Antonio se levantó,
preparó su mochila y se curó las heridas en silencio. Lo hacía con la pulcritud
y cuidado que pone el guerrero o el púgil o el torero antes de su faena.
Procuraba no hacer ruido. Se movía por la pequeña habitación como danzando,
como ensayando una coreografía que ya se supiera de antemano. Eran las ocho de
la mañana y Miguel aún dormía plácidamente en la cama del hostal. Antonio lo
avisó despacio, con una voz suave, aterciopelada, una voz que se entretejía en los
sueños de Miguel y lo despertaba. Tenemos que irnos, son ya las ocho. Miguel se
giró, se enderezó, estiró las piernas debajo de las sábanas, dobló los dedos de
los pies, rotó los hombros y bostezó. Todo el cuerpo le dolía. Todo el cuerpo
se esmeraba en gritar, en dar la voz de alarma, en avisarlo que algo no iba
bien. Mientras Antonio continuaba con su tarea de curar ampollas, rozaduras y
durezas, Miguel el primerizo, el debutante, se enderezaba muy lentamente,
despacio, sintiendo a cada milímetro las punzadas de dolor. Eran como espadas o
lanzas clavándose en los músculos. La planta de los pies inflamada, llena de ampollas,
al menos tres o cuatro en cada pie, colocadas estratégicamente y no muy
grandes, casi invisibles, casi pasando desapercibidas si no fuera porque Miguel
las sentía ahí, como parásitos riéndose de su huésped. Los gemelos doloridos,
rotos, sobre todo el izquierdo. Al ponerse de pie lo notó. Notó todo eso y
además notó el dolor en el trapecio al mover el cuello o los brazos. La mochila
pasa factura. La llevarás bien hoy pero mañana te enterarás, seré un lastre
para ti. Dar un paso le costaba. No, no le costaba, le dolía. Ponerse la
sudadera era un suplicio, un sufrimiento y preparar el macuto una odisea.
Estaban en Miño y el día anterior habían salido desde Ferrol para hacer el
Camino de Santiago en sólo tres etapas. Aproximadamente ciento veinte
kilómetros en tres días. Era el Camino Inglés, supuestamente la ruta seguida
por los anglosajones y nórdicos para llegar ante la tumba del Santo Apóstol en
Santiago de Compostela. Una vez preparados, abandonaron la habitación
silenciosos, aún algo aletargados, aún fríos, aún buscando algún bar para
desayunar. Antonio siempre delante, Miguel detrás o al lado, nunca delante. La
mañana era plácida aunque algo calurosa. Había pocas nubes y el sol se elevaba
tan rápido y puntual como siempre. Era ya tarde, las nueve y quedaban cuarenta
kilómetros por delante. El hospital de Bruma esperaba. Era nuestro objetivo,
nuestra meta. El día anterior alcanzamos Miño de milagro. Soy yo, Miguel, el
amigo de Antonio, el incauto aventurero que se lanzó al barro sin pensarlo,
sólo con las ganas y las fuerzas que te dan el entusiasmo y la ilusión de
querer hacer algo. Y ese algo era el Camino y Galicia. No la conocía y ya era
hora. Se dio la oportunidad y aquí estoy o allí estaba, haciendo camino y
disfrutando de su tierra y de sus parajes y de su gente. Justo el día anterior
a venir aquí, tenía fiebre, casi treinta y nueve, tenía poca energía y pocas
ganas de nada. Mi organismo se debatía, luchaba casi resignado a perder la
oportunidad. El primer tren pasó, lo perdí. Antonio partió sin mí. Mientras él
se alejaba de Badajoz dirección a Mérida y después rumbo norte hacia Galicia,
yo sudaba e invadía la cama malo, harto de paracetamol y agua y pensando que
otra vez será, que hay más oportunidades y más momentos. Pero no los hay. El
momento es ya, es ahora y tenemos que disfrutarlo y vivirlo. Tan valioso es
nuestro tiempo que me puse de pie, fui al baño, fui a la cocina, hice la comida
y mientras todo eso hacía, me llegó una información, a las nueve y cuarenta hay
un autobús que se dirige a Ferrol. Era el segundo tren, la segunda parada y no
iba a desaprovecharla. Reservé el billete sin mirar si quiera su precio. Las
ganas podían. Estaba convencido de que iría, de que conocería Galicia, de que
el momento había llegado y no lo iba a dejar escapar. Los pies me dolían, los
gemelos me mataban a cada paso esa mañana en Miño, cuando salimos recién tomado
un café y unos churros y unas tostadas, pero aún no me dolían tanto como al día
siguiente, como el día tercero que desistí de caminar, como el instante en que
paré en medio del monte, entre cuatro casas rodeadas de verde, de pradera y
vacas, viendo amanecer mientras yo me apagaba y me arrastraba a cada paso. Era patético verme,
era agónico verme, era poético verme. Una poesía patética, dura, como un gancho
de derechas que te noqueara. Los niños me adelantaban, otros peregrinos me
pasaban, todos me adelantaban enérgicos y sanos. Llega un momento que debes
saber cuando parar. El día anterior, en la etapa más dura sufrí. Sufrí pero
llegué. Pasamos por Betanzos, subimos senderos empinados que nunca acababan,
que se retorcían doblándose y burlándose de nosotros pero que terminaban por
fin. Yo iba por supuesto a mi ritmo, constante, lento, monótono, aburrido,
sumido en mis pensamientos vacuos, en ese pozo sin fondo que es la mente.
Muchas veces procuro dejarla en blanco, sólo concentrarme en la respiración, en
dar un paso más, en seguir, en engañarme diciéndome que pronto llegas, pero
otras no puedo. Otras me veo recordando la receta del bacalao al horno para
seguidamente recordar que voy jodido, que no puedes más, que te pares o
revientas. Recordé a Derek Redmon en las Olimpiadas de 1992 de Barcelona. El
joven atleta favorito en la prueba de los 400 metros lisos. Recordé como iba
primero. Recordé como pasando la primera curva de la pista, cuando llevaba más
de 200 metros se paraba bruscamente llevándose la mano a los isquiotibiales y
caía de rodillas, hincándola sobre el tartán. Recordé como a pesar de eso se
levantó. Había perdido ya la carrera. No tenía opciones pero se levantó ante
todos los espectadores y continuó cojeando. Su padre saltó de las gradas para llevárselo
y él se negó. Él tenía, él debía acabar la carrera y la acabo abrazado a su
padre y llorando ante la admiración y el aplauso de todo el mundo. Ese día
todos fueron Derek. El otro día yo fui Derek hasta Bruma. Fui más Derek las
tres horas que me arrastré cojeando hasta que paré rendido. Es contradictoria
esa sensación. El querer pero no poder. El debatirte, el saber que no puedes
pero vamos que ya queda menos. Al fin y al cabo todo es contradicción, todo es
un equilibrio que ponemos en una balanza que ni conocemos. Vi a Antonio que me
esperaba en unos soportales junto a las mesas de un bar. Llevaba más de media
hora. Las sillas y mesas eran rojas. Es curioso como en situaciones de estrés o
extremas nos acordamos de los detalles aparentemente más nimios, más
superficiales. Unas vacas pastaban a lo lejos. Me acercaba lento, muy despacio,
sin cambiar siquiera la expresión de la cara, era un maniquí o un ser
completamente automatizado, un muerto en vida. Me senté aún dispuesto a
continuar, a descansar un poco y seguir. Estábamos a treinta y cinco kilómetros
de Santiago o quizás más pero yo no quería rendirme, yo era un terco. Me
encontraba al filo de un precipicio, como una moneda de canto que estuviera a punto
de debatirse hacia un lado, de caerse y quedar así, tendida sobre el suelo,
inmóvil, vencida. Sigue tú Antonio, yo me quedo, no puedo. Las palabras sonaban
llenas de resignación, de rabia. Había jugado ya bastante a que podía hacerlo
pero no podía, era una locura, mis piernas y mi espalda gritaban de dolor,
decían basta ya, no podemos más, suplicaban que desistiera, que me quedara un
buen rato sentado en las sillas rojas descalzo y con los pies en alto, sin
pensar en nada, sólo inmóvil, quieto, viendo pasar los coches y el tiempo, convenciéndome
a mí mismo que había hecho lo que podía, que había hecho bien. Sufrir es gozar
también. Sufrir para alcanzar un objetivo es loable, es admirable. Sufrir y
conseguir los frutos dan a uno la satisfacción del trabajo bien hecho, del esto
puedo hacerlo, de superar retos o metas que parecieran fuera de nuestro
alcance. Por eso sufrir es gozo, por eso deben luchar por sus sueños, por eso
en el mismo camino encontraran la felicidad y no en la meta. En la meta sólo
satisfacción, en el camino orgullo y felicidad. La felicidad no es la meta, es
el camino. Estuve un buen rato en silencio. Callado, inmóvil, casi con los ojos
cerrados sin hacer nada más que ser. No sé el tiempo que pasó hasta que me
incorporé y con dificultad retrocedí unos metros atrás, a una cafetería ya
abierta. Poco a poco iba recuperando el ánimo y la resignación daba paso a un
nuevo objetivo, comerme unas tostadas y beberme un café. Sentado en otra silla,
esta vez blanca y rodeado de un grupo de peregrinos me la tome tranquilo, muy
sereno. Flotaba en el aire. En esa sensación totalmente artificial comencé a
hablar con la gente, a todos les exponía mi situación tan precaria, tan lamentable
y todos me comprendían y ayudaban. Uno de ellos, jugador en la máquina
tragaperras, parroquiano habitual del bar se ofreció a acercarme al pueblo más
cercano donde cogería el autobús que me acercaría a Santiago. Eso hice y ahora
aquí estoy, frente a la Catedral de Santiago sentado en el suelo y esperando a
Antonio que siguió su camino y llegará a esta bonita plaza del Obradoiro. Es
así, pienso que cada uno hace su camino, como en la vida, el camino de Santiago
es igual. Cada uno hace el suyo aunque sea el mismo. Hay miles, millones de
Caminos de Santiago, tantos como peregrinos lo hacen. La plaza está abarrotada
de gente, de visitantes, de peregrinos y no peregrinos, de vida al fin. Yo hice
el último tramo en bus y Antonio lo hizo andando y aquel hombre de allí lo hizo
en bicicleta y aquel de allá sólo pasea frente a mí, quizás hizo ya su camino,
quizás lo hizo en sus sueños, o quizás no, quizás lo está haciendo ahora y ni
lo sabe. El Camino de Santiago es eso, es VIDA, es la vida misma y como tal
cada uno lo hace sólo aunque este acompañado, acompañado aunque lo haga sólo y
merece la pena, al igual que merece la pena vivir la vida y no resignarse.
¿Qué me espero de
Santiago? Pues aparte de la compañía de Antonio y de las Islas Cíes, quizás
conozca a tres chicas maravillosas, y quizás también tenga el mejor cumpleaños
en años, desde aquellos con globos colgando y tartas de chocolate y piñatas y
sanwiches de queso y nocilla sobre la mesa. Seguro que mañana será un buen día
y lo disfrutaremos juntos Inés, Mamen y Lola, por supuesto Antonio y la playa
de las Islas nos abrazara junto a la sombrilla en un bar lleno de Estrellas
Galicias y bocadillos y risas. Gracias chicos…el Camino no acaba en Santiago,
sólo continúa.
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