lunes, 22 de junio de 2015

Foto


         Y de repente te encuentras mirando una foto en blanco y negro. El salón donde te encuentras está abarrotado, es medio día y el sol brilla en lo alto penetrando a través de la ventana cubierta por unas cortinas que parecieran un camisón de seda holgado que te cayera hasta los pies. Es año nuevo, de hecho es el primer día de un nuevo año, el dos mil quince. Estás sentado al calor de un brasero eléctrico entre dos familiares, tu prima y tu tía, la hermana de tu madre. Al fondo más vidas y más movimiento. Ellos no paran de hablar, de gritar, de contar las anécdotas que se cuentan en estas reuniones de comida y bebidas y risas dónde pareciera que la felicidad se hubiera perpetuado para siempre. Ya has comido y te has saciado de los diversos platos que tu otra tía, la anfitriona, te ha colocado debajo de las narices y de los que has tenido que elogiar por deferencia y porque eres muy cumplido. Los hijos de los hijos de tus tías, de las dos, corretean por toda la casa sin parar, con las ganas y los nervios que sólo se tienen cuando se es pequeño y lo de permanecer sentado entorno a una mesa nos parece muy aburrido y muy absurdo. En total somos quince. Tu hermano se ha quedado en casa durmiendo la mona. La noche anterior fue muy dura. Las uvas, esas doce que delimitan un año de otro, exigían fiesta y este se la dio. Ahora estás mirando fijamente el centro de la mesa camilla dónde permaneces sentado. Lo miras como absorto sin mover un músculo. Ves una pequeña cajita de hojalata rectangular. Has sido tú quien ha ido a buscarla a otra habitación y la has colocado ahí. Sabías que podría haber dentro. Tu tía te lo había insinuado antes. Te lo había dicho. Te lo había ordenado. Ve a la habitación y tráete la caja con las fotos. ¿Qué fotos? Una tras otra irán cayendo todas las fotos frente a mí, pensarás. Las veré muy pronto. Me sentaré cómodamente en el sillón y estaré pendiente. Ahora una lluvia, un torrente de fotografías antiguas cae frente a tus ojos. Un baile vetusto y nostálgico que coges con tus manos, que ves con tus ojos pero que no reconoces. Te cuesta ubicar esas fotos en el tiempo, en el espacio, como una baraja de cartas pronto te abultan en las manos. Son personas anónimas al primer golpe de vista, pero tremendamente familiares después, a los pocos segundos cuando tu tía canta, ese es Manolo, esa es la abuela, ese es tal y ese es cual. De repente comienzas a ver. Como el invidente que de un momento a otro recupera la vista, identificas rasgos, miradas, rostros medio siglo más jóvenes que te miran desde ese papel duro y firme que ha esperado todo ese tiempo para que lo cogieras ahora. La voz de tu madre atraviesa la sala y predomina en ella. La oyes lejana, como amortiguada por una densa niebla que ocupara el salón. Se cruza con la de tu primo. Cuentan chistes o dicen tonterías que no son tan tonterías, porque nada de lo que digan o puedan decir lo es. Se ríen. Y de repente te encuentras mirando una foto en blanco y negro. Las voces, tus tías, tus tíos, tus primos, todos desaparecen. Todos se han levantado, han abierto la puerta y se han ido dejándote sólo con la foto. Una niña risueña, pizpireta, mofletuda, diríamos que pícara, traviesa en definitiva, aparece sentada sobre una mesita con mantel de cuadros. Su pierna derecha cruzada sobre la izquierda deja al descubierto sus piernas desnudas al levantársele el vestido blanco y de tirantes que lleva. Muy chica yeyé. El muñeco que sujeta con la mano izquierda, elevándolo, colocado a la altura de su cara, parece una mera marioneta en sí, a merced de las travesuras de la niña. Le presiona la nariz con el dedo índice de la mano derecha. Se burla de él o se ríe con él o de él. Se la ve feliz. Morena. Con el pelo liso, el flequillo recto y largo, por encima de las cejas, a la moda de la época, dejando asomar sólo un poco la frente. Una coleta se insinúa detrás recogiendo su pelo. Los ojos cerrados, como dos líneas pintadas de negro, rectas y simpáticas, dos ranuritas pequeñas que se describen como consecuencia de su sonrisa, la cual podría iluminar una cueva oscura, de hecho ilumina la foto, tan de tonalidades grises, tan blanca y negra. Es el centro de gravedad de la fotografía. Es el foco al que todos miraron, miran y mirarán cuando se asoman a ella, como un diamante que brillara en la negrura de un pozo. Los diminutos dientes y su pequeña nariz armonizan y completan su redonda cara, su precioso rostro. Ves más allá, más profundo. Ves en ella tu risa que ya has visto tantas veces y en tantos sitios. Sin duda esa niña es tu madre. Lo piensas mientras contemplas sorprendido ese pliegue, esa arruga que baja desde la nariz a la comisura de los labios levantándole los mofletes. Esa característica es tuya. Esa forma de reír es tuya. Tuya y de ella. De repente la reconoces en la foto. Giras la cabeza y allí está, la misma risa, el mismo ánimo, la misma persona, tu madre en el salón, que entonces, cuando alguien, quizás su padre, quizás su tío, le hizo la foto en esos años sesenta ya pasados en los que aún no sabía que iba a tener un hijo y después otro, que se iba a casar y ser feliz de ese modo. En ese momento te la imaginas despreocupada, jugando con aquel muñeco con el que ya ningún niño juega, aquel muñeco sepultado, enterrado y sustituido por otros muñecos y otros juegos más modernos, y entonces es cuando piensas que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero que aquí estamos, vivitos y coleando. La máquina del tiempo no se para. La máquina del tiempo arrasa con todo, se ríe de todos aunque alguien logre de cuando en cuando arrancarle una pequeña mueca. Un diminuto resquicio de luz en una persiana bajada. Las fotografías son eso. Pequeños resquicios de luz por donde nos asomamos al pasado, ventanas abiertas a nuestro yo del pasado. Uno queda atrapado en ellas. Atrapado en otro tiempo y en otra época. Inmóvil, quieto, con la expresión que tengas en el preciso momento que otro alguien presione un botón en una máquina fotográfica. Han pasado más de cincuenta años y aquella niña risueña enmarcada en una cartulina de diez por cinco centímetros ha sobrevivido a todo ese tiempo como quien sobrevive en un campo de concentración, en una cárcel en la que el paso del tiempo no es paso ni es nada porque todos los días y todas las horas y todos los lugares y espacios son siempre los mismos. Ha sobrevivido, quizás encerrada en un cajón al fondo, perdida de todo y de todos todo este tiempo hasta que alguien las encontró y como un héroe las rescató a todas para deleite tuyo y añoranza de ella misma, cuando después, más tarde la coja y exclame, ¡Esa soy yo!, delante de todos en el salón, mientras por dentro quizás esté pensando en lo cruel del tiempo y la maquinaria de la nostalgia y el romanticismo se le ponga a funcionar y se emocione por dentro disimulando para que nadie se entere, para que nadie de la sala se entere, para que sea su secreto, para que quede como algo íntimo que nadie descubra de ella, pero que estará ahí, como el aire que respiramos y nadie ve. Mientras piensas todo eso, allí estás, frente a tu madre que aún no sabe que será tu madre, frente a una niña que podría ser cualquier niña pero que no lo es, no es cualquiera, es aquella que te sacó de sus entrañas y que quizás ya entonces llevaba algo tuyo dentro, aunque sin duda ella entonces no lo sabía. Entonces era sólo una niña jugando con su muñeco.

 

miércoles, 17 de junio de 2015

Imposible

Imposible ser dos cuando somos uno. Imposible no verte cuando no estás. Imposible dejar de saborearte y olerte y tocarte cuando somos uno solo. Tú en mí y el recuerdo de tu mirada, de la mía, los dos mirándonos sabiendo ya. Imposible no hablarte porque siempre me escuchas, siempre atenta a mis palabras y yo a las tuyas. Tú me hablas también. Te oigo susurrarme cuando me acurruco en la almohada, cuando me acuesto entre tinieblas en mi cuartito que es tan tuyo como mío, el nuestro. Me besas detrás del cuello, en la nuca y yo te dibujo en mis sueños, en mis recuerdos, te siento allí, tendida y abrazándome como antes hacías y ahora haces. Yo no giro la cabeza, no me muevo, ni siquiera abro los ojos, solo te siento allí, tus líneas tan perfectas, tan hondas, tus líneas que un día recorrí con mis dedos, como recorriendo una fresa madura y ahora abrazo porque tan a gusto. Imposible no quererte desde tus manos, desde tu boca, tus labios, tu cuerpo. Imposible ser dos cuando somos uno, y me despierto y me quedo mirándote aún dormida, aún en tu sueño que es el mío también porque uno, en el que quizás estés despierta y me miras igual que yo te miro a ti en el mío, en el tuyo, en el de los dos porque imposible ser dos cuando somos uno.

viernes, 12 de junio de 2015

Whisky


Un whisky solo, sin agua, con tres hielos. Esa bebida una y otra vez, un día tras otro, pedida con el simple gesto de dirigir su mirada, tan profunda y cansada, ojerosa, al camarero que ya lo conocía de tantos días consecutivos, de tantas noches acodado a la barra del bar bebiendo solo y pensando en ella, siempre en ella y hablar de ella y callarse y pronunciar su nombre como balbuceando, como a regaña dientes, como con miedo de y si me escucharan, pero ya todos lo sabían, todos la conocían, ella, tan lejos y tan presente. Solo entrar por la puerta del bar y el camarero comenzaba a preparar lo que ya sabía que no le iba a pedir, pero  si sabía que quería, su whisky solo sin agua, con tres hielos. Después del trabajo no tenía a donde ir, ¿meterse en su casa, en ese cubículo que lo corrompía más aún, que lo carcomía, que lo destrozaba por dentro? Las paredes en esa casa, en sus circunstancias, se nos vendrían encima, por grande y amplia que sea su casa estamos seguros que las paredes se moverían, cediendo a los deseos de autodestrucción de su inquilino y como digo, irían aproximándose entre ellas, las paredes, hasta que casi podría uno tocarlas con ambas manos a la vez, simplemente con poner los brazos estirados en cruz. El techo en este caso también juega un papel importante. Iría cediendo pero más lento, como con burla, muy sibilinamente, casi de forma imperceptible para casi aplastarnos al cabo de un buen rato. Quizás uno se hubiera quedado dormido y al despertarse tendría el techo a dos palmos de las narices y las paredes a uno y no le quedaría otra que gritar o volver a dormirse, pero esta vez para siempre o no. El caso que nuestro chico, no iba a casa después del trabajo. Iba al bar donde le servían tan escrupulosamente su whisky y donde además cerraban tarde dejándolo a uno tranquilo. Así desde aquel momento, desde justo el día siguiente al suceso, a las circunstancias que lo cambiaron todo. Él que tenía su vida planificada, sus horarios estructurados, su rutina tan mecánica, tan seguro de todo y mira, todo al garete, todo se desmorona en un instante, todo sucumbe y sobrepasa nuestras expectativas. No hay un mañana. Hay un hoy, si me apuras un ahora. Pero para él claro que existía un mañana, lo tenía muy bien aprendido, se lo habían enseñado desde pequeño. Siempre tan correcto, tan formal, tan puntual y meticuloso. Se sacó la carrera a la primera. Conoció a la que sería su mujer a la primera también. Obtuvo su trabajo en el bufete a la primera, desde luego. Todo a la primera. Todo tan rodado, tan perfecto, tan luna de miel que asustaba. Era muy de comida a las tres y corre que me voy que a las cuatro y media tengo reunión. Era muy de horarios, muy de reloj de pulsera. Decimos era porque parece que en los sucesivos días al hecho traumático en cuestión, el cual aún ignoramos, nuestro hombre rompió con todo, y sobre todo rompió con su plan de ruta, con las cartas de navegación que llevaba siempre consigo. Los derroteros lo habían traicionado. Y es que un derrotero no deja de ser un derrotero, un viaje peligroso que hay que tomar y que nos puede sorprender, para bien o para mal. No es cuestión aquí de mencionar grandes marinos pero digamos Ulises, digamos Ahab, digamos Colón. Todos ellos obsesionados, todos ellos buscando, todos ellos ansiando un deseo capaz de destruirlos. Una obsesión. ¿Y que es la vida sino un derrotero? Nuestro hombre, llamémosle Quique por ejemplo, (desconozco su verdadero nombre, aunque el lector aquí puede desde luego nombrarle como más guste o apetezca), nuestro hombre decía, lo tenía todo, o creía tenerlo todo y se quedó sin nada, o pensó que se quedó sin nada. En ese caso, en el que la cabeza se te nubla, en el que tus movimientos físicos parecen sacados de una película en cámara lenta o directamente de una película del espacio, comienzas a pensar. Y pensar en semejantes condiciones es muy peligroso. Acostumbrado como estaba a su plan de vida cuadriculado, a su mujer, esa dulce y encantadora chica que lo esperaba todas las noches en casa, vestida siempre tan sensual, tan para él, para su marido porque sabía que le gustaba así, que le gustaba que lo recibiera así, le abría la puerta y en braguitas y sujetador, la mayoría de las veces, cuanto más con una camiseta suya encima, de él, amplia, tan grande que por las mangas se le insinuaban los pechos, sus pechos que tantas veces y que tanto gustaba de besarlos, de succionarlos, acariciarlos porque su mujer, tan sensual, tan suya, tan para siempre. Y ahora ya no. Ahora bar y whisky. Ahora soledad y miedo. ¿Ahora quién lo esperaba después del trabajo? ¿Quién le abría la puerta tan para él?, porque él tenía sus llaves pero no abría, llamaba para que ella le abriera y verla, y besarla lo primero y después la cena que se enfría, y quizás champan o vino tinto y jazz, el amor. Con el cuarto whisky estas imágenes le bailaban en la cabeza. Ya llevaban deslizándose un buen rato, de hecho siempre estaban ahí, su mujer, su piso, sus discos de jazz y el portal, escurriéndose por su mente, casi sin permiso, quien lo necesita cuando eres tú, todo eres tú, tus miedos, tus nostalgias, tus pensamientos, todo eres tú y te engloba, eres todo eso y tus sentimientos. Y eres todas esas imágenes que ahora te bailan en la cabeza porque un día…El portal donde la conociste, tantas veces te cruzabas con ella que al final, al cabo de muchos holas, de muchos buenos días, la acabaste por conocer, por ir formándote una imagen de ella, tan siempre igual pero distinto. Esa primera sonrisa, esa es la que ve él ahora que sorbe el whisky, el poco whisky que le queda, tengo que pedir otro, el camarero ya lo sabe, ya me lo trae, esa sonrisa, tan de niña inocente, limpia, sincera, no carcajada, sólo una leve mueca, suficiente para engatusarme, un día tras otro hasta que le pides salir ya que tienes una fiesta y hombre, si te gustaría acompañarme, sería un placer para mí. Y empiezas a salir con ella, y cada vez te gusta más, y a ella le gustas tú porque mira que chico tan responsable y que atento, pero que guapo. Y pasan los meses, los años, y te quieres casar conmigo, como no me voy a querer casar contigo tonto, y todos se ríen y os felicitan y te vitorean porque estás de rodillas delante de todos en la cena de nochebuena con toda su familia delante, y tú pidiéndole matrimonio con la cara roja de la vergüenza. Esos recuerdos que te martillean la cabeza y que no puedes evitar. El camarero ya te ha servido el quinto whisky y te ofrece una servilleta. Estás llorando con el rostro caído, sombrío, triste, con los codos apoyados en la barra sujetándote la cabeza. Todo es tan caótico, tan impredecible, tomamos por seguras tantas cosas que no son, que da miedo, que asusta pensar que nada es para siempre, que todo pende de un hilo que se puede romper en cualquier momento, que poco depende de ti pero sin embargo. Sin embargo miramos tan adelante, tan seguros de donde pisamos que nos sorprendemos cuando el suelo está resbaladizo, cuando ha llovido, cuando ha tronado y el firme se embarra, se ensucia y nos manchamos. Nosotros que somos tan limpios, que no podemos, que no osamos mancharnos, tan impolutos que cualquier imprevisto nos desequilibra. Un día llegaste del trabajo y llamaste como siempre hacías, como le gustaba hacer a Quique, y no le abrieron. Llamó una segunda vez. Esperó. Estará en la ducha o en la terraza, lo mismo no oyó el timbre. Tercera vez. Recuerdas entonces que pasaron cinco minutos, diez y no abrían aún. Te llevas el vaso a la boca, tragas una buena cantidad de whisky que te hace arder la garganta. Te comenzaste a impacientar. Nunca te había pasado, si por lo menos tuvieras tus llaves, pero ese día no te las llevaste, tan convencido de que te abrirían la puerta y hola cariño. Maldita sea. Aporrearás la puerta entonces, darás vueltas sobre ti mismo, comenzarás a ponerte nervioso. ¿Habrá ido a comprar? Imposible, todos los comercios ya han cerrado. Una sombra de sospecha te comenzará a nublar la vista. Tranquilo. Respira. Recuerdas como lo hiciste, imagina lector, que tú eres Quique, sacaste el móvil y después de haberte calmado, te sentaste en las escaleras, sereno aún, marcando el número de tu mujer, escuchando los tonos tan profundos, tan largos y ninguna respuesta. Una segunda llamada porque y si en el bolso, y si conduciendo. De nuevo los tonos, cuarto, cinco…Una voz de hombre te responde, “Hola, ¿es usted el marido de Violeta? Soy el Doctor X y su mujer está hospitalizada, etc.” Y tu vida que se desmorona, que se desparrama como una montaña de naipes que se mantenía en pie gracias a un precario equilibrio como el de tu vida, como el de mi vida y la vida de Quique. Un equilibrio que suponemos firme pero que se tambalea, se cae,  como esas chabolas arrasadas por el viento o el agua, tan expuestas a todo, tan frágiles.  Fuiste corriendo al hospital. Ibas pensando en que le habrá pasado,  lo mismo no será nada pero ese tono, no te dijeron nada, no te tranquilizaron mucho, solo vente en seguida que aquí la tenemos. Te hablaban como si tu mujer fuera un paquete, un ser ya inerte que simplemente esperan que se lleven ya porque molesta y necesitan la cama para otro. Mercancía. No, lo mismo no es nada, lo que pasa es que soy un tremendista, siempre nos vamos a lo peor, a lo más trágico, a lo más grave, siempre nos ponemos en lo peor porque qué se yo. ¿Una pulsión sadomasoquista? El miedo que nos atenaza, el miedo a perderlo todo, a perder lo que creemos tan inmutable, tan nuestro que no puede ser que desaparezca de un minuto al siguiente. Todos los días iguales, levantarse temprano, ir a trabajar, volver a casa para comer, irte de nuevo al trabajo y volver al hogar donde te espera tu mujer. Un día tras otro. La vida de Quique tan regulada, tan predecible y las llaves que se le olvidaron ese día. Ella había salido de casa dispuesta a llevárselas a su trabajo. Lo intuyó cuando entró desesperado en el hospital, subiendo los peldaños de dos en dos, recorriendo con la vista, como un loco los rótulos donde indicaban los diferentes servicios. “Uci”, aquí es…Una señora mayor, vestida con un pijama blanco, con aires de llevar muchas horas de servicio, sin duda la enfermera, le dijo que la siguiera. Nadie hablaba, todos estaban sumidos en un silencio atroz, un silencio que nadie se atrevía a romper, un silencio pactado sin necesidad de palabras. ¿Qué decir en ese momento? Las palabras sobran. Estaba en el lugar donde las dignidades se pierden, donde todos deambulan disfrazados, escondidos tras aquellas máscaras, esos gorros, pijamas horribles que despersonalizan a cualquiera. Hasta a él le habían hecho ponerse una mascarilla, unos horribles patucos que al principio no atinaba a colocarse bien, (estaba nervioso, impaciente) y un gorro como los que se ponía Violeta cuando se metía en la ducha y no quería mojarse la cabeza. Se sentía ridículo. Ridículo y destrozado. Ahora también se sentía ridículo y destrozado bebiendo un vaso tras otro de whisky, solo, con la compañía del camarero que escuchaba, que veía, que simplemente estaba atento a él y le ofrecía su compañía. Hay que saber acompañar, no es fácil y no todos saben. El camarero sabía. No hablaba, escuchaba. Asentía o negaba con la cabeza y le ofrecía su atención cuando este la requería. Era tarde ya, el último cliente se había ido hacía rato y Quique continuaba allí, en la barra, acodado, en la misma disposición que el día anterior y el anterior y el anterior. Cualquiera que quisiera encontrar a nuestro protagonista esos días sólo tenía que dirigirse al bar a la misma hora y allí lo encontraría. Violeta estaba tendida, recordaba Quique, visualizaba Quique, tantas veces, a todas horas, envuelta en una maraña de cables, lívida, desfigurada por un tubo que penetraba en su boca como un puñal clavado hasta el fondo, completamente desnuda, expuesta como si de un animal enjaulado se tratara, totalmente dependiente de todos esos cables y tubos. Los ojos cerrados, las fosas nasales dilatadas, los brazos extendidos y atados a los laterales de la cama y el pitido y los ruidos de las máquinas que a ambos lados rompían el silencio que reinaba en esos momentos allí, en el box número cuatro. Dulce Violeta, tan sensual, tan graciosa, tan amiga, tan amante y mírate ahora, quizás luchando ¿contra qué?, la vida, la muerte. Le explicaste al camarero como viste tus llaves en su bolso, como te sorprendiste al verlas allí, no deberían haber estado allí, después de que te dieron sus pertenencias, su bolso y su cartera, la cual habían sacado para coger sus datos, las viste allí dentro. Te dijeron que tuvo un accidente con su coche, que una bicicleta se cruzó en su camino y tu mujer dio por lo visto, según testigos, un volantazo para evitarlo, para salvarle la vida a él, al ciclista que se quedó mirando, temblándole las piernas, casi sin poder tenerse en pie, boquiabierto y absorto. El coche volcó, dio cinco o seis vueltas sobre sí mismo y fue a parar contra un muro de contención. No lo creías creer, mientras te lo contaban mirabas los ojos de Violeta, sus párpados, su expresión anodina la cual podría ser la expresión de cualquiera, de una momia, de un muñeco, cuando nos quitan la voluntad, la conciencia, ¿qué nos queda?. Allí estaba Quique, con sus ojos llorosos, con sus ojeras y su mal cuerpo, había perdido seis kilos en tan solo dos semanas, mirando los ojos del camarero que confundía con los de ella, que hacía tan sólo dos semanas eran los de ella y ahora eran los del camarero y él tan destrozado. Las llaves,  si hubiera tenido mis llaves pero no, no las tenía y a lo mejor si…mejor ni pensarlo, esas cosas nunca se saben, no las controlamos, pensaba Quique mientras el camarero le servía su sexto whisky solo, sin agua, con tres hielos.

miércoles, 10 de junio de 2015

Ego


¿Qué vivir cuando todas las vidas son la misma? ¿Qué escribir cuando todas las historias se repiten? Uno se cae cuando ya se cayeron otros antes. Otros a su vez se levantan y se caen más tarde. El que se cayó primero se levantara después, el que se levantó primero se caerá después y así, la misma retahíla, el mismo cuento, las mismas vidas. Uno es lo que ya otros fueron, lo que otros son pero yo, egoísta individuo lo quiero todo para mí. Mi dolor, mi amor, mi felicidad, mi yo, mi café con leche y mi mujer, mis hijos y yo de nuevo. Mi dinero, mi casa, mi trabajo y mis vacaciones. Puro egoísmo. Nos creemos el centro del mundo cuando somos el mundo entero. El universo. No hay un yo, hay un todos. Soy el que entra a comprar el pan, pero también soy la que se va de vacaciones. No hay yo sin otros. No hay otros sin yo. Por eso lo que siente y piensa uno también es lo que pienso y siento yo. Complicado ser uno mismo cuando estamos repetidos, cuando parecemos productos de una cadena de montaje, cuando inmersos en este sistema corrompido dejamos que nos anulen, cuando nos ahogamos sin llegar a la orilla, sin intentar si quiera nadar para salvarnos. Egoístas. Por eso todas las historias ya están contadas, y todas las guerras y vidas. Por eso el que escribe  escribirá sin duda la misma historia cien veces contada, mil. Por eso somos tan poco originales. Vamos a la idiotización más absoluta. Nos quieren dormidos, entretenidos, pasmados para ellos, para los cuatro poderosos. Les conviene que nos peguemos entre nosotros, que nos matemos entre nosotros para ellos. Solo ellos. Y todo eso ocurre por lo mismo: Ego, yo. Y así nos va…y así nos seguirá yendo. Me voy a tomar mi primera cerveza.

martes, 9 de junio de 2015

Colores


Eran arrastrados de dos en dos. Al principio solo los requisaban de a uno. Lo cogían y se lo llevaban si era de color negro, y ya no lo volvías a ver. Nos lo arrancaban de las manos, de los brazos, de nuestras vidas tan de ellos también, porque ellos eran felices aquí, con nosotros. Pero ya se ve que el color…esas cosas tan aleatorias. No se puede hacer nada. Resignarnos. Lo más esconderlos, pero ya. Siempre lo encuentran a uno, tarde o temprano lo descubren y hasta luego, good bye, si te he visto no me acuerdo, llorar y etcétera, es así, esclavos de un sistema corrupto, viciado, analfabeto. Nos arrancan lo que sabemos nuestro, lo que tanto queremos porque el tiempo…Nos dijeron que los reuniéramos a todos, que los agrupáramos como si fueran granos de maíz o de centeno y que los metiéramos en una bolsa o caja. Que esperásemos así, que les facilitáramos la tarea, que fuéramos cómplices de este secuestro. Nos amenazaron con llevarnos a nosotros también, con quitarnos la casa, el trabajo, a nuestros hijos. Teníamos que hacerlo. Yo los miraba con los ojos de quien mira por última vez una puesta de sol y lo sabe, y porque lo sabe no se quiere ir y suplica en silencio o ruega en voz alta, pegando un grito, que se pare el tiempo, que los segundos se conviertan en horas, en días, pero al final te tienes que dar la vuelta porque ya es la hora, es tarde y procuras grabar esa última imagen, ese último reflejo, esa luz tan especial, tan bella y tan tuya pero que te arrebatan a la fuerza y ya nada, te quedas sin ellos. Y yo no quería eso, así que en vez de darme la vuelta, los cogí a los tres y después de besarlos, de mirarlos como miraba todos los días a Sixto, mi hijo, los envolví en un pañuelo y los enterré en el jardín, en una esquinita, para que nadie los viera, para que pasaran desapercibidos en esta primera batida.

Llegaron a las cinco, me preguntaron si tenía alguno y yo dije que no. Iban vestidos de uniforme, eran tres. Botas altas. Cuerpos recios. Altivos. Recuerdo que mi hijo jugaba con sus muñecos y de pronto dejó de hacerlo. Corrió detrás de mí, abrazándose a mis piernas mientras los tres gendarmes cruzaban la puerta y comenzaban el registro. Les pedí una orden pero no me contestaron, apenas hablaban. Solo uno de ellos asentía o negaba a mis preguntas con monosílabos, los otros dos buscaban como dos perros bien adiestrados por toda la casa, por todos los rincones. No encontraron nada. Les ofrecí de beber, no querían nada. Solo querían acabar. A saber cuántos registros llevaban ese día. Al principio estaba nerviosa. Pero solo al principio, quizás los dos primeros minutos, el tiempo suficiente para hacerme a la idea, para habituarme. Nunca habían registrado mi casa, nunca me habían registrado a mí, nunca había tenido un percance con la policía o el gobierno, así que era normal que lo estuviera. Era esta la primera vez y me sorprendí cuando logré serenarme. Habían dado unas órdenes exactas y yo las incumplía. Tres soldados venían directos a mi casa dispuestos a registrarla, a ponerla patas arriba, a sonsacarme información sin ningún tipo de escrúpulos o deferencia y yo logré sin embargo mantener la calma, no parecer muy nerviosa. Uno debe ser que se habitúa a una situación extrema y templa sus ánimos, como cuando no ves nada en la oscuridad de la noche y al poco tiempo, cuando tus pupilas se dilatan, comienzas a distinguir siluetas, formas, imágenes, a ver como por arte de magia.  El caso es que pasados dos minutos, interminables, eso sí, estaba medianamente tranquila. Les acompañaba  al principio rogándoles que no rompieran nada, que tuvieran cuidado, pero me di cuenta que eso era peor que no decir nada. Les dejé hacer. Tan callados, en ese silencio que reina en la noche de los desiertos o bosques tan lejanos y tan solitarios, que te incitan por si solos a temerlos, a tener un miedo que quizás tú no sabías o no creías que tenías o ibas a tener en esas circunstancias, pero que ahora, en medio de el, sí que tienes y crece en ti porque el silencio se te mete en la cabeza como un veneno del que te creías vacunado pero no. Solo de vez en cuando sus pasos, sobre todo sus pasos pero también el sollozo ahogado de tu hijo, yo tapándole la boca, no llores cariño que no es nada, el mover de muebles, el ruido de cajones abriéndose y cerrándose, sus respiraciones. Parecían máquinas. Eran máquinas sin escrúpulos registrándolo todo. Buscando. No sé cuánto tiempo pasó. Quizás veinte minutos, treinta. Se movían lento, al menos esa era mi sensación. Se movían con la seguridad y la parsimonia que da el saberse dueños de la situación, indestructibles, intocables. Cuando ya se iban, ni siquiera un hasta luego, un adiós, sólo una mirada de uno de ellos, quizás el jefe, el cabecilla que me miraba con sus ojos enrojecidos. Una mirada de desconfianza, de volveremos por aquí, de no me fio de ti bruja mala. Hay miradas que hablan por sí solas. Ahí sí que temblé, se me erizó el vello a la vez que cruzaban el umbral y se iban. La puerta aún estaba abierta mientras atravesaban el porche. Fui a cerrarla tras ellos y entonces fue cuando lo vi quieto, inmóvil en medio del jardín, yo con una mano en  el pomo y la otra en la boca, ahogando el grito que no pegué, el suspiro que me venía y que contuve dentro de mí. Las piernas me temblaban. Se estaba encendiendo un cigarrillo. Me di cuenta cuando vi el humo de las primeras caladas. Movía la cabeza de un lado al otro. Cuanto suplicio. Cuanta intriga. Los tenía enterrados a su izquierda, cerquita de donde ahora el funcionario se fumaba el cigarrillo tan tranquilo. Apenas cuatro metros. No podía dejar de mirarlo, vete ya, aléjate, sal de mi casa y no vuelvas. Giró la cabeza mirándome, intuyéndome aún allí, vigilante, desafiante, habían pasado cinco minutos. Tiró la colilla al suelo sin apartar sus ojos de los míos mientras con el tacón de su bota derecha aplastaba el cigarro y me sonreía para por fin irse, para alejarse por fin dejándome tranquila, observando como la silueta de los tres hombres se desvanecía como cuando te despiertas de un mal sueño.

He ganado tiempo, lo sé, pero también sé que volverán y que tendré que estar preparada. Esta situación es insufrible e inaceptable. Totalmente injustificada. Todos los bolígrafos deberían tener los mismos derechos. Que sean de color negro o rojo o azules es lo de menos. No permitiré que los traten así. Yo no. Es una caza en toda regla y resistiré hasta las últimas consecuencias. Hoy me compré otro en el mercado negro. Me costó caro pero alguien tiene que salvarlos.