Y de repente te encuentras mirando una foto en
blanco y negro. El salón donde te encuentras está abarrotado, es medio día y el
sol brilla en lo alto penetrando a través de la ventana cubierta por unas
cortinas que parecieran un camisón de seda holgado que te cayera hasta los
pies. Es año nuevo, de hecho es el primer día de un nuevo año, el dos mil
quince. Estás sentado al calor de un brasero eléctrico entre dos familiares, tu
prima y tu tía, la hermana de tu madre. Al fondo más vidas y más movimiento.
Ellos no paran de hablar, de gritar, de contar las anécdotas que se cuentan en
estas reuniones de comida y bebidas y risas dónde pareciera que la felicidad se
hubiera perpetuado para siempre. Ya has comido y te has saciado de los diversos
platos que tu otra tía, la anfitriona, te ha colocado debajo de las narices y
de los que has tenido que elogiar por deferencia y porque eres muy cumplido.
Los hijos de los hijos de tus tías, de las dos, corretean por toda la casa sin
parar, con las ganas y los nervios que sólo se tienen cuando se es pequeño y lo
de permanecer sentado entorno a una mesa nos parece muy aburrido y muy absurdo.
En total somos quince. Tu hermano se ha quedado en casa durmiendo la mona. La
noche anterior fue muy dura. Las uvas, esas doce que delimitan un año de otro,
exigían fiesta y este se la dio. Ahora estás mirando fijamente el centro de la
mesa camilla dónde permaneces sentado. Lo miras como absorto sin mover un
músculo. Ves una pequeña cajita de hojalata rectangular. Has sido tú quien ha
ido a buscarla a otra habitación y la has colocado ahí. Sabías que podría haber
dentro. Tu tía te lo había insinuado antes. Te lo había dicho. Te lo había
ordenado. Ve a la habitación y tráete la caja con las fotos. ¿Qué fotos? Una
tras otra irán cayendo todas las fotos frente a mí, pensarás. Las veré muy
pronto. Me sentaré cómodamente en el sillón y estaré pendiente. Ahora una
lluvia, un torrente de fotografías antiguas cae frente a tus ojos. Un baile
vetusto y nostálgico que coges con tus manos, que ves con tus ojos pero que no
reconoces. Te cuesta ubicar esas fotos en el tiempo, en el espacio, como una
baraja de cartas pronto te abultan en las manos. Son personas anónimas al
primer golpe de vista, pero tremendamente familiares después, a los pocos
segundos cuando tu tía canta, ese es Manolo, esa es la abuela, ese es tal y ese
es cual. De repente comienzas a ver. Como el invidente que de un momento a otro
recupera la vista, identificas rasgos, miradas, rostros medio siglo más jóvenes
que te miran desde ese papel duro y firme que ha esperado todo ese tiempo para
que lo cogieras ahora. La voz de tu madre atraviesa la sala y predomina en
ella. La oyes lejana, como amortiguada por una densa niebla que ocupara el
salón. Se cruza con la de tu primo. Cuentan chistes o dicen tonterías que no
son tan tonterías, porque nada de lo que digan o puedan decir lo es. Se ríen. Y
de repente te encuentras mirando una foto en blanco y negro. Las voces, tus
tías, tus tíos, tus primos, todos desaparecen. Todos se han levantado, han
abierto la puerta y se han ido dejándote sólo con la foto. Una niña risueña,
pizpireta, mofletuda, diríamos que pícara, traviesa en definitiva, aparece
sentada sobre una mesita con mantel de cuadros. Su pierna derecha cruzada sobre
la izquierda deja al descubierto sus piernas desnudas al levantársele el
vestido blanco y de tirantes que lleva. Muy chica yeyé. El muñeco que sujeta
con la mano izquierda, elevándolo, colocado a la altura de su cara, parece una
mera marioneta en sí, a merced de las travesuras de la niña. Le presiona la
nariz con el dedo índice de la mano derecha. Se burla de él o se ríe con él o
de él. Se la ve feliz. Morena. Con el pelo liso, el flequillo recto y largo,
por encima de las cejas, a la moda de la época, dejando asomar sólo un poco la
frente. Una coleta se insinúa detrás recogiendo su pelo. Los ojos cerrados,
como dos líneas pintadas de negro, rectas y simpáticas, dos ranuritas pequeñas
que se describen como consecuencia de su sonrisa, la cual podría iluminar una
cueva oscura, de hecho ilumina la foto, tan de tonalidades grises, tan blanca y
negra. Es el centro de gravedad de la fotografía. Es el foco al que todos
miraron, miran y mirarán cuando se asoman a ella, como un diamante que brillara
en la negrura de un pozo. Los diminutos dientes y su pequeña nariz armonizan y
completan su redonda cara, su precioso rostro. Ves más allá, más profundo. Ves
en ella tu risa que ya has visto tantas veces y en tantos sitios. Sin duda esa
niña es tu madre. Lo piensas mientras contemplas sorprendido ese pliegue, esa
arruga que baja desde la nariz a la comisura de los labios levantándole los
mofletes. Esa característica es tuya. Esa forma de reír es tuya. Tuya y de
ella. De repente la reconoces en la foto. Giras la cabeza y allí está, la misma
risa, el mismo ánimo, la misma persona, tu madre en el salón, que entonces,
cuando alguien, quizás su padre, quizás su tío, le hizo la foto en esos años
sesenta ya pasados en los que aún no sabía que iba a tener un hijo y después
otro, que se iba a casar y ser feliz de ese modo. En ese momento te la imaginas
despreocupada, jugando con aquel muñeco con el que ya ningún niño juega, aquel
muñeco sepultado, enterrado y sustituido por otros muñecos y otros juegos más
modernos, y entonces es cuando piensas que cualquier tiempo pasado fue mejor,
pero que aquí estamos, vivitos y coleando. La máquina del tiempo no se para. La
máquina del tiempo arrasa con todo, se ríe de todos aunque alguien logre de
cuando en cuando arrancarle una pequeña mueca. Un diminuto resquicio de luz en
una persiana bajada. Las fotografías son eso. Pequeños resquicios de luz por
donde nos asomamos al pasado, ventanas abiertas a nuestro yo del pasado. Uno
queda atrapado en ellas. Atrapado en otro tiempo y en otra época. Inmóvil,
quieto, con la expresión que tengas en el preciso momento que otro alguien
presione un botón en una máquina fotográfica. Han pasado más de cincuenta años
y aquella niña risueña enmarcada en una cartulina de diez por cinco centímetros
ha sobrevivido a todo ese tiempo como quien sobrevive en un campo de
concentración, en una cárcel en la que el paso del tiempo no es paso ni es nada
porque todos los días y todas las horas y todos los lugares y espacios son
siempre los mismos. Ha sobrevivido, quizás encerrada en un cajón al fondo,
perdida de todo y de todos todo este tiempo hasta que alguien las encontró y
como un héroe las rescató a todas para deleite tuyo y añoranza de ella misma,
cuando después, más tarde la coja y exclame, ¡Esa soy yo!, delante de todos en
el salón, mientras por dentro quizás esté pensando en lo cruel del tiempo y la
maquinaria de la nostalgia y el romanticismo se le ponga a funcionar y se
emocione por dentro disimulando para que nadie se entere, para que nadie de la
sala se entere, para que sea su secreto, para que quede como algo íntimo que
nadie descubra de ella, pero que estará ahí, como el aire que respiramos y
nadie ve. Mientras piensas todo eso, allí estás, frente a tu madre que aún no
sabe que será tu madre, frente a una niña que podría ser cualquier niña pero
que no lo es, no es cualquiera, es aquella que te sacó de sus entrañas y que
quizás ya entonces llevaba algo tuyo dentro, aunque sin duda ella entonces no
lo sabía. Entonces era sólo una niña jugando con su muñeco.
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