Y de repente te encuentras mirando una foto en
blanco y negro. El salón donde te encuentras está abarrotado, es medio día y el
sol brilla en lo alto penetrando a través de la ventana cubierta por unas
cortinas que parecieran un camisón de seda holgado que te cayera hasta los
pies. Es año nuevo, de hecho es el primer día de un nuevo año, el dos mil
quince. Estás sentado al calor de un brasero eléctrico entre dos familiares, tu
prima y tu tía, la hermana de tu madre. Al fondo más vidas y más movimiento.
Ellos no paran de hablar, de gritar, de contar las anécdotas que se cuentan en
estas reuniones de comida y bebidas y risas dónde pareciera que la felicidad se
hubiera perpetuado para siempre. Ya has comido y te has saciado de los diversos
platos que tu otra tía, la anfitriona, te ha colocado debajo de las narices y
de los que has tenido que elogiar por deferencia y porque eres muy cumplido.
Los hijos de los hijos de tus tías, de las dos, corretean por toda la casa sin
parar, con las ganas y los nervios que sólo se tienen cuando se es pequeño y lo
de permanecer sentado entorno a una mesa nos parece muy aburrido y muy absurdo.
En total somos quince. Tu hermano se ha quedado en casa durmiendo la mona. La
noche anterior fue muy dura. Las uvas, esas doce que delimitan un año de otro,
exigían fiesta y este se la dio. Ahora estás mirando fijamente el centro de la
mesa camilla dónde permaneces sentado. Lo miras como absorto sin mover un
músculo. Ves una pequeña cajita de hojalata rectangular. Has sido tú quien ha
ido a buscarla a otra habitación y la has colocado ahí. Sabías que podría haber
dentro. Tu tía te lo había insinuado antes. Te lo había dicho. Te lo había
ordenado. Ve a la habitación y tráete la caja con las fotos. ¿Qué fotos? Una
tras otra irán cayendo todas las fotos frente a mí, pensarás. Las veré muy
pronto. Me sentaré cómodamente en el sillón y estaré pendiente. Ahora una
lluvia, un torrente de fotografías antiguas cae frente a tus ojos. Un baile
vetusto y nostálgico que coges con tus manos, que ves con tus ojos pero que no
reconoces. Te cuesta ubicar esas fotos en el tiempo, en el espacio, como una
baraja de cartas pronto te abultan en las manos. Son personas anónimas al
primer golpe de vista, pero tremendamente familiares después, a los pocos
segundos cuando tu tía canta, ese es Manolo, esa es la abuela, ese es tal y ese
es cual. De repente comienzas a ver. Como el invidente que de un momento a otro
recupera la vista, identificas rasgos, miradas, rostros medio siglo más jóvenes
que te miran desde ese papel duro y firme que ha esperado todo ese tiempo para
que lo cogieras ahora. La voz de tu madre atraviesa la sala y predomina en
ella. La oyes lejana, como amortiguada por una densa niebla que ocupara el
salón. Se cruza con la de tu primo. Cuentan chistes o dicen tonterías que no
son tan tonterías, porque nada de lo que digan o puedan decir lo es. Se ríen. Y
de repente te encuentras mirando una foto en blanco y negro. Las voces, tus
tías, tus tíos, tus primos, todos desaparecen. Todos se han levantado, han
abierto la puerta y se han ido dejándote sólo con la foto. Una niña risueña,
pizpireta, mofletuda, diríamos que pícara, traviesa en definitiva, aparece
sentada sobre una mesita con mantel de cuadros. Su pierna derecha cruzada sobre
la izquierda deja al descubierto sus piernas desnudas al levantársele el
vestido blanco y de tirantes que lleva. Muy chica yeyé. El muñeco que sujeta
con la mano izquierda, elevándolo, colocado a la altura de su cara, parece una
mera marioneta en sí, a merced de las travesuras de la niña. Le presiona la
nariz con el dedo índice de la mano derecha. Se burla de él o se ríe con él o
de él. Se la ve feliz. Morena. Con el pelo liso, el flequillo recto y largo,
por encima de las cejas, a la moda de la época, dejando asomar sólo un poco la
frente. Una coleta se insinúa detrás recogiendo su pelo. Los ojos cerrados,
como dos líneas pintadas de negro, rectas y simpáticas, dos ranuritas pequeñas
que se describen como consecuencia de su sonrisa, la cual podría iluminar una
cueva oscura, de hecho ilumina la foto, tan de tonalidades grises, tan blanca y
negra. Es el centro de gravedad de la fotografía. Es el foco al que todos
miraron, miran y mirarán cuando se asoman a ella, como un diamante que brillara
en la negrura de un pozo. Los diminutos dientes y su pequeña nariz armonizan y
completan su redonda cara, su precioso rostro. Ves más allá, más profundo. Ves
en ella tu risa que ya has visto tantas veces y en tantos sitios. Sin duda esa
niña es tu madre. Lo piensas mientras contemplas sorprendido ese pliegue, esa
arruga que baja desde la nariz a la comisura de los labios levantándole los
mofletes. Esa característica es tuya. Esa forma de reír es tuya. Tuya y de
ella. De repente la reconoces en la foto. Giras la cabeza y allí está, la misma
risa, el mismo ánimo, la misma persona, tu madre en el salón, que entonces,
cuando alguien, quizás su padre, quizás su tío, le hizo la foto en esos años
sesenta ya pasados en los que aún no sabía que iba a tener un hijo y después
otro, que se iba a casar y ser feliz de ese modo. En ese momento te la imaginas
despreocupada, jugando con aquel muñeco con el que ya ningún niño juega, aquel
muñeco sepultado, enterrado y sustituido por otros muñecos y otros juegos más
modernos, y entonces es cuando piensas que cualquier tiempo pasado fue mejor,
pero que aquí estamos, vivitos y coleando. La máquina del tiempo no se para. La
máquina del tiempo arrasa con todo, se ríe de todos aunque alguien logre de
cuando en cuando arrancarle una pequeña mueca. Un diminuto resquicio de luz en
una persiana bajada. Las fotografías son eso. Pequeños resquicios de luz por
donde nos asomamos al pasado, ventanas abiertas a nuestro yo del pasado. Uno
queda atrapado en ellas. Atrapado en otro tiempo y en otra época. Inmóvil,
quieto, con la expresión que tengas en el preciso momento que otro alguien
presione un botón en una máquina fotográfica. Han pasado más de cincuenta años
y aquella niña risueña enmarcada en una cartulina de diez por cinco centímetros
ha sobrevivido a todo ese tiempo como quien sobrevive en un campo de
concentración, en una cárcel en la que el paso del tiempo no es paso ni es nada
porque todos los días y todas las horas y todos los lugares y espacios son
siempre los mismos. Ha sobrevivido, quizás encerrada en un cajón al fondo,
perdida de todo y de todos todo este tiempo hasta que alguien las encontró y
como un héroe las rescató a todas para deleite tuyo y añoranza de ella misma,
cuando después, más tarde la coja y exclame, ¡Esa soy yo!, delante de todos en
el salón, mientras por dentro quizás esté pensando en lo cruel del tiempo y la
maquinaria de la nostalgia y el romanticismo se le ponga a funcionar y se
emocione por dentro disimulando para que nadie se entere, para que nadie de la
sala se entere, para que sea su secreto, para que quede como algo íntimo que
nadie descubra de ella, pero que estará ahí, como el aire que respiramos y
nadie ve. Mientras piensas todo eso, allí estás, frente a tu madre que aún no
sabe que será tu madre, frente a una niña que podría ser cualquier niña pero
que no lo es, no es cualquiera, es aquella que te sacó de sus entrañas y que
quizás ya entonces llevaba algo tuyo dentro, aunque sin duda ella entonces no
lo sabía. Entonces era sólo una niña jugando con su muñeco.
"Reflexiones y relatos. Una mirada al abismo de la vida y sus profundidades. Una caída de cabeza y sin manos al vacío, de frente, sólo amortiguada por pluma y teclas."
lunes, 22 de junio de 2015
miércoles, 17 de junio de 2015
Imposible
Imposible ser dos cuando somos uno. Imposible no verte cuando no estás. Imposible dejar de saborearte y olerte y tocarte cuando somos uno solo. Tú en mí y el recuerdo de tu mirada, de la mía, los dos mirándonos sabiendo ya. Imposible no hablarte porque siempre me escuchas, siempre atenta a mis palabras y yo a las tuyas. Tú me hablas también. Te oigo susurrarme cuando me acurruco en la almohada, cuando me acuesto entre tinieblas en mi cuartito que es tan tuyo como mío, el nuestro. Me besas detrás del cuello, en la nuca y yo te dibujo en mis sueños, en mis recuerdos, te siento allí, tendida y abrazándome como antes hacías y ahora haces. Yo no giro la cabeza, no me muevo, ni siquiera abro los ojos, solo te siento allí, tus líneas tan perfectas, tan hondas, tus líneas que un día recorrí con mis dedos, como recorriendo una fresa madura y ahora abrazo porque tan a gusto. Imposible no quererte desde tus manos, desde tu boca, tus labios, tu cuerpo. Imposible ser dos cuando somos uno, y me despierto y me quedo mirándote aún dormida, aún en tu sueño que es el mío también porque uno, en el que quizás estés despierta y me miras igual que yo te miro a ti en el mío, en el tuyo, en el de los dos porque imposible ser dos cuando somos uno.
viernes, 12 de junio de 2015
Whisky
Un whisky solo, sin agua, con
tres hielos. Esa bebida una y otra vez, un día tras otro, pedida con el simple
gesto de dirigir su mirada, tan profunda y cansada, ojerosa, al camarero que ya
lo conocía de tantos días consecutivos, de tantas noches acodado a la barra del
bar bebiendo solo y pensando en ella, siempre en ella y hablar de ella y
callarse y pronunciar su nombre como balbuceando, como a regaña dientes, como
con miedo de y si me escucharan, pero ya todos lo sabían, todos la conocían,
ella, tan lejos y tan presente. Solo entrar por la puerta del bar y el camarero
comenzaba a preparar lo que ya sabía que no le iba a pedir, pero si sabía que quería, su whisky solo sin agua,
con tres hielos. Después del trabajo no tenía a donde ir, ¿meterse en su casa,
en ese cubículo que lo corrompía más aún, que lo carcomía, que lo destrozaba
por dentro? Las paredes en esa casa, en sus circunstancias, se nos vendrían
encima, por grande y amplia que sea su casa estamos seguros que las paredes se
moverían, cediendo a los deseos de autodestrucción de su inquilino y como digo,
irían aproximándose entre ellas, las paredes, hasta que casi podría uno
tocarlas con ambas manos a la vez, simplemente con poner los brazos estirados
en cruz. El techo en este caso también juega un papel importante. Iría cediendo
pero más lento, como con burla, muy sibilinamente, casi de forma imperceptible
para casi aplastarnos al cabo de un buen rato. Quizás uno se hubiera quedado
dormido y al despertarse tendría el techo a dos palmos de las narices y las
paredes a uno y no le quedaría otra que gritar o volver a dormirse, pero esta
vez para siempre o no. El caso que nuestro chico, no iba a casa después del
trabajo. Iba al bar donde le servían tan escrupulosamente su whisky y donde
además cerraban tarde dejándolo a uno tranquilo. Así desde aquel momento, desde
justo el día siguiente al suceso, a las circunstancias que lo cambiaron todo.
Él que tenía su vida planificada, sus horarios estructurados, su rutina tan
mecánica, tan seguro de todo y mira, todo al garete, todo se desmorona en un
instante, todo sucumbe y sobrepasa nuestras expectativas. No hay un mañana. Hay
un hoy, si me apuras un ahora. Pero para él claro que existía un mañana, lo
tenía muy bien aprendido, se lo habían enseñado desde pequeño. Siempre tan
correcto, tan formal, tan puntual y meticuloso. Se sacó la carrera a la
primera. Conoció a la que sería su mujer a la primera también. Obtuvo su
trabajo en el bufete a la primera, desde luego. Todo a la primera. Todo tan
rodado, tan perfecto, tan luna de miel que asustaba. Era muy de comida a las
tres y corre que me voy que a las cuatro y media tengo reunión. Era muy de
horarios, muy de reloj de pulsera. Decimos era porque parece que en los
sucesivos días al hecho traumático en cuestión, el cual aún ignoramos, nuestro
hombre rompió con todo, y sobre todo rompió con su plan de ruta, con las cartas
de navegación que llevaba siempre consigo. Los derroteros lo habían
traicionado. Y es que un derrotero no deja de ser un derrotero, un viaje
peligroso que hay que tomar y que nos puede sorprender, para bien o para mal.
No es cuestión aquí de mencionar grandes marinos pero digamos Ulises, digamos
Ahab, digamos Colón. Todos ellos obsesionados, todos ellos buscando, todos
ellos ansiando un deseo capaz de destruirlos. Una obsesión. ¿Y que es la vida
sino un derrotero? Nuestro hombre, llamémosle Quique por ejemplo, (desconozco
su verdadero nombre, aunque el lector aquí puede desde luego nombrarle como más
guste o apetezca), nuestro hombre decía, lo tenía todo, o creía tenerlo todo y
se quedó sin nada, o pensó que se quedó sin nada. En ese caso, en el que la
cabeza se te nubla, en el que tus movimientos físicos parecen sacados de una
película en cámara lenta o directamente de una película del espacio, comienzas
a pensar. Y pensar en semejantes condiciones es muy peligroso. Acostumbrado
como estaba a su plan de vida cuadriculado, a su mujer, esa dulce y encantadora
chica que lo esperaba todas las noches en casa, vestida siempre tan sensual,
tan para él, para su marido porque sabía que le gustaba así, que le gustaba que
lo recibiera así, le abría la puerta y en braguitas y sujetador, la mayoría de
las veces, cuanto más con una camiseta suya encima, de él, amplia, tan grande
que por las mangas se le insinuaban los pechos, sus pechos que tantas veces y
que tanto gustaba de besarlos, de succionarlos, acariciarlos porque su mujer,
tan sensual, tan suya, tan para siempre. Y ahora ya no. Ahora bar y whisky.
Ahora soledad y miedo. ¿Ahora quién lo esperaba después del trabajo? ¿Quién le
abría la puerta tan para él?, porque él tenía sus llaves pero no abría, llamaba
para que ella le abriera y verla, y besarla lo primero y después la cena que se
enfría, y quizás champan o vino tinto y jazz, el amor. Con el cuarto whisky
estas imágenes le bailaban en la cabeza. Ya llevaban deslizándose un buen rato,
de hecho siempre estaban ahí, su mujer, su piso, sus discos de jazz y el
portal, escurriéndose por su mente, casi sin permiso, quien lo necesita cuando
eres tú, todo eres tú, tus miedos, tus nostalgias, tus pensamientos, todo eres
tú y te engloba, eres todo eso y tus sentimientos. Y eres todas esas imágenes
que ahora te bailan en la cabeza porque un día…El portal donde la conociste,
tantas veces te cruzabas con ella que al final, al cabo de muchos holas, de
muchos buenos días, la acabaste por conocer, por ir formándote una imagen de
ella, tan siempre igual pero distinto. Esa primera sonrisa, esa es la que ve él
ahora que sorbe el whisky, el poco whisky que le queda, tengo que pedir otro,
el camarero ya lo sabe, ya me lo trae, esa sonrisa, tan de niña inocente,
limpia, sincera, no carcajada, sólo una leve mueca, suficiente para
engatusarme, un día tras otro hasta que le pides salir ya que tienes una fiesta
y hombre, si te gustaría acompañarme, sería un placer para mí. Y empiezas a
salir con ella, y cada vez te gusta más, y a ella le gustas tú porque mira que
chico tan responsable y que atento, pero que guapo. Y pasan los meses, los años,
y te quieres casar conmigo, como no me voy a querer casar contigo tonto, y
todos se ríen y os felicitan y te vitorean porque estás de rodillas delante de
todos en la cena de nochebuena con toda su familia delante, y tú pidiéndole
matrimonio con la cara roja de la vergüenza. Esos recuerdos que te martillean
la cabeza y que no puedes evitar. El camarero ya te ha servido el quinto whisky
y te ofrece una servilleta. Estás llorando con el rostro caído, sombrío,
triste, con los codos apoyados en la barra sujetándote la cabeza. Todo es tan
caótico, tan impredecible, tomamos por seguras tantas cosas que no son, que da
miedo, que asusta pensar que nada es para siempre, que todo pende de un hilo
que se puede romper en cualquier momento, que poco depende de ti pero sin
embargo. Sin embargo miramos tan adelante, tan seguros de donde pisamos que nos
sorprendemos cuando el suelo está resbaladizo, cuando ha llovido, cuando ha
tronado y el firme se embarra, se ensucia y nos manchamos. Nosotros que somos
tan limpios, que no podemos, que no osamos mancharnos, tan impolutos que
cualquier imprevisto nos desequilibra. Un día llegaste del trabajo y llamaste
como siempre hacías, como le gustaba hacer a Quique, y no le abrieron. Llamó
una segunda vez. Esperó. Estará en la ducha o en la terraza, lo mismo no oyó el
timbre. Tercera vez. Recuerdas entonces que pasaron cinco minutos, diez y no
abrían aún. Te llevas el vaso a la boca, tragas una buena cantidad de whisky
que te hace arder la garganta. Te comenzaste a impacientar. Nunca te había
pasado, si por lo menos tuvieras tus llaves, pero ese día no te las llevaste,
tan convencido de que te abrirían la puerta y hola cariño. Maldita sea.
Aporrearás la puerta entonces, darás vueltas sobre ti mismo, comenzarás a
ponerte nervioso. ¿Habrá ido a comprar? Imposible, todos los comercios ya han
cerrado. Una sombra de sospecha te comenzará a nublar la vista. Tranquilo.
Respira. Recuerdas como lo hiciste, imagina lector, que tú eres Quique, sacaste
el móvil y después de haberte calmado, te sentaste en las escaleras, sereno
aún, marcando el número de tu mujer, escuchando los tonos tan profundos, tan
largos y ninguna respuesta. Una segunda llamada porque y si en el bolso, y si
conduciendo. De nuevo los tonos, cuarto, cinco…Una voz de hombre te responde,
“Hola, ¿es usted el marido de Violeta? Soy el Doctor X y su mujer está hospitalizada,
etc.” Y tu vida que se desmorona, que se desparrama como una montaña de naipes
que se mantenía en pie gracias a un precario equilibrio como el de tu vida,
como el de mi vida y la vida de Quique. Un equilibrio que suponemos firme pero
que se tambalea, se cae, como esas
chabolas arrasadas por el viento o el agua, tan expuestas a todo, tan frágiles. Fuiste corriendo al hospital. Ibas pensando
en que le habrá pasado, lo mismo no será
nada pero ese tono, no te dijeron nada, no te tranquilizaron mucho, solo vente
en seguida que aquí la tenemos. Te hablaban como si tu mujer fuera un paquete,
un ser ya inerte que simplemente esperan que se lleven ya porque molesta y
necesitan la cama para otro. Mercancía. No, lo mismo no es nada, lo que pasa es
que soy un tremendista, siempre nos vamos a lo peor, a lo más trágico, a lo más
grave, siempre nos ponemos en lo peor porque qué se yo. ¿Una pulsión
sadomasoquista? El miedo que nos atenaza, el miedo a perderlo todo, a perder lo
que creemos tan inmutable, tan nuestro que no puede ser que desaparezca de un
minuto al siguiente. Todos los días iguales, levantarse temprano, ir a
trabajar, volver a casa para comer, irte de nuevo al trabajo y volver al hogar
donde te espera tu mujer. Un día tras otro. La vida de Quique tan regulada, tan
predecible y las llaves que se le olvidaron ese día. Ella había salido de casa
dispuesta a llevárselas a su trabajo. Lo intuyó cuando entró desesperado en el
hospital, subiendo los peldaños de dos en dos, recorriendo con la vista, como
un loco los rótulos donde indicaban los diferentes servicios. “Uci”, aquí es…Una
señora mayor, vestida con un pijama blanco, con aires de llevar muchas horas de
servicio, sin duda la enfermera, le dijo que la siguiera. Nadie hablaba, todos
estaban sumidos en un silencio atroz, un silencio que nadie se atrevía a
romper, un silencio pactado sin necesidad de palabras. ¿Qué decir en ese
momento? Las palabras sobran. Estaba en el lugar donde las dignidades se
pierden, donde todos deambulan disfrazados, escondidos tras aquellas máscaras,
esos gorros, pijamas horribles que despersonalizan a cualquiera. Hasta a él le
habían hecho ponerse una mascarilla, unos horribles patucos que al principio no
atinaba a colocarse bien, (estaba nervioso, impaciente) y un gorro como los que
se ponía Violeta cuando se metía en la ducha y no quería mojarse la cabeza. Se
sentía ridículo. Ridículo y destrozado. Ahora también se sentía ridículo y
destrozado bebiendo un vaso tras otro de whisky, solo, con la compañía del
camarero que escuchaba, que veía, que simplemente estaba atento a él y le
ofrecía su compañía. Hay que saber acompañar, no es fácil y no todos saben. El
camarero sabía. No hablaba, escuchaba. Asentía o negaba con la cabeza y le
ofrecía su atención cuando este la requería. Era tarde ya, el último cliente se
había ido hacía rato y Quique continuaba allí, en la barra, acodado, en la
misma disposición que el día anterior y el anterior y el anterior. Cualquiera
que quisiera encontrar a nuestro protagonista esos días sólo tenía que
dirigirse al bar a la misma hora y allí lo encontraría. Violeta estaba tendida,
recordaba Quique, visualizaba Quique, tantas veces, a todas horas, envuelta en
una maraña de cables, lívida, desfigurada por un tubo que penetraba en su boca
como un puñal clavado hasta el fondo, completamente desnuda, expuesta como si
de un animal enjaulado se tratara, totalmente dependiente de todos esos cables
y tubos. Los ojos cerrados, las fosas nasales dilatadas, los brazos extendidos
y atados a los laterales de la cama y el pitido y los ruidos de las máquinas
que a ambos lados rompían el silencio que reinaba en esos momentos allí, en el
box número cuatro. Dulce Violeta, tan sensual, tan graciosa, tan amiga, tan
amante y mírate ahora, quizás luchando ¿contra qué?, la vida, la muerte. Le
explicaste al camarero como viste tus llaves en su bolso, como te sorprendiste
al verlas allí, no deberían haber estado allí, después de que te dieron sus
pertenencias, su bolso y su cartera, la cual habían sacado para coger sus datos,
las viste allí dentro. Te dijeron que tuvo un accidente con su coche, que una
bicicleta se cruzó en su camino y tu mujer dio por lo visto, según testigos, un
volantazo para evitarlo, para salvarle la vida a él, al ciclista que se quedó
mirando, temblándole las piernas, casi sin poder tenerse en pie, boquiabierto y
absorto. El coche volcó, dio cinco o seis vueltas sobre sí mismo y fue a parar
contra un muro de contención. No lo creías creer, mientras te lo contaban
mirabas los ojos de Violeta, sus párpados, su expresión anodina la cual podría
ser la expresión de cualquiera, de una momia, de un muñeco, cuando nos quitan
la voluntad, la conciencia, ¿qué nos queda?. Allí estaba Quique, con sus ojos
llorosos, con sus ojeras y su mal cuerpo, había perdido seis kilos en tan solo
dos semanas, mirando los ojos del camarero que confundía con los de ella, que
hacía tan sólo dos semanas eran los de ella y ahora eran los del camarero y él
tan destrozado. Las llaves, si hubiera
tenido mis llaves pero no, no las tenía y a lo mejor si…mejor ni pensarlo, esas
cosas nunca se saben, no las controlamos, pensaba Quique mientras el camarero
le servía su sexto whisky solo, sin agua, con tres hielos.
miércoles, 10 de junio de 2015
Ego
¿Qué vivir cuando todas las vidas
son la misma? ¿Qué escribir cuando todas las historias se repiten? Uno se cae
cuando ya se cayeron otros antes. Otros a su vez se levantan y se caen más
tarde. El que se cayó primero se levantara después, el que se levantó primero
se caerá después y así, la misma retahíla, el mismo cuento, las mismas vidas. Uno
es lo que ya otros fueron, lo que otros son pero yo, egoísta individuo lo
quiero todo para mí. Mi dolor, mi amor, mi felicidad, mi yo, mi café con leche
y mi mujer, mis hijos y yo de nuevo. Mi dinero, mi casa, mi trabajo y mis
vacaciones. Puro egoísmo. Nos creemos el centro del mundo cuando somos el mundo
entero. El universo. No hay un yo, hay un todos. Soy el que entra a comprar el
pan, pero también soy la que se va de vacaciones. No hay yo sin otros. No hay
otros sin yo. Por eso lo que siente y piensa uno también es lo que pienso y
siento yo. Complicado ser uno mismo cuando estamos repetidos, cuando parecemos
productos de una cadena de montaje, cuando inmersos en este sistema corrompido
dejamos que nos anulen, cuando nos ahogamos sin llegar a la orilla, sin
intentar si quiera nadar para salvarnos. Egoístas. Por eso todas las historias
ya están contadas, y todas las guerras y vidas. Por eso el que escribe escribirá sin duda la misma historia cien
veces contada, mil. Por eso somos tan poco originales. Vamos a la idiotización
más absoluta. Nos quieren dormidos, entretenidos, pasmados para ellos, para los
cuatro poderosos. Les conviene que nos peguemos entre nosotros, que nos matemos
entre nosotros para ellos. Solo ellos. Y todo eso ocurre por lo mismo: Ego, yo.
Y así nos va…y así nos seguirá yendo. Me voy a tomar mi primera cerveza.
martes, 9 de junio de 2015
Colores
Eran arrastrados de dos en dos.
Al principio solo los requisaban de a uno. Lo cogían y se lo llevaban si era de
color negro, y ya no lo volvías a ver. Nos lo arrancaban de las manos, de los
brazos, de nuestras vidas tan de ellos también, porque ellos eran felices aquí,
con nosotros. Pero ya se ve que el color…esas cosas tan aleatorias. No se puede
hacer nada. Resignarnos. Lo más esconderlos, pero ya. Siempre lo encuentran a
uno, tarde o temprano lo descubren y hasta luego, good bye, si te he visto no
me acuerdo, llorar y etcétera, es así, esclavos de un sistema corrupto,
viciado, analfabeto. Nos arrancan lo que sabemos nuestro, lo que tanto queremos
porque el tiempo…Nos dijeron que los reuniéramos a todos, que los agrupáramos
como si fueran granos de maíz o de centeno y que los metiéramos en una bolsa o
caja. Que esperásemos así, que les facilitáramos la tarea, que fuéramos cómplices
de este secuestro. Nos amenazaron con llevarnos a nosotros también, con
quitarnos la casa, el trabajo, a nuestros hijos. Teníamos que hacerlo. Yo los
miraba con los ojos de quien mira por última vez una puesta de sol y lo sabe, y
porque lo sabe no se quiere ir y suplica en silencio o ruega en voz alta,
pegando un grito, que se pare el tiempo, que los segundos se conviertan en
horas, en días, pero al final te tienes que dar la vuelta porque ya es la hora,
es tarde y procuras grabar esa última imagen, ese último reflejo, esa luz tan
especial, tan bella y tan tuya pero que te arrebatan a la fuerza y ya nada, te
quedas sin ellos. Y yo no quería eso, así que en vez de darme la vuelta, los
cogí a los tres y después de besarlos, de mirarlos como miraba todos los días a
Sixto, mi hijo, los envolví en un pañuelo y los enterré en el jardín, en una
esquinita, para que nadie los viera, para que pasaran desapercibidos en esta
primera batida.
Llegaron a las cinco, me
preguntaron si tenía alguno y yo dije que no. Iban vestidos de uniforme, eran
tres. Botas altas. Cuerpos recios. Altivos. Recuerdo que mi hijo jugaba con sus
muñecos y de pronto dejó de hacerlo. Corrió detrás de mí, abrazándose a mis
piernas mientras los tres gendarmes cruzaban la puerta y comenzaban el
registro. Les pedí una orden pero no me contestaron, apenas hablaban. Solo uno
de ellos asentía o negaba a mis preguntas con monosílabos, los otros dos
buscaban como dos perros bien adiestrados por toda la casa, por todos los
rincones. No encontraron nada. Les ofrecí de beber, no querían nada. Solo
querían acabar. A saber cuántos registros llevaban ese día. Al principio estaba
nerviosa. Pero solo al principio, quizás los dos primeros minutos, el tiempo
suficiente para hacerme a la idea, para habituarme. Nunca habían registrado mi
casa, nunca me habían registrado a mí, nunca había tenido un percance con la policía
o el gobierno, así que era normal que lo estuviera. Era esta la primera vez y
me sorprendí cuando logré serenarme. Habían dado unas órdenes exactas y yo las
incumplía. Tres soldados venían directos a mi casa dispuestos a registrarla, a
ponerla patas arriba, a sonsacarme información sin ningún tipo de escrúpulos o
deferencia y yo logré sin embargo mantener la calma, no parecer muy nerviosa.
Uno debe ser que se habitúa a una situación extrema y templa sus ánimos, como
cuando no ves nada en la oscuridad de la noche y al poco tiempo, cuando tus
pupilas se dilatan, comienzas a distinguir siluetas, formas, imágenes, a ver
como por arte de magia. El caso es que
pasados dos minutos, interminables, eso sí, estaba medianamente tranquila. Les
acompañaba al principio rogándoles que
no rompieran nada, que tuvieran cuidado, pero me di cuenta que eso era peor que
no decir nada. Les dejé hacer. Tan callados, en ese silencio que reina en la
noche de los desiertos o bosques tan lejanos y tan solitarios, que te incitan
por si solos a temerlos, a tener un miedo que quizás tú no sabías o no creías
que tenías o ibas a tener en esas circunstancias, pero que ahora, en medio de
el, sí que tienes y crece en ti porque el silencio se te mete en la cabeza como
un veneno del que te creías vacunado pero no. Solo de vez en cuando sus pasos,
sobre todo sus pasos pero también el sollozo ahogado de tu hijo, yo tapándole
la boca, no llores cariño que no es nada, el mover de muebles, el ruido de
cajones abriéndose y cerrándose, sus respiraciones. Parecían máquinas. Eran
máquinas sin escrúpulos registrándolo todo. Buscando. No sé cuánto tiempo pasó.
Quizás veinte minutos, treinta. Se movían lento, al menos esa era mi sensación.
Se movían con la seguridad y la parsimonia que da el saberse dueños de la
situación, indestructibles, intocables. Cuando ya se iban, ni siquiera un hasta
luego, un adiós, sólo una mirada de uno de ellos, quizás el jefe, el cabecilla
que me miraba con sus ojos enrojecidos. Una mirada de desconfianza, de
volveremos por aquí, de no me fio de ti bruja mala. Hay miradas que hablan por sí
solas. Ahí sí que temblé, se me erizó el vello a la vez que cruzaban el umbral
y se iban. La puerta aún estaba abierta mientras atravesaban el porche. Fui a
cerrarla tras ellos y entonces fue cuando lo vi quieto, inmóvil en medio del
jardín, yo con una mano en el pomo y la
otra en la boca, ahogando el grito que no pegué, el suspiro que me venía y que
contuve dentro de mí. Las piernas me temblaban. Se estaba encendiendo un
cigarrillo. Me di cuenta cuando vi el humo de las primeras caladas. Movía la
cabeza de un lado al otro. Cuanto suplicio. Cuanta intriga. Los tenía
enterrados a su izquierda, cerquita de donde ahora el funcionario se fumaba el
cigarrillo tan tranquilo. Apenas cuatro metros. No podía dejar de mirarlo, vete
ya, aléjate, sal de mi casa y no vuelvas. Giró la cabeza mirándome, intuyéndome
aún allí, vigilante, desafiante, habían pasado cinco minutos. Tiró la colilla
al suelo sin apartar sus ojos de los míos mientras con el tacón de su bota
derecha aplastaba el cigarro y me sonreía para por fin irse, para alejarse por
fin dejándome tranquila, observando como la silueta de los tres hombres se desvanecía
como cuando te despiertas de un mal sueño.
He ganado tiempo, lo sé, pero
también sé que volverán y que tendré que estar preparada. Esta situación es
insufrible e inaceptable. Totalmente injustificada. Todos los bolígrafos
deberían tener los mismos derechos. Que sean de color negro o rojo o azules es
lo de menos. No permitiré que los traten así. Yo no. Es una caza en toda regla
y resistiré hasta las últimas consecuencias. Hoy me compré otro en el mercado
negro. Me costó caro pero alguien tiene que salvarlos.
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