Eran arrastrados de dos en dos.
Al principio solo los requisaban de a uno. Lo cogían y se lo llevaban si era de
color negro, y ya no lo volvías a ver. Nos lo arrancaban de las manos, de los
brazos, de nuestras vidas tan de ellos también, porque ellos eran felices aquí,
con nosotros. Pero ya se ve que el color…esas cosas tan aleatorias. No se puede
hacer nada. Resignarnos. Lo más esconderlos, pero ya. Siempre lo encuentran a
uno, tarde o temprano lo descubren y hasta luego, good bye, si te he visto no
me acuerdo, llorar y etcétera, es así, esclavos de un sistema corrupto,
viciado, analfabeto. Nos arrancan lo que sabemos nuestro, lo que tanto queremos
porque el tiempo…Nos dijeron que los reuniéramos a todos, que los agrupáramos
como si fueran granos de maíz o de centeno y que los metiéramos en una bolsa o
caja. Que esperásemos así, que les facilitáramos la tarea, que fuéramos cómplices
de este secuestro. Nos amenazaron con llevarnos a nosotros también, con
quitarnos la casa, el trabajo, a nuestros hijos. Teníamos que hacerlo. Yo los
miraba con los ojos de quien mira por última vez una puesta de sol y lo sabe, y
porque lo sabe no se quiere ir y suplica en silencio o ruega en voz alta,
pegando un grito, que se pare el tiempo, que los segundos se conviertan en
horas, en días, pero al final te tienes que dar la vuelta porque ya es la hora,
es tarde y procuras grabar esa última imagen, ese último reflejo, esa luz tan
especial, tan bella y tan tuya pero que te arrebatan a la fuerza y ya nada, te
quedas sin ellos. Y yo no quería eso, así que en vez de darme la vuelta, los
cogí a los tres y después de besarlos, de mirarlos como miraba todos los días a
Sixto, mi hijo, los envolví en un pañuelo y los enterré en el jardín, en una
esquinita, para que nadie los viera, para que pasaran desapercibidos en esta
primera batida.
Llegaron a las cinco, me
preguntaron si tenía alguno y yo dije que no. Iban vestidos de uniforme, eran
tres. Botas altas. Cuerpos recios. Altivos. Recuerdo que mi hijo jugaba con sus
muñecos y de pronto dejó de hacerlo. Corrió detrás de mí, abrazándose a mis
piernas mientras los tres gendarmes cruzaban la puerta y comenzaban el
registro. Les pedí una orden pero no me contestaron, apenas hablaban. Solo uno
de ellos asentía o negaba a mis preguntas con monosílabos, los otros dos
buscaban como dos perros bien adiestrados por toda la casa, por todos los
rincones. No encontraron nada. Les ofrecí de beber, no querían nada. Solo
querían acabar. A saber cuántos registros llevaban ese día. Al principio estaba
nerviosa. Pero solo al principio, quizás los dos primeros minutos, el tiempo
suficiente para hacerme a la idea, para habituarme. Nunca habían registrado mi
casa, nunca me habían registrado a mí, nunca había tenido un percance con la policía
o el gobierno, así que era normal que lo estuviera. Era esta la primera vez y
me sorprendí cuando logré serenarme. Habían dado unas órdenes exactas y yo las
incumplía. Tres soldados venían directos a mi casa dispuestos a registrarla, a
ponerla patas arriba, a sonsacarme información sin ningún tipo de escrúpulos o
deferencia y yo logré sin embargo mantener la calma, no parecer muy nerviosa.
Uno debe ser que se habitúa a una situación extrema y templa sus ánimos, como
cuando no ves nada en la oscuridad de la noche y al poco tiempo, cuando tus
pupilas se dilatan, comienzas a distinguir siluetas, formas, imágenes, a ver
como por arte de magia. El caso es que
pasados dos minutos, interminables, eso sí, estaba medianamente tranquila. Les
acompañaba al principio rogándoles que
no rompieran nada, que tuvieran cuidado, pero me di cuenta que eso era peor que
no decir nada. Les dejé hacer. Tan callados, en ese silencio que reina en la
noche de los desiertos o bosques tan lejanos y tan solitarios, que te incitan
por si solos a temerlos, a tener un miedo que quizás tú no sabías o no creías
que tenías o ibas a tener en esas circunstancias, pero que ahora, en medio de
el, sí que tienes y crece en ti porque el silencio se te mete en la cabeza como
un veneno del que te creías vacunado pero no. Solo de vez en cuando sus pasos,
sobre todo sus pasos pero también el sollozo ahogado de tu hijo, yo tapándole
la boca, no llores cariño que no es nada, el mover de muebles, el ruido de
cajones abriéndose y cerrándose, sus respiraciones. Parecían máquinas. Eran
máquinas sin escrúpulos registrándolo todo. Buscando. No sé cuánto tiempo pasó.
Quizás veinte minutos, treinta. Se movían lento, al menos esa era mi sensación.
Se movían con la seguridad y la parsimonia que da el saberse dueños de la
situación, indestructibles, intocables. Cuando ya se iban, ni siquiera un hasta
luego, un adiós, sólo una mirada de uno de ellos, quizás el jefe, el cabecilla
que me miraba con sus ojos enrojecidos. Una mirada de desconfianza, de
volveremos por aquí, de no me fio de ti bruja mala. Hay miradas que hablan por sí
solas. Ahí sí que temblé, se me erizó el vello a la vez que cruzaban el umbral
y se iban. La puerta aún estaba abierta mientras atravesaban el porche. Fui a
cerrarla tras ellos y entonces fue cuando lo vi quieto, inmóvil en medio del
jardín, yo con una mano en el pomo y la
otra en la boca, ahogando el grito que no pegué, el suspiro que me venía y que
contuve dentro de mí. Las piernas me temblaban. Se estaba encendiendo un
cigarrillo. Me di cuenta cuando vi el humo de las primeras caladas. Movía la
cabeza de un lado al otro. Cuanto suplicio. Cuanta intriga. Los tenía
enterrados a su izquierda, cerquita de donde ahora el funcionario se fumaba el
cigarrillo tan tranquilo. Apenas cuatro metros. No podía dejar de mirarlo, vete
ya, aléjate, sal de mi casa y no vuelvas. Giró la cabeza mirándome, intuyéndome
aún allí, vigilante, desafiante, habían pasado cinco minutos. Tiró la colilla
al suelo sin apartar sus ojos de los míos mientras con el tacón de su bota
derecha aplastaba el cigarro y me sonreía para por fin irse, para alejarse por
fin dejándome tranquila, observando como la silueta de los tres hombres se desvanecía
como cuando te despiertas de un mal sueño.
He ganado tiempo, lo sé, pero
también sé que volverán y que tendré que estar preparada. Esta situación es
insufrible e inaceptable. Totalmente injustificada. Todos los bolígrafos
deberían tener los mismos derechos. Que sean de color negro o rojo o azules es
lo de menos. No permitiré que los traten así. Yo no. Es una caza en toda regla
y resistiré hasta las últimas consecuencias. Hoy me compré otro en el mercado
negro. Me costó caro pero alguien tiene que salvarlos.
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