía y sueños. Así un día tras otro. Nuestro protagonista tan predecible,
tan aburrido y sueños. Vive sólo en un apartamento. Ni siquiera necesita un
compañero. Lo tuvo hace un tiempo y conflicto. Mejor vivir sólo con mi perro.
Él sí que me entiende. No le gusta que nadie le moleste y por eso mejor sólo.
Embutido siempre en sus pensamientos. Hombre de pocas palabras, sólo las justas
o las menos, no se involucra con nadie. Es de esa clase de personas a las que hay que sacarle o mejor arrancarle
las palabras de cuajo. Hay que tirar de él para saber. Siempre tirar y a lo
mejor. Nosotros sabemos porque es nuestro protagonista y lo conocemos. Se queda
para si los conflictos, los problemas, las ambiciones y así, poco a poco, se le
va llenando la cabeza de pensamientos baladíes, insustanciales, tóxicos que le
hacen daño y se apoderan de él como si fueran sus dueños, como si fueran
serpientes venenosas adueñándose de él, envenenándolo, llenándole la cabeza en
una lucha continua contra él mismo. Una batalla casi diaria. Obsesionado con el
amor, se ha leído todos los libros y visto todas las películas románticas que
cayeron por sus manos. Las buenas y las malas. Todo con tal de entender, con
tal de identificarse con el amante y bien. Soltero perpetuo, no por opción,
sino por condición. Hace años tuvo una relación pero fracasó. Fueron pocos
meses, sólo dos aunque suficientes para destruirse, para que se desmoronara su
poca autoestima. Lo dejaron. Como un castillo de naipes, se vino abajo por
completo, como arena fina resbalando entre sus dedos, escapándosele de las
manos, incapaz de sostenerla, de parar la sangría cuando le dijeron que no le
querían, que mejor cada uno por su lado, que habían conocido a otro. A partir
de entonces decidió que no era digno de respetarse, de que lo respetasen y
soledad. A partir de entonces ocho horas de oficina y paseos y quizás película
o café con su amigo, sacar al perro. Su relación con las mujeres era nula,
aunque siempre soñando, siempre dispuesto a enamorarse, siempre asomado a un
resquicio de luz de entre la oscuridad de su ser. Miraba por ese resquicio como
quien se asoma por una cerradura de cualquier puerta a hurtadillas y se imagina
conociendo a muchas mujeres, y de entre todas esas mujeres, a su mujer soñada,
a su mujer perfecta. Aquella que le escucha y comprende sin palabras, que le
abrazaba y besa sin pedirlo, sin insinuarlo, sólo siendo uno con él. Sin
definiciones. Podía imaginarse todos esos cuentos y se los creía. Era su vía de
escape, era su secreto aunque silencio, no se lo confesaba a nadie. Por las
noches, cada día, soñaba que unos largos brazos de mujer le acariciaban. Él
tumbado en la cama, sin poder moverse aunque queriendo, petrificado, los ojos
abiertos y esos brazos desnudos, al menos ocho, acariciándolo por todo el
cuerpo, juguetones, lascivos, como tentáculos de un pulpo gigante que acabaran
al fin estrangulándole como jugando, sin querer, en un juego tétrico que hacía que
sudara, que respirara más rápido y se despertara sobresaltado. El sueño
convertido en pesadilla. La pesadilla convertida en sueño cuando otros brazos
lo rescataban después llevándoselo consigo, a salvo de todo peligro y por fin
juntos, amada mía.
Antes de dar tres
pasos, se percatará nuestro amigo de la cartulina. La verá reposando.
Esperándola para él. Muy arrugada ya, y sucia, y casi rota, pero cartulina para
él sin duda. Su curiosidad hará que se agache para verla, para preguntarse por
qué y cogerla sin más. Nuestro amigo, después de echarle un somero vistazo, se
la meterá en el bolsillo y continuará su camino hacia el trabajo. Aunque aún no
lo sabrá, a partir de entonces su vida virará unos grados a estribor y cambiará
de forma sustancial. Golpe de timón. Una serie de misterios y averiguaciones en
torno a esa cartulina y su mensaje le mantendrán entretenido y expectante, casi
enamorado a medida que pasé el tiempo y las pesquisas. Obsesionado. Se olvidará
David, que así se llama nuestro protagonista, de la cartulina hasta después de
comer, cuando sentado en su sofá de casa, casi tumbado, con la música
resbalando por el salón muy tenue, casi insonora, como un hilo musical de sala
de espera, con los ojos cerrados, medio dormido, en ese sopor de digestión y
cuatro de la tarde, que se acuerde del papel y lo saque del bolsillo y lo
desdoble y lo lea por fin, quedándose atónito de primeras. En letra a mano, con
una caligrafía aparentemente femenina, muy estilizada, muy correcta, casi de
imprenta, escrito a bolígrafo y en letras mayúsculas, en el centro de la
cartulina pondrá…"Para ti, que te estuve buscando, tu admiradora”. ¿Para
ti, que te estuve buscando, tu admiradora? Y nada más… ¿Qué querrá decir? ¿Casualidad
el para mí? Pudo cogerla cualquier otra persona. Era un papel tirado en medio
de la calle. Eso pensará David. Lo hará de pie, andando de lado a lado en el
salón de su apartamento sin parar, impaciente. Cuando algo se le mete en la
cabeza no para con ello, lo atrapa por completo. Irá también a la cocina y se
le derramará la taza de café. Que torpe soy. Ya no podrá sacárselo de la
cabeza. ¿Mi admiradora?, ¿Yo? Como un alud de nieve, el misterio de la
cartulina arrasará con cualquier otro pensamiento. Ya sólo cartulina y
admiradora. Esa noche le costará conciliar el sueño. Cerrará por supuesto los
ojos, se relajará pero no podrá dormirse. Al menos no tan rápido. Como en la
pantalla de un cine, se le aparecerá, rodeada de negro, una cartulina blanca. Y
de la cartulina blanca, que es pequeña, saldrá primero una mano y después un
brazo y el otro, lentamente, hasta que aparezca por completo, una hermosa mujer desnuda. Como saliendo de
una ventana abierta, gateando, arrastrándose, provocando a David, mirándole a
él con unos ojos tan azules, tan azules y David en la butaca, moviéndose hacia
él hasta ocupar todo el sueño, hasta taparlo todo y no puedo dormir.
Mientras tenemos a
David intentando dormir, en otra parte de la ciudad, no muy lejos de allí, una
chica joven se afana, sentada debajo de un flexo, en escribir un mensaje sobre una
cartulina blanca. La tenemos en su casa y son las dos de la madrugada. La luz
cónica del flexo iluminará la cartulina y formará sombras fantasmagóricas en la
pared, grandes, deformadas, creando una
atmósfera de película de suspense o de miedo. Estará aún vestida con unos vaqueros
y camiseta. Encorvada, echada hacia adelante, con el papel aún en blanco sobre
el escritorio, con las ideas bulléndole
en la cabeza, será cuando comience a escribir. Lo hará despacio, con mucha
calma, como hace siempre. Es esa clase de mujer que lo piensa todo mil veces.
Lo hago o no lo hago. Calculadora, fría.
Se apartará un mechón de pelo que le estorba. Se morderá el labio inferior,
juguetona. Se relamerá mientras escribe. Moverá inquieta los pies tamborileando
el suelo como si quisiera echar a correr. Ella tan rubia, con la piel tan
blanca y escribiendo para quien sabe quién. Ni ella misma lo sabe…o sí, si lo
sabe. Para David. Para cualquier David. Divertida se ríe ahora, justo cuando
termina de escribir, justo cuando pone punto y final, tu admiradora y besos.
Doblará la cartulina por la mitad y se levantará para ir a dormir o intentarlo.
Ese mismo día, por
la mañana, cuando David salió de su portal y giró a la izquierda y no dio ni
tres pasos cuando se agachó a por la cartulina, ella estaba allí observándolo
todo. Desde la acera de enfrente, como si fuera una cazadora furtiva, una niña
que jugara al escondite, acechando a su presa, lo veía todo. No perdió de vista
ni un instante su cartulina. La dejó
caer por la mañana temprano. Salió de su portal con ella en la mano. Caminó
unos metros por la acera y la soltó con disimulo. Aflojó los dedos para que se
perdiera, para perderla y ya veremos. Como quien lanza una botella al mar con
un mensaje dentro. Allí quedó, en la calle, perdida pero no, vigilada. Vigilada
por su dueña que cruzó la calzada y se quedó mirando. Podemos imaginárnosla
entonces sentada en un velador. Ella tomando un café. Tranquila, expectante,
coqueta. En una de las mesitas redondas
del café de enfrente de su casa. Ideal para vigilar tranquila. Con la mirada
fija como quien sólo tiene ojos y atención y energías para una sola cosa, su
cartulina. Sorberá el café sin apartar la vista de enfrente. Por encima sus
ojos, tan azules como el atlántico, mirando la cartulina. Obsesionada verá como
los peatones pasan de largo. Verá al caballero de la gabardina pisándola, a la
chica del anorak rojo pateándola y a los demás individuos desplazándola. Se
levantará cuando ya no la vea desde allí, cuando este fuera de su alcance.
Andará unos metros hacia adelante. Siempre atenta a su cebo. Siempre mirando al
frente. Quizás se apoye en una columna. Si, apoyada sobre su costado izquierdo,
con las manos entrelazadas a la espalda y las gafas de sol puestas, lo que acentuaba su
aspecto detectivesco, vio como David se agachaba a por la cartulina, a por su
cartulina, y como la guardaba en el bolsillo de su pantalón llevándosela consigo.
Presa cazada pensó, y se dio media vuelta enigmática.
A la mañana
siguiente, después de haber conseguido dormir unas pocas horas, David salió de
su apartamento como siempre, como todos los días. El viento ese día era mayor,
soplaba con más violencia y amenazaba lluvia. El cielo tenía unas tonalidades
grises que no contribuían al buen humor. Las nubes se afanaban en tapar el sol
y no dejarlo salir. Tan tímido y oculto detrás de la tempestad como yo, pensó
David. Se armó con un paraguas por si acaso, y se caló un abrigo no muy gordo,
marrón. Iba aún pensando en la cartulina. De hecho la llevaba consigo. Guardada
en el bolsillo interior de la chaqueta, allí permanecía oculta como el sol ese
día. A buen recaudo, como una estampita que le diera suerte y protegiera de los
accidentes. Mirando al suelo, inmiscuido en sus pensamientos, ósea en el
mensaje de la cartulina, avanzaba por la acera. Esquivaba a la gente que se
interponía en su camino. El aire le arremolinaba el pelo, se lo despeinaba y le
zarandeaba. Tenía que armarse de fuerza para avanzar. Se imaginaba entonces
gobernando un navío en medio del mar que navegara a barlovento. A barlovento y
la cartulina. El tráfico que aumentaba. Se inclinaba del lado que soplaba el
viento. Atento como un buen vigía al suelo, al firme que pisaba, comenzó a
notar las pequeñas gotas de lluvia en su cara. Iba a romper a llover. Veía
impactar las gotas en el suelo como pequeños proyectiles lanzados desde el
cielo, desde lo alto de una gran muralla. Cada vez caían con más fuerza y en
mayor cantidad, con más violencia. Presuroso abrió el paraguas. Resguardado
bajo ese débil parapeto continuaba su marcha, siempre mirando al suelo, siempre
yendo hacia adelante, cuando veremos que se para de golpe. Planeando por su
flanco derecho verá pasar nuestro amigo una mancha borrosa y blanca. La intuyó
por el rabillo del ojo. Girará de inmediato la cabeza para percatarse de que
demonios. Y correrá hacia atrás en busca suya hasta darle caza. Será
surrealista verle correr tras aquello. Ya en su cabeza imaginará que otra cartulina,
que otro mensaje y corriendo por si acaso. Unos chicos se le quedarán mirando
atónitos. Soltarán una carcajada por lo cómico, mientras se meten en unos
soportales. Convencido de que se trata de
otra cartulina, verá como se estampa contra una farola. El papel, está vez
enfurruñado y húmedo ha ido a parar contra el poste de la farola y se mantiene
suspendido. Empujado por el viento y la lluvia, permanece pegado a ella, sólo
esperando a que David lo sujete y lo lea al instante, y se lo lleve después
consigo bien guardado.
La misteriosa chica
de los mensajes será testigo de cómo David recoge la cartulina. Lo hará estando
de pie delante de la ventana de su apartamento (vive justo en esa calle), con
una taza de té caliente en las manos y vestida únicamente con un camisón
transparente de satén, que nos dejaría percatarnos, si estuviéramos allí para
verlo, de sus diminutas y sexys braguitas azules debajo. Resguardada de la
tormenta, pensará en el mensaje que esta vez escribió. “Te vi, te veo y te
veré, tu admiradora que te desea, besos.” Escondida tras la cortina, de perfil,
tan altiva y majestuosa como una Cleopatra, no perderá detalle alguno. Verá
perfectamente a David deteniéndose de repente, como patidifuso, impactado por
el vuelo de la cartulina. La llamada de su amada. Observará la reacción de este
al coger la nota y leerla. Casi podrá intuir el azoramiento y los nervios de
David. Los giros de cuello de este, mirando a todos lados, como buscando sin
saber que buscar, desconcertado, de pie, empapado, calado hasta los ojos, el
paraguas caído en el suelo y él con la cartulina desplegada en las manos y
volviéndose loco muy lentamente, como si le inyectaran veneno en pequeñas dosis
mediante aguijonazos pequeños. Ella siempre jugó a este juego, desde que era
niña le gustaba dejar mensajes que alguien al azar encontraba y leía. Ahora no
era menos. Ahora lo seguía haciendo. Se divertía de este modo y no paraba. La
casualidad de toparse con un papel, con un mensaje. Dejaba el trabajo sucio a
sus mensajes. Los utilizaba como sirvientes a su merced. Palabras que formaban
frases que construían mensajes y esperar. Normalmente no continuaba con el
juego. Normalmente sólo esperaba que alguien lo leyera y ya. Pero a veces, si
le llamaba la atención el receptor, repetía y continuaba con la partida. Este
parece que había sido el caso que nos atañe. Algo de David, quizás su
arrebatadora timidez, había llamado la atención de nuestra jugadora. O quizás
su físico o su manera de andar. O lo que fuera. Lo que estaba claro era que ya
no pararía, y lo que estaba más claro aún era que David tampoco se detendría.
Inoculado sin saber por una joven rubia, quizás aburrida de lo convencional, de
lo cotidiano y por eso el juego, David pasó a jugar con ella sin ni siquiera
saber que jugaba.
Miraba las dos
cartulinas desplegadas sobre la mesa del salón. Sentado en una silla. Con el
desayuno servido al lado. Absorto. Su caligrafía. Tan hermosa, tan sensual. El
simple hecho de releerlas una y otra vez lo hipnotizaba. Le gustaba. Se las
sabía de memoria. Como una marioneta estaba atrapado por las cartulinas.
Imaginaba a una mujer de curvas sinuosas, atractiva, escribiendo para él.
Desnuda en la cama, frente a él y te deseo. La forma en la que dibujaba la S,
tan pronunciada, prolongando el lacito, alargándolo, retorciéndolo para que
resultara más provocativo y tú. La redondez y el estilo de su caligrafía. Sin
duda tenía que ser atractiva. Esa noche se durmió imaginándose con ella.
Abrazándola. Escribió en un papel, bien en grande,”yo también te deseo”, y lo
dejó sobre la mesilla. Al punto, sin poder conciliar el sueño, se incorporó y
bruscamente, sin motivo aparente, estrujó el papel donde lo había escrito. A
oscuras, simplemente con la luz de la luna asomando desde la ventana como
testigo, una luz tenue y débil, hizo una
bola con el papel y lo tiró por la ventana. El papel cayó sin más. Estaba
perdido. No podía saber. Únicamente dependía de la chica de las cartulinas y de
la suerte. Dos días seguidos. ¿El destino? ¿Y si se acababa? ¿Y si ya no más
cartulinas? Aunque no puede ser, ella lo dejo claro, te deseo y te veo. Seguro
que mañana. Ahora procura dormir.
Nuestra jugadora
esa mañana, mientras David está mirando las cartulinas desplegadas sobre su
mesa, se vestirá despacio. Se colocará frente a un espejo. Lo tiene justo
enfrente de su cama. Se desnudara lentamente. Se quedara un rato así, desnuda,
admirándose, deseándose. Elegirá mientras tanto que ponerse para salir a la
calle con el objetivo de tropezarse con David. Algo informal. Primero la ropa
interior. Mientras se la coloque, se le escapará una sonrisa de buitre, pícara,
esquinada. Pensará en David, del que aún ni siquiera sabe su nombre, pero sí
que está totalmente desquiciado. Imaginará la cara que se le quedará cuando se
crucen por la calle y se tropiecen. Ella lo pensó, lo ideó así. Me tropezaré
con él y se me caerán los papeles. Me
dejaré la cartulina que él recogerá pero ya muy tarde, ya no estaré cerca.
Lejos. Apartada y David con mi imagen fugaz, con mi imagen para volverlo más
loco, para incrementar su deseo. Eso ocurrirá después. Ahora elegirá por fin
blusa blanca con lunares negros y legins ajustados, con chaquetilla de lana
para el frío. Se verá atractiva. Antes
de salir de casa se pintará los labios de rojo, se perfilará los ojos, las
pestañas, y cojera la cartulina nueva que escribió por la noche “Pronto nos
tendremos, un beso, tu admiradora”. La meterá entre varios papeles en una
carpetilla y saldrá con ella bajo el brazo a la calle. Lista.
Por ahí llega, por
ahí te veo, el chico de mis cartulinas, mi pareja de baile. Míralo. Nervioso
como un niño. Tan ingenuo. Es tan adorable que me lo comería. Mirando el suelo.
Siempre mirando el suelo. Más te vale que me veas, que alces la cabeza si
quieres verme. Se ve que te tengo desquiciado. Hacía tiempo que no encontraba
un jugador tan aprovechable, tan jugoso, y encima eres guapete. Busca. La
esperanza es lo último que se pierde. ¿Me deseas verdad? Y eso que sólo leíste
dos cartulinas, imagina si te hablo, si te beso. Caerías rendido a mí. Tú y yo.
Ya te veo, pero sigues sin mirar adelante, sólo la acera, con el día tan bueno
que hace. Este sol. Efectivamente el día había amanecido soleado. Las nubes
habían desaparecido. Una tímida bruma húmeda y fría moría con los primeros
rayos de sol que aún despuntaba bajo. La lluvia y el viento, con el inmenso
aguacero que cayó el día anterior, ya sólo eran agua pasada, lo que facilitaba
a nuestros protagonistas su primer encuentro.
-
Huy, perdona.
Lo dirá nuestra protagonista con voz quebrada,
de niña buena una vez que se tropiecen. La carpeta se le desparramará por el
suelo, los papeles desperdigados, y estando ambos agachados, se mirarán por
primera vez a los ojos. Un segundo. Lo suficiente para que sepan. Se habrán
agachado al instante, después del choque provocado por ella. Un choque premeditado,
con el hombro izquierdo, lo suficientemente fuerte para el cometido que buscaba
la chica, que los papeles cayeran y que él la mirara. Ahora estaban frente a
frente, de cuclillas, con los papeles en la mano, mirándose a los ojos,
alucinando él, firme ella, deseosa.
-
No te preocupes, la culpa es mía
que no miro por donde voy.
Una amplia sonrisa asomará de nuestra
jugadora. Una sonrisa más amplia de lo normal que resaltará sus grandes
mofletes. David también sonreirá, aunque de forma más leve y apartará además la
mirada. No está acostumbrado a toparse con mujeres, a relacionarse con ellas y
hablarlas. A que lo miren a los ojos como ahora lo estaban mirando. Tan
profundo, tan intensamente que no lo soporta. Tiene que desviar la mirada. Ojos
que exterminan. Miradas que matan, que enamoran. Se pone nervioso si esto ocurre,
y ahora lo tenemos acuclillado frente a la chica que le escribe las cartulinas aunque
el aún no lo sabe pero lo sabrá pronto. Es verdad que le sorprendió esa sonrisa
tan grande. Los dientes tan blancos, la dentadura tan perfecta y esos ojos azules. ¡Qué mirada!
-
Muchas gracias por ayudarme. Menos
mal que hoy no llueve. Y la culpa es mía desde luego.
David sentirá el roce de la mano de nuestra
chica en el movimiento de recoger los
papeles esparcidos. La estará ayudado a ello. Será un leve roce, fortuito, casi
inexistente pero suficiente para que la piel de David se estremezca, para que
perciba una suavidad de manos cuidadas, finas, elegantes, tan cálidas que hagan
que David imagine. Un solo segundo y la vida te puede cambiar. Tan inesperada,
tan inaudita, tan impredecible. Uno nunca sabe lo que le pasará, con quien se
cruzará, que le deparará a la vuelta de la esquina. Salir cinco minutos antes o
después de casa, decidir ir aquí o allá, contestar o no a una llamada de
teléfono, hablarle a una completa desconocida que se cruza contigo sólo porque
te gusta, sólo porque le viste su mirada azul y te impactó…puede ser decisivo.
Historias que se esfuman, que se van como por un sumidero y ya no vuelven.
Historias tan frágiles que se desvanecen desde que te quedas callado y la chica
de la mirada azul, tan guapa, tan ella que pudo ser y no, se cruza contigo y
silencio. Entonces esa vida que te imaginaste por un momento y que quizás pudo
ser desaparece, se hace trizas. Ni si quiera se hace trizas porque ni siquiera
fue. Historias y vidas truncadas. ¿Y si la hubiera hablado? ¿Y si la hubiera
parado y dicho todo lo que pensaba? Sus ojos…etcétera.
-
No fue nada. Y para nada fue tuya
la culpa. No fue de nadie y punto...-
Ella se
incorporará antes. Quedará de pie antes que David mientras este dice esas
últimas palabras. En su mente estará divagando sobre las probabilidades y las
vidas que se nos escapan, en el que pasaría si…pero no hace nada, solo estarse
quieto, callado como una estatua que llevara siglos plantada sobre un altar,
muda por completo, mientras verá de una forma velada, casi fantasmal, como la
oportunidad se aleja poco a poco. Segundos que pasan. Tenía las palabras preparadas,
elegidas que le diría pero ya demasiado tarde. Las oportunidades se esfuman,
los trenes abandonan las estaciones rápido y quizá ya no vuelven más, se alejan
para no volver, para desaparecer como desaparecen nuestros sueños al
despertarnos. Escuchará el agradecimiento como amortiguado por una gruesa
colchoneta y de sus labios, abiertos de admiración, emitirá un hasta luego tan
frágil y delicado que solo lo escuchará él. La chica que ya se aleja y David
que se yergue poco a poco viéndola ya lejana, el vaivén de sus andares
perdiéndose entre la gente, esa mirada que ya no podrá olvidar porque era muy
azul, muy intensa, porque en la madeja que son los recuerdos y los pensamientos,
este percance se revolvió colocándose al frente y le hizo olvidarse por unos
instantes de las cartulinas y sus mensajes.
Dando unas
zancadas más amplias de lo normal, nuestra chica se aleja de David. Lo hace con
firmeza, sin mirar atrás, con los labios apretados, la mirada fija al frente,
más allá, mirando quizá al horizonte, a un punto que únicamente ella puede ver,
porque solo ella conoce. Irá pensando en David y en su mirada huidiza. Atisbó
sin duda sus grandes pestañas, su rubor de adolescente, su gentileza nerviosa y
sus manos tan frías como el hielo cuando se rozaron. Se va riendo por dentro,
ella también nerviosa, andando tan rápido que casi choca con una farola. Debe
desaparecer antes que. Girará a la derecha por la primera bocacalle y ya. Le ha
gustado el encuentro. Se ha divertido como una niña que tuviera todos los
juguetes del mundo, como una princesa malvada que jugara con sus amigos. Ahora
tiene la adrenalina al máximo, está segura de que él ya habrá descubierto la
cartulina que se quedó tirada para que la viera, para que le impactara tanto
como la forma en que lo miró. Abrió bien los ojos para ello, grandes,
divertida, sin pestañear, a sabiendas, para que se quedara anonadado, para
desarmarlo con sus armas de mujer. No se imaginará entonces lo que pasó en
realidad y que solo nosotros sabemos, solo yo lo sé y os lo cuento. David vio
la cartulina y leyó el mensaje casi temblando. Cuando lo acabó de leer no se lo
creía. Tuvo que leerlo varias veces para creer. No puede ser pensó, es
imposible. Que la chica de la mirada azul sea en realidad la chica de las cartulinas.
“Pronto nos tendremos, un beso, tu admiradora”… “Pronto nos tendremos, un beso,
tu admiradora”… Corriendo tras ella, David salió lanzado. Llevaba la cartulina
en la mano, la cartera colgando, despeinado, veloz, esquivando a los pocos
peatones que a esa hora recorrían la calle, hasta que llegó a la bocacalle por
donde quizá giro o no, no estaba seguro. No la vio. Desaparecida. Perdida. Tan
enigmática o más aún que antes. La chica de la mirada azul, de los grandes
ojos, de las cartulinas. La misma chica con la que llevaba soñando dos noches,
tres días seguidos, esa era ella y se había esfumado sin dejar rastro.
Resollando se paró en seco, las manos apoyadas en las rodillas, doblado,
recuperando el aire a consecuencia de la carrera, pensando en lo travieso del
destino, en sus jugarretas, en lo rápido que puede cambiar todo.
Paula, que así se
llama ella, desvelado por fin para alivio del lector ávido de información
nominal de nuestra chica juguetona, se secaba con la toalla que tenía colgada
del perchero cerca de la bañera. Se secaba el cuerpo después de una ducha relajante.
Había estado pensando en David, en sus ojos, en todo lo que despertaba en ella
sus deseos más carnales, más pasionales. Poseer a un chico tan tímido, tan
vulnerable, tan impresionable. Hacerlo comprender, enseñarle, susurrarle al
oído que por fin, que ya la tiene, que no temiera un rechazo, un portazo en las
narices, que él era un hombre atractivo y ella una mujer deseable que estaba
ahí con él, junto a él para protegerlo, para protegerse mutuamente, para amarse
sin temores. En la ducha se había estado acariciando, los ojos cerrados, el
agua cayendo, David allí, detrás de ella, besándola en el cuello, mordiéndole
el lóbulo de la oreja, sutilmente, como pequeñas descargas eléctricas, como
pequeños duendecillos recorriendo sus zonas más sensibles, estremeciéndose cuando
imaginaba como David apartaba sus cabellos y hundía sus labios en ella, David
descendiendo muy lentamente, con deliberada parsimonia, deleitándose en cada
beso, en cada lametón que le surcaba la espalda hasta alcanzar zonas más
delicadas. Las curvas naturales tan pronunciadas y peligrosas, el ruido
ensordecedor del agua al caer sobre ella, sobre la bañera y sus besos, sentir su calor
en ella elevándose como una caldera a punto de estallar y David, y gemir y
estallar al fin mientras notas tu mano pringada entre las piernas húmedas y
mojadas y ya te relajas por fin...y David.
Ya tienes decidido
que harás. Mañana lo esperarás en el mismo sitio que hoy y os iréis juntos. Ya
no más cartulinas. Quizá no os digáis nada, no pronunciéis palabra alguna, pero
os cogeréis de la mano fuerte, y os alejareis de allí veloces, ansiosos,
decididos a la pasión, al desenfreno, dispuestos a resolver ese deseo que os ha
ido creciendo a ambos, día a día, minuto a minuto, la incertidumbre de él, la
impaciencia y lujuria de ti, tan traviesa, tan jodidamente deseable. Tu juego
que llegó tan lejos, que llegará tan lejos y David. Mañana averiguaras su
nombre después de teneros ambos, después de aprenderos de memoria los secretos
de vuestros cuerpos, de vuestras pasiones. Él sobre ti, en la cama, las sábanas
en el suelo, en alguna parte, tan lejos, las habréis arrancado de su sitio, la
ropa tirada por el piso, la rebeca y el suéter en la entradita, los pantalones
de ambos en el pasillo, los calcetines en la puerta del cuarto, la ropa interior
junto a la cama, a un lado, y vuestros cuerpos encendidos e impresionados, fatigados
ya por la gimnasia tan bien hecha, empapados de sudor, mirándoos entonces sin
temores, fijamente mientras se os escapa una risita de complicidad por la
situación, porque casi no os lo creéis, porque os cuesta imaginarlo pero si,
estáis los dos juntos, David y Paula, tan diferentes y tan parecidos, tan
apasionados y juntos al fin.
David le contará a
Paula que la última noche ni durmió. Sólo veía su mirada azul, sus diminutas pecas
que salpicaban su rostro y que ahora mientras le hablaba tan pegado, veía tan
atractivas, tan sensuales, y ahora tan juntitos, cuerpo con cuerpo, abrazándose
está vez si de verdad, estrechándose para ser, para sentirla, los mofletes
inflados, la sonrisa regalada, los labios rojos y su mirada clavada en él. Una
mirada de admiración, de por fin te tengo, de veneración mutua. Tan poco
acostumbrado a mirar y ahora mírame, no aparto mis ojos de los tuyos, tan
azules, tan preciosos que me recuerdan al diamante o al zafiro más brillante.
Me has enamorado, me has subyugado y he caído rendido a ti y te doy las gracias
de este modo, besándote en tus pecas, en cada una de ellas, aunque sean mil y
nunca acabe, aunque nos tengamos que quedar aquí, perpetua dulce condena, mis
besos y tus pecas, tu mirada y yo…Gracias Paula por jugar conmigo.
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