El delantero, ágil y diestro como un puma, se desmarca
entre la maraña de contrarios que miran atónitos y estupefactos como el
esférico vuela literalmente por encima de sus cabezas. Sin dejar de correr, con
la ansiedad y voracidad del nueve puro, del rematador siempre dispuesto, no
deja de mirar el balón que se le acerca, que planea en dirección al hueco, a
esa esquinita de césped que nadie atendió cerca del área chica pero él sí, él
si lo vio, en el vértice izquierdo pegado al portero, hábitat idóneo para
virtuosos del último y único fin del fútbol, el gol. El portero que salta. El
portero que no llega, que tuerce el gesto y gira el cuello siguiendo la
trayectoria del balón sabiendo que ya no llega, que se le escapa, que para él
no es ese regalo del cielo. La pelota que baja. Ahora la pincha, la amortigua,
la amansa como si le fuera o quisiera cantar una nana, como si quisiera
dormirla acurrucada entre sus pies, como si la quisiera o amara como a una
madre. Es un genio naciendo que la tiene pisada, un genio que vemos como
gambetea y engaña al defensa que se apura en arrebatarle lo que no le
corresponde y puede, lo que no es para él porque es para el delantero, para el
virtuoso que lo deja atrás jugando a lo único que sabe, al fútbol. Uno y dos
amagues, regate al portero sin tocar el balón, sólo insinuando, moviendo la
cintura, para ti pero no, imitando viejas danzas tribales o algún tipo de samba
o baile que utiliza como un mago. Los cincuenta mil espectadores expectantes. Algunos
se ponen en pie, yo mismo me pongo de pie, me llevo las manos a la cabeza, a la
sien, abro bien los ojos y la boca. Chillo como un niño alucinado. No creo lo
que veo. Los entrenadores en la banda nerviosos. El árbitro pendiente, atento.
Sus compañeros parados. Ya poco han de hacer, sólo atender, disfrutar. Los
rivales impotentes. El tiempo que se para cuando este chico toca el balón. Es
su primer partido y cuarto gol hoy. ¿De dónde viniste? Nos asombra tu capacidad
imaginativa y tus recursos de baile de salón. Tocas el balón como si tocaras a
una hermana o a un hijo. Lo mimas y lo quieres como propio. Pides la pelota con
el descaro que ya nadie tiene. Te sales de la norma, de las reglas tan
marcadas. Juegas como jugabas hace sólo unos días al fútbol en tu país, y aún
parece que sigues allí, entre multitud de chicos como tú, que lo único que
tienen es ganas de jugar y esperanza.
Negros famélicos y mal nutridos semi desnudos que corren todos detrás de ti
intentando darte caza. Y tú que te resignas y sigues avanzando con el balón
descosido de trapo o de cuero roído pegado a tus pies descalzos. Porque tienes
los pies descalzos, como todos ¿y qué? El terreno pedregoso, lleno de polvo y
piedra y barro al que tanto estabas acostumbrado y tanto querías, y que ya no
pisas, pero que pisan tus hermanos y primos y tus amigos, que juegan cuando
pueden con latas o trapos o botellas, con lo que haya porque el caso es jugar y
gol. La tierra soleada y calurosa y pobre y explotada de donde viniste tan
lejana. Te hicieron promesas que ni entendías. Tú sólo querías comer y una casa
y jugar. Te enseñaron la ciudad deportiva y tus ojos no creían lo que veían.
Césped cuidado y muchos balones. Duchas. Cogiste el balón y ya no lo soltaste.
A buen entendedor pocas palabras bastan. Tú ni siquiera una. El fútbol es un
idioma que hablan muchos y entienden pocos. Tú sí que lo entiendes, y por eso
juegas así, y por eso ahora marcas tu cuarto gol y los que quieras. Por eso te ovacionan
y te abrazan. El talento abriéndose
paso. La semilla que brota y crece dónde más difícil se lo ponen, dónde los
niños juegan y se mueren después, a los pocos años, pero ¿y qué? África negra y
esclava y pobre, pero África feliz con poco. Cuanto hemos de aprender. El
fútbol es eso. Fantasía e imaginación. El chico negro de Mozambique o de
Nigeria o de Malí, el chico negro que juega siempre en su poblado y con sus amigos, en su campo
aunque esté jugando en Europa y en césped y con millones de ojos viéndole… al fin y al cabo se divierte y nos divierte, y nos gusta.
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