viernes, 18 de diciembre de 2015

Hades


                 
      "Nadie sabe que eres el azote de tu propia sangre,

 de los muertos bajo la tierra y de los vivos aquí arriba,

                        y el doble trallazo de la maldición de tu padre

                    y de tu madre, te arrojarán de este mundo."

                                                                                                                                                                                                   Sófloques.





     Si te encontraras echado sobre una barca muy precaria y pequeña, diminuta, estando tumbado boca arriba, inerte y exhausto, sin fuerzas siquiera para abrir los ojos y observar el paisaje que te rodea, a ti y a Caronte, el sempiterno barquero de Hades, verdugo el cual te transportaría al inframundo navegando infatigable y puntual a través de las aguas del rio Aqueronte, te encontrarías muerto, y no podrías escaparte. No podrías hacer nada. No creo que haya algo peor, algo más aterrador que tener la noción de que te estás muriendo, o directamente que estás muerto, y no puedes hacer nada. O sí. Verte a ti mismo desde fuera, autoscopia lo llaman. Y así precisamente estaría nuestro personaje, desdoblado, interrogándose del por qué se ve así mismo, en aquel esquife en mitad del rio, antesala del infierno, puerta maldita donde quedaría atrapado para siempre, quiera decir para siempre lo que queramos, la eternidad por ejemplo. Aunque la eternidad pueda durar solo un segundo o un beso o mil años. Escojan ustedes. Angustiado, nadie le vería ni nadie le escucharía. Sus gritos de terror serían inútiles, los aullidos, exhalados desde lo más profundo de su estómago, no producirían más vibración que la pluma que flota en el aire. Pasarían desapercibidos. Sería un fantasma, una sombra en la noche, en la oscuridad más absoluta, y estaría perdido. ¿Por qué yo? se diría. Yo no puedo ser, yo soy yo y estoy aquí, ¿pero entonces quién? ¿Un sueño, quizás? Alcanzarían la orilla opuesta, donde mientras el bravo oleaje rompería con fuerza sobre el bote, observarías como te levantan, y en volandas, como si no pesarás nada, Caronte te transportaría cual fardo del montón. Porque efectivamente serías del montón. Uno cualquiera. Un chico joven, el cual falleció por tomar una mala decisión, aunque entonces no podías saberlo, lo ignorabas. Verías seguido al guardián de la puerta, Cerbero, el perro de Hades. Lo verías menearse de un lado para otro, lo verías ladrar y olfatearte con sus tres hocicos, y enroscar su rabo en forma de serpiente. Te estaría saludando, recibiendo. Pobre de ti, tan indefenso. Ya tus ojos permanecerían abiertos, tan grandes como platos, inyectados en una sangre putrefacta, mientras te adentrarían en el submundo, en el averno. Reino de Hades, como Zeus del cielo o Poseidón del mar, castigado a vagar entre el fuego y la sombra y la miseria, mucha miseria. Proscrito como estarías, te verías a ti mismo y no harías nada. Imposible por otro lado. Película de miedo. Verías figuras abyectas y desfiguradas rodearte, cargadas con ese halito de repugnancia que emana de las alcantarillas, verías a la prole de acólitos desgraciados que no harían más que vagar por el infierno sin pararse a pensar ni a descansar. Solo espectros. ¿Quieres ser uno de ellos? Cuidado, uno te pasó por el lado. Tenía la mirada del loco, del alienado, del piantado que pese a mirarte no te mira, porque está mirando hacia adentro, hacia adentro o al infinito, es lo mismo. Ahí te ves, Cerbero te dejó en medio de esa pocilga inmunda y sucia. Corre, ve en su auxilio, en tu auxilio, en el tuyo propio porque eres tú mismo. Ve, ábrete camino entre esos desgraciados y llévatelo. Sácalo de ahí, corre. Verías que por mucho que lo intentaras, no podrías. Tus brazos no encontrarían resistencia, tus manos danzarían entorno al aire nauseabundo que tampoco respirarías, y no llegarías a cogerlo. Estás muerto o soñando, o en medio de una pesadilla, y no te queda otra cosa que resignarte. O despertarte.



     Como si de una cuadriga se tratara, te verás tirado por diferentes cuerdas y tensiones. Tú, simple mortal atormentado vives a remolque de todas ellas, en un frágil y tentador equilibrio, al filo del acantilado, al borde del abismo que nos atrae como nos atrae escuchar el canto de las sirenas. Vértigo no es más que atracción a lo desconocido. Y desconocido son para ti los infinitos seres que habitan en ti, y que mantienes encerrados. Los retienes con la esperanza de que no se escapen y tomen el mando. En eso consiste tu existencia, en no perder el equilibrio. Si una cuerda tira de ti hacia la izquierda, la de la derecha debe hacerlo de igual modo y fuerza, o te verás arrastrado, desequilibrado, náufrago de una fuerza mayor que tú mismo. Vales lo que consigas aguantar los tirones. El destino es caprichoso y tú no lo controlas, lo controlan ellos, tus cuatro jinetes del apocalipsis. Uno lleva consigo, encerrado en un cofre, tu corazón. Otro, en una pequeña bolsa, porta tu cerebro. El tercero, a buen recaudo, guarda tu lascivia, y el cuarto, carga con una mezcla de todos ellos.

     Y al final  perdiste el equilibrio, la balanza se desequilibró y te viste arrastrado a la perdición, a la degeneración. Corrompido porque eres humano, imperfecto. Te dejaste arrastrar al filo del acantilado y tentaste demasiado a la suerte. Caíste a las profundidades. Ahora vagas por el infierno recordando tus decisiones, las que te llevaron hasta aquí, y te lamentas sin que tu voz la escuche nadie, sin que tu sombra la vea nadie, y te ves a ti mismo devorado por las criaturas hambrientas de carne, las cuales te rodean desordenadamente, sin control, como una jauría de hienas o buitres y te despellejan hasta convertirte en nada, porque nada eres. Y entonces te das la vuelta, horrorizado, y comienzas tu peregrinación eterna a través del fuego perpetuo sin dejar de pensar en el destino, tu destino, ese que resulta implacable, hagas lo que hagas porque está escrito que se cumplirá, o eso piensas. ¿Acaso consiguió Edipo escapar de su destino?

     Salir un minuto más tarde o más temprano de casa puede modificar tu destino; o no. A lo mejor tu destino era precisamente ese, el salir justo en ese momento para morir. Al fin y al cabo estás en el infierno, y tienes toda la eternidad para pensarlo.

     El corazón te decía una cosa, la razón otra, y tu lascivia te corrompía. Las tres impostoras dentro de ti queriendo imponerse, y mientras tú, viéndote zarandeado de un pensamiento a otro, como una pluma movida por el viento hasta caer, hasta la muerte. Era la lascivia quien te empujaba al abismo, era la razón quien te frenaba, y era el corazón a quien querías hacer caso y entre los tres caíste presa del engaño. Te marearon. Saliste en busca de la persona equivocada. Dicen que el demonio se viste de seda y esa misma seda fue la que te mató. Te sedujo para atraerte. Te embaucó para tenerte. Te engañó para matarte. La chica te asesinó. Por eso vagas ahora sin esperanza...Descansa en paz.

jueves, 17 de diciembre de 2015

Andrew


1



El último golpe se lo dio en la cabeza. Cayó a plomo sobre las frías baldosas de la cocina. Andrew había estado discutiendo con su mujer. La enésima discusión desde que se casaron. Nunca había llegado tan lejos, pero esta vez se le fue la cabeza de tal modo, y su mujer estaba tan alterada y enajenada, que no lo pudo evitar. Llegó a su casa, y antes de que pudiera dejar su abrigo en el recibidor, su mujer lo estaba esperando con los brazos cruzados, de pie, con el pelo recogido y sus gruesos labios fruncidos, sosteniendo un cuchillo entre las manos.

Vivían en una zona residencial, en una casita adosada de color blanco y tejas negras. Grande. Cómoda. No vivían mal. Los vecinos no solían molestar ya que casi nunca estaban, y normalmente el único alboroto que se escuchaba en la calle, era el de los perros ladrando y el suyo propio cuando discutían. Pero nunca lo hacían fuera de casa. Siempre discutían de puertas para adentro y procurando no armar mucho jaleo. Susan, su mujer, era una estupenda ama de casa que hacía un pastel de manzanas riquísimo. Era una estupenda cocinera. Habitualmente, los sábados, cocinaba algún plato de carne o de verduras para compartirlo con los vecinos o con algún invitado. O con sus amigas. Aparentemente, de cara al exterior, eran un matrimonio normal y así se comportaban tanto con sus familiares como con sus vecinos. Disimulaban cuando salían fuera o cuando algunos amigos iban a pasar una velada a casa. Barbacoa y cerveza. Pero allí, entre esas cuatro paredes, en su dulce hogar, cuando estaban solos, se desataban unas discusiones tremendas.

- ¡Tú ya no me quieres! ¡Tú eres un cerdo pervertido! ¡Tú me engañas con otra! - le gritaba cualquier día Susan a Andrew con la cara desencajada, despeinada y los ojos fuera de las órbitas.

Andrew negaba todo y le imploraba que se calmara. Se acercaba poco a poco a ella hasta que conseguía abrazarla. Le echaba el aliento encima, la retenía entre sus brazos y la calmaba susurrándole al oído que ella era el amor de su vida, la mujer de sus sueños. Y le comenzaba a dar pequeños besos en la cara, repetidas veces hasta que Susan se reblandecía en sus brazos. Sus ojos, vidriosos, pasaban a cerrarse. Andrew le decía “ya pasó nena, ya pasó” mientras le secaba las lágrimas con el dorso de la mano y continuaba besándola por toda la cara. Al final acababan reconciliándose y haciendo el amor en cualquier parte de la casa. Se revolvían de forma frenética por todos los rincones y follaban durante horas. Así solían acabar sus discusiones, con sexo salvaje.

Pero esta vez fue diferente. Está vez Andrew no consiguió abrazarla como hacía siempre para calmarla. Esta vez Susan tenía en la mano derecha un cuchillo. Estaba de pie e inmóvil. Se le veía parte del pecho izquierdo. Los brazos los mantenía cruzados. Llevaba puesta una bata sin atar y las piernas las llevaba desnudas. Permanecía descalza sobre el parqué del suelo. Los listones de madera crujían al oscilar sobre ellos, a cada paso. En esas condiciones, Susan comenzó la retahíla de siempre, los insultos y amenazas habituales, con la diferencia del arma, del cuchillo que sujetaba.

-¡Tú has estado bebiendo! ¡No me engañas, te huele el aliento a whisky! ¡Y encima tu ropa huele a perfume barato! - Gritaba mientras descruzaba los brazos y enseñaba el cuchillo a su marido, moviéndolo de un lado a otro. Amenazándolo.- Ni se te ocurra acercarte a mí.

Andrew dio un par de pasos hacia su mujer y se paró de golpe. Procuraba mantener la calma.

-No, nena. Vengo del trabajo. Ven, suelta ese cuchillo. No seas cínica.- Hablaba despacio, muy calmado, pero estaba borracho y se trastabillaba al pronunciar las palabras.

- ¿Qué vienes del trabajo? Y una mierda. Te dejaste las llaves de la oficina encima de la mesilla. Mentiroso. Eres un sucio cabronazo.- Susan comenzó a blandir el cuchillo. Le temblaba el brazo mientras lo hacía.- No te acerques más.

Los gritos aumentaban. Se escuchó el ladrido de un perro fuera de la casa. La ventana del salón estaba abierta. Solo las cortinas velaban el exterior. Unas cortinas de color blanco.

- ¡No te atrevas a tocarme! ¡No te acerques o te lo clavo!- Susan miró hacia la cortina de la ventana, que por un momento hondeaba como si fuera una bandera. Todo quedó en silencio después del ladrido.- He aguantado todo este tiempo, pero ya no puedo más.- Las lágrimas comenzaban a asomar por su rostro.

- ¡No sabes lo que dices nena! Vamos a calmarnos. Has estado bebiendo. Suelta eso.- Andrew vaciló un momento. Extendió las palmas de sus manos en señal de paz, pero Susan estaba tan nerviosa que le tiró el cuchillo a la cara de repente. Fue un acto fugaz, casi reflejo. Andrew se contorsionó de tal modo que logró esquivar el cuchillo por poco, recuperando al instante su posición inicial. El cuchillo se había clavado en un armario del recibidor y su empuñadura brillaba como si fuera un diamante.- Loca hija de puta. Estás loca nena. ¿Qué te pasa?

Susan lloraba. Había lanzado el cuchillo hacia su marido y lloraba y temblaba y permanecía de pie tambaleándose. Su cuerpo era como una gran montaña de gelatina.

- Ojala estuvieras muerto. Me prometiste que me cuidarías, que me amarías, que serías mi hombre y no eres más que la polla de cualquier zorra barata.- Mientras lo decía avanzaba contra su marido. La bata se le había abierto del todo. Se podían ver sus braguitas de encaje azules y sus pechos descubiertos. Movía los brazos frenéticamente, como aspas de molino.

Andrew la sujetó antes de que la golpeara con los puños. La agarro de las muñecas fuerte y la lanzó contra la pared de enfrente. Un cuadro se cayó al suelo. Era un retrato de los dos del día de su boda. El marco se rompió. Los trocitos de cristal roto se esparcieron por el suelo. La foto aun así podía verse perfectamente. Había caído boca arriba. Andrew y Susan sonriendo frente a la cámara y abrazados con sus caras muy juntas, casi pegadas.

- No sabes lo que dices, loca. Insensata. Borracha. Casi me matas con ese cuchillo. Te ruego que te calmes y hablemos.- Intentaba acercarse para calmarla, pero era imposible, Susan era un completo manojo de nervios. Andrew miró por un instante el retrato en el suelo. Lo evitó pisar y comenzó a agacharse para coger a su mujer, pero Susan se dio la vuelta y comenzó a gatear como pudo alejándose de él. Se deslizaba bastante rápido y además, le soltó una patada que le alcanzó el rostro.

- ¡Estás completamente loca! Me has roto la nariz, puta.- Andrew se presionaba su nariz. Se la refregaba y presionaba con fuerza.

El golpe lo había hecho tambalearse y casi perdió el equilibrio. Estuvo a punto de caerse de espaldas. Tenía sangre en las manos. Unas gotitas salpicaron el suelo que se estaba llenando de motas de color rojo. También se manchó la foto.

Susan mientras tanto había logrado ponerse de pie y se dirigía a la cocina. Se apoyó en el marco de la puerta, mirándole con los ojos llenos de lágrimas e inyectados de odio.

- ¡Loco estarás tú! Vuelves siempre a casa borracho y encima me mientes. Todo nuestro matrimonio ha sido una farsa. ¡Ni siquiera sé por qué me case contigo! Eres despreciable y ruin.- Gritaba aturullándose con las palabras.

- Escúchame, si me emborracho es porque el trabajo es una mierda y porque los chicos son una mierda. ¡Porque TÚ eres una mierda! Siempre fingiendo con tus amigas. Estoy harto de fingir.  Estoy harto de ti y de tus amigas. Estoy harto de los vecinos. Estoy harto de esta casa.- Andrew hacía aspavientos con los brazos y aumentaba la voz a medida que hablaba. Se agachó a recoger el marco del suelo. Sujetó la foto con ambas manos y la rasgó. Su mujer ya estaba en la cocina.

Andrew con la camisa manchada de sangre y sujetándose la nariz con una mano, corrió a abrir la puerta de la cocina, pero Susan estaba justo detrás, apoyada, haciendo fuerza con la espalda para que no la abriera. En la calle seguía reinando el silencio.

-  Abre la jodida puerta, nena. Abre la puerta o la tiro abajo- gritaba él sin dejar de aporrearla.

Susan continuaba haciendo fuerza pero los golpes de Andrew aumentaban y cedía poco a poco. Sus pies resbalaban en el suelo a medida que la puerta se abría y estuvo a muy poco de pegar con su culo en el suelo. Andrew pasó entonces. Le había costado pero estaba en la cocina. La golpeó en la cara. Una vez. Una sola bofetada a la que ella contestó pataleando. Le consiguió dar una patada en la espinilla. Se podía ver un reguero de sangre tras Andrew. No había parado de sangrar. Se movían por la cocina tirando los cubiertos y la loza de la encimera y los muebles. Una cacerola rodó por el suelo. A punto estuvo de pisarla Susan. La cocina era un campo de batalla. Corrían de un lado hacia otro persiguiéndose.

- Suéltame hijo de perra. No tienes ningún derecho sobre mí.- ella gritaba. Andrew la tenía cogida por los pelos.- Suéltame borracho. Eres un borracho. Me das asco.- Movía la cabeza y el cuerpo frenéticamente. Los pechos le bailaban. Tenía los ojos hinchados y un moratón en el pómulo izquierdo. Le escupió.

- Si yo soy un borracho, tú eres una paranoica. Estás loca nena, loca. Eres una puta loca. Entérate. Si bebo es para poder soportarte. La vida sin alcohol sería un infierno. Mírate. Desnuda, como siempre. Borracha. ¿Quién te sacó de la puta calle? ¿Quién te dio una vida fuera de la calle, nena? Eras una simple ramera y siempre lo serás.- Andrew la abofeteó repetidas veces. Tenía la camisa completamente teñida de rojo, desabotonada hasta la mitad y en su cara se podían apreciar los rasgos característicos de un loco. Escupía mientras vociferaba, y en la comisura de los labios tenía acumulada una sustancia blanquecina.  Ella movía el cuello. Gritaba e insultaba a su marido sin parar, hasta ese último golpe.

Cayó a plomo sobre las baldosas de la cocina. Andrew le había dado un puñetazo en la sien tan fuerte que hizo que Susan se tambaleara y cayera como un saco de cemento. No se movía. Estaba inconsciente. El golpe de su cabeza contra las baldosas sonó seco. Sordo. Como si un bloque de piedra hubiera caído de repente. Su cuerpo estaba boca arriba con la cabeza ladeada y un hilillo de sangre le salía por los oídos. Los brazos los tenía en cruz. Los pechos caídos hacia los costados. Una pierna estirada y la otra recogida. De repente, el silencio se apoderó de la cocina, de la casa, del vecindario entero. No se escuchaba nada. Andrew se quedó inmóvil, de pie, con los brazos extendidos frente a su mujer que yacía en el suelo. Permaneció en esa misma posición un minuto. Se arrodilló para inspeccionarla. Le cogió las muñecas. La gritó, le dio bofetadas, le tomó el pulso. Nada. Susan no se movía, no reaccionaba. Alrededor la cocina parecía una zahúrda, como si toda una manada de búfalos hubiera arrasado con ella. El suelo estaba repleto de platos, vasos, cubiertos y demás instrumental de cocina. Y de sangre. De sangre de los dos. Un charco de sangre muy brillante y roja se iba formando bajo la cabeza de Susan.



2



Andrew llevaba a Susan en el maletero. Conducía su monovolumen y se dirigía por una carretera a las afueras de la ciudad. La carretera era estrecha, sin arcén, y estaba flanqueada por una arboleda espesa que limitaba mucho la visibilidad. Condujo durante más de media hora. Un solo coche se cruzó con él. Su cara reflejaba el miedo, la incertidumbre. Miraba al frente sin apartar los ojos del pavimento. Los llevaba entrecerrados. Una gasa manchada de sangre colgaba de su nariz y movía continuamente sus manos sujetándola. También golpeaba con ellas el volante. Se maldecía en voz alta. En la radio sonaba una canción. Era de noche y los mosquitos iban a morir contra la luna del coche, inundándola. Giró a la derecha y se metió por un camino de tierra. Los neumáticos pasaban por encima de los baches y hacían que el coche se tambaleará como si fuera un barco a la deriva. El estado del camino era malo, cada vez peor, y la oscuridad más  profunda a medida que se internaba en el bosque. Los faros iluminaban el frente como dos espadas que hendieran la oscuridad. Al rato frenó. Quizá hubieran pasado cinco minutos, o diez, no más. Andrew se bajó del coche y abrió el maletero. Allí estaba el cuerpo de Susan inerte, lívido, sin vida. Una manta la cubría el cuerpo como si cubriera un juego de palos de golf. Solo mantenía fuera la cabeza. Los labios se habían tornado azules, y el moratón de la cara se había convertido en un gran edema. Estaba violeta. Y ya no sangraba. Andrew sacó una pala del maletero, se alejó del coche en la dirección que apuntaban los faros, y comenzó a cavar.



3

El último montoncito de tierra cubrió a su mujer. Andrew, llevaba más de dos horas trabajando en el agujero. El sudor le resbalaba por la frente. “Oh nena, por qué hemos tenido que llegar a esto, nena, nena, yo no quería. Perdóname.” Junto con la voz de Andrew lamentándose, los búhos emitían su particular ulular, el cual se entremezclaba con su respiración y el sonido característico de la pala golpeando la tierra. Ya había terminado. La gasa se le había caído, su nariz era un gran pegote de sangre reseca y los zapatos los tenía llenos de polvo. Los pantalones también. Los llevaba manchados de arena hasta las rodillas. Se colocó justo encima de la tumba y la comenzó a pisotear. De un lado a otro. Caminaba de un lado a otro aplanándola. Dando pisotones fuertes. No había cavado muy profundo. Recogió unos cuantos arbustos y ramas secas y las dispuso sobre ella. También piedras. Miró en derredor suya y se sacudió la arena concienzudamente. Después se dirigió al coche, recogió la pala y la manta, las metió en el maletero, y se montó en el asiento del conductor. Había matado a su mujer y después  la había enterrado. Permaneció cinco minutos sin decir nada y arrancó el coche. “Oh nena, nena…”



4



Tres horas después…



Abrió los ojos y no vio nada. La oscuridad lo inundaba todo. Intentó mover sus brazos pero no podía. Una resistencia se lo impedía. Tampoco podía mover sus piernas, aunque estás cedían un poco cuando presionaba con más energía. ¿Dónde estaba? El abrir los ojos y no ver nada es lo mismo que tenerlos cerrados. No se acordaba de nada, no sabía dónde estaba, pero sí sabía que estaba viva. Era consciente que respiraba, con dificultad pero lo hacía. Procuró contar hasta diez. Procuró calmarse y analizar la situación en la que se encontraba. Recordó que estuvo bebiendo. Era lo único que podía recordar. Recordó la botella de vodka, los chupitos. Mientras lo hacía movía las piernas. Poco a poco. Las movía de un lado a otro y las extendía. Cada vez tenía más recorrido, más espacio. Recordó que llegó su marido. Movía los brazos de arriba abajo a la vez que abría y cerraba los puños. Sentía la tierra al tocarla, al morderla. La sentía en sus labios. Era tierra lo que la rodeaba. Estaba enterrada. La habían enterrado viva. Recordó la discusión, los golpes. Recordó el marco roto, la fotografía, la cocina completamente desordenada. Recordó el reguero de sangre de su marido gritándole puta y borracha, y los golpes. Quería gritar pero no podía, porque cada vez que movía los labios le caían montoncitos de arena sobre ellos. No paraba de dar patadas, de extender los brazos hasta lo que le permitía la tierra. Estaba cavando hacía arriba sin parar. Le animaba el hecho de que cada vez tenía más rango de movimientos y  la arena se removía bien. Su ánimo crecía a medida que el espacio vital aumentaba. Ya no estaba tan comprimida como cuando se despertó. Ahora podía moverse bastante, aunque seguía respirando con dificultad. Sentía el frío de la tierra sobre su cuerpo. Su humedad. Sentía escalofríos y hambre. No paraba de agitarse y estremecerse. De repente sintió una corriente de aire, una bocanada de oxígeno, la luz al final del túnel. Sintió esto en el momento que estiró el brazo y la resistencia de la tierra desapareció. Había logrado abrirse camino. Había logrado escapar de su tumba.



5



Andaba en bragas y con el pecho descubierto en el frío de la noche. Había logrado escaparse de su tumba y ahora miraba el agujero desde arriba. Maldito hijo de puta pensaba. Ahora lo recordaba todo. La pelea, los golpes, todo. Su marido la había golpeado y quedó inconsciente, y no tuvo los cojones de ir a la policía. Me enterró viva. Pensó que eso sería lo mejor, pues ahora verá. ¿Dónde estaba? Era aún de noche y hacía frío. Estaba congelada. Sentía la tierra y las irregularidades del terreno bajo sus pies. Se tocaba la sien. Le dolía la cabeza y se sentía mareada. Comenzó a andar buscando una vereda o un camino, algo. Se abrió paso a través de los arbustos y de la hojarasca. Las ramas la arañaban. Su cuerpo se iba llenando de pequeñas heridas y de arañazos. La planta de sus pies la tenía llena de llagas y ampollas. Le dolían a cada paso, pero no paraba por ello. Podían más el miedo y el frío y las ganas de venganza hacia su marido. El instinto de supervivencia. La luna no brillaba mucho. Había nubes en el cielo y una brisa fría hacía mecerse las hojas de los árboles. Crujían. El sonido era casi agradable. El silencio de la noche lo interrumpían los ruidos de los animales nocturnos que se multiplicaban y alternaban entre ellos. Ladridos de algún perro, búhos, grillos...En medio de ese abismo, Susan continúo andando desnuda, buscando una salida, una salvación.



6

Encontró un camino. No sabía en qué dirección andaba. Norte o sur. Este u oeste. Qué más da. A algún lugar llegaría. De repente vio una luz a lo lejos. Llevaba andando unos treinta minutos sin parar. Había seguido el camino y ahora veía una luz al fondo. Sería de algún cortijo o casa de campo, pensaba. Brillaba como una estrella. Era su salvación o eso esperaba.

Aligeró el paso pese a las heridas y los dolores. La luz se hacía poco a poco más grande y más intensa. Cada vez la tenía más cerca. Ya podía apreciar la silueta de una casa, como de un galpón grande. Estaba convencida, era una casa. En medio de la noche se distinguía su tejado y un humo vertical que se elevaba hacía las nubes. Sería la chimenea.

Le abrió un hombre mayor. Tenía una cabeza redonda y colorada y no tenía cuello. Era calvo. Gordo. De cara afable. En sus ojos se podía apreciar que lo habían despertado. Vestía unos pantalones y camiseta de algodón y llevaba una bata encima. Una curva generosa le nacía a la altura de la barriga. Hacía frío. Detrás suya se podían observar los últimos rescoldos del fuego en la chimenea. Se quedó mirando estupefacto a la mujer que estaba plantada frente a él. Estaba desnuda, con la cara amoratada y el cuerpo lleno de arañazos y heridas. ¿Sería un sueño? ¿Una pesadilla? Con la boca abierta, embobado, escuchaba el relato que Susan le contaba. Estaba llorando. La dejó pasar inmediatamente y la hizo sentarse frente a la chimenea. Le buscó ropa y mantas y le ofreció algo de beber. Fue a buscar más leña mientras Susan entraba poco a poco en calor y ordenaba sus ideas. Lo mataré, lo mataré muy lentamente, hasta que exhale su último aliento y lo vea morir despacio.

domingo, 13 de diciembre de 2015

Azul


Lo único que recuerdo son unos ojos. Lo único que recuerdo son unos ojos muy azules. El azul siempre me ha gustado, y allí estaba, en esos ojos de esa chica, en esa fiesta. Desde hace tiempo me quedo embobado mirando el cielo. Yo de pie, enderezado, recto, con la boca algo abierta y mirando como un bobo el azul del cielo. O el mar. Cuando voy a la playa, las pocas veces, siempre me paro a su orilla, quizás con el agua lamiéndome los pies, y miro el azul del mar. Es distinto que el azul del cielo, pero también me gusta. Ambos se juntan en el horizonte y yo lo observo. A veces sin embargo ese azul que se mezcla con el del océano como en una acuarela, se torna rojo, como si le prendieran fuego. Es el sol que se pone, y también es bonito. Me gusta. Pienso que ese fuego es necesario. Indispensable. Sí, el fuego es necesario para la vida. También el azul.

Cuando era pequeño me gustaba dibujar con los rotuladores. Mis favoritos eran los azules. Azul oscuro, claro, cálido, casi negro. Todos. Dibujaba paisajes y casitas con sus ventanas. Dibujaba ríos con puentes, y dibujaba chicas con dos grandes manchas azules en la cara. Eran sus ojos. Me divertía haciéndolo. Llenaba hojas con dibujos. Todos con tonalidades azules. Toda la gama de azules. Casi toda. También escribía y sigo escribiendo con bolígrafos de color azul. No lo puedo evitar. Es casi una manía. Me atrae como la miel a las abejas. De pequeño es verdad que mis ojos eran azules. Ahora no. El momento del cambio no lo recuerdo, pero supongo que debió ser un día cruel para mí. Veo las fotografías y veo a un niño con los ojos azules claros y me pregunto si realmente ese niño era yo. Ahora los tengo marrones. Así que podemos decir que el color azul, como mínimo, me fascina.

Me llamaban. Caminé despacio. Camine sin prisa, paladeando el momento. No pensaba especialmente en nada, más allá de apurar la lata de cerveza que llevaba en la mano. La cerveza es otra de las cosas que me gustan. Como el azul. Ahora no pensaba en el azul. Ahora me llevaba la lata de cerveza a los labios y no pensaba. Bebía. A veces es bueno no pensar en nada. Ahora el azul estaba lejos. El azul existe cuando me lo ponen delante. Y me lo pusieron. Vaya si me lo pusieron. De repente vi el azul de unos ojos que me miraban. Miraban a mis ojos marrones y yo los miraba a ellos. Jamás había visto semejantes ojos. Era como mirar un dulce y embriagador pastel de chocolate del que no pudiera apartar la mirada. No podía dejar de mirar esos ojos, ese azul, esa chica. Estaba encerrado en esa mirada. He visto muchos azules. He visto muchos ojos azules, de muchas chicas, de todos los tonos, de todas las formas. Pupilas grandes, pequeñas, abombadas, achatadas. Iris festoneados con todos los colores del arcoíris, pero ninguno como el que vi en la fiesta. Los de la chica. La luz del sol jugueteaba con sus ojos y proyectaban una infinidad de tonos azules en sus ojos. Eran como pequeñas canicas cristalinas. Recordé mi época de la infancia. Me vi jugando a las canicas con esos ojos. Quería jugar con ellos. Los deseaba. Me atraían, me atraían sin poder evitarlo. Me lleve la lata a la boca y la apure de un trago. Allí estaba el azul. Allí estaba lo único que recuerdo de la fiesta. Los ojos azules infinitos. Me di la vuelta, me dirigí a la cámara frigorífica, y me cogí otra cerveza, pensando en esos ojos, en ese azul, en esa chica, en lo único que recuerdo de la fiesta, y pensé que quizás un poco de fuego en ellos no estaría mal. Al fin y al cabo el fuego es indispensable para la vida, como el azul.

sábado, 5 de diciembre de 2015

Buzón


Elías

  ¿Cómo decírselo? Así creo que está bien. En esta carta se lo puse, no podemos seguir juntos porque él, siempre él, el que te sigue, el que te arropa, el que te escucha y te acaricia el pelo. Siempre, a tu lado, quizás acurrucado en el sofá, susurrándote no te preocupes muy cerquita del oído, siempre estaré contigo, mi amor, mi amor, ese artículo posesivo, esa muletilla de posesión, y yo en mi casa, pensándote, pues también mía, de todos. Daniela es de todos o de ninguno, entérate. Debo hacerlo y sin embargo me cuesta. La carta me pesa como si fuera un bloque de piedra, me cuesta meterla en el sobre porque supone el fin, el punto y final entre tú y yo, a partir de ahí, el mareo, la nada. Y sin embargo la meto, la tengo en la mano, cerrada ya, estoy decidido, aquí se pierden todos nuestros momentos, todas nuestras horas juntos jugando a cogernos, a acariciarnos, ahí van todos los momentos en los que no nos decíamos nada porque todo estaba dicho, todo se comprendía con esa mirada tuya, tan tierna, tan clara. Era mirarte a los ojos y me veía reflejado en ellos, brillaban. Ahora ya no brillan. Aquí dejo el instante en que te vi por primera vez y me sonreíste, aún sin saber que el amor, que nosotros… Dejo tantas cosas en esta carta que me duele levantarme y andar hasta el buzón, aunque está solo enfrente, precisamente por eso, está tan cerca que duele. Si estuviera lejos, muy lejos, si tuviera que andar un día entero o dos, o tres, peregrinar hacia ti para dártela, sin dejar de pensarte jamás, eternamente, sin llegar a cortar por lo sano, que digo por lo sano, por lo insano, no me dolería, o me dolería mucho menos. En ese caso tendría esperanza. Esperanza de volver a ti, de no tomar la decisión, pero el tiempo pasa, y corre en nuestra contra, y en la tuya. Vértigo. El vértigo es ir a echar la carta en el buzón, me tambaleo, ya voy Daniela, es el fin, dejarla caer es mi caída, como la de Roma o Bizancio.

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Tomás

     Cuando te veo con él siento celos. A mí jamás me miras como a él. A mí me miras como si estuvieras mirando los precios del yogurt en el supermercado. No siento tu pasión, tu ilusión. Acariciarte es como pasar la mano por el frío mármol de nuestra mesita de salón. Lo noto. Estás rara. Aún hoy me pregunto por qué lo dejaste, aunque sé que os veis, no soy tonto. Todas las noches que llegas tarde, ¿dónde estás?, en la oficina no, porque te llamo y me dicen que ya saliste, ¿entonces?, con él, lo sé, sí, con él, pero no me atrevo a acusarte, no soy quien, no tengo pruebas y tampoco las quiero. Verlas sería confirmarlo. Verlas sería cerciorarme de que es cierto, de que te sigues viendo con él, tu antiguo novio, y no quiero. Mejor no saber. Mejor disimular, ya pasará. Toda tormenta pasa, eso dicen los marinos. Yo aferrado al timón, gobernando desde mi puesto, disimulando. Pero que digo, es inútil disimular cuando los sentimientos afloran, los míos, cuando los ojos se me empapan al pensar que me engañas. No me dices nada y te quedas tan tranquila, mi amor, mi amor, acuérdate de la primera vez que te vi, aunque ibas con él, yo solo tuve ojos para ti, ojos y oído y tacto, el tiempo se paró en ese instante y me tuviste que repetir tu nombre, Daniela, a partir de entonces mi Daniela, mi Mundo, mi Todo, Mía…Me quedé con la boca abierta, literalmente, embobado mientras me contabas que queríais iros de vacaciones. Después la llamada, los mensajes, las citas furtivas y el amor, carnal, desde luego, eras pantera en la cama. Caliente. Y fría fuera. Calculadora, temerosa. Sopesabas si dejarlo o no, y yo te esperaba, no mucho, te metí prisa, impaciente, yo te quiero mi amor, mi dulce Daniela, mi amor, porque siempre lo serás aunque sé que me engañas. Nos casamos ¿para qué? ¿Para qué si ahora todo lo desmoronas? Aplastas nuestro castillo de arena, aquel que nos prometimos la noche de bodas. Soy un cobarde, pero al menos te escribo. Me voy. Me alejo de ti, no lo soporto. Solo queda echar la carta en el buzón, me tiembla la mano.

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Daniela

     Dos caras de la misma moneda. Elías y Tomás. Dos temperamentos. Me decidí por Tomás, más seguridad, más confort. Es tan atento, tan cariñoso, no protesta por nada, no me interroga. Me deja entrar y salir a mi antojo. Lo tengo fácil para engañarle, y sin embargo cuando regreso a casa y lo veo, ahí, en el sofá, acurrucado, esperándome sin dormir, me da lástima. Me echo a su lado y me comienza a susurrar al oído que me quiere, que no me dejará nunca, y me da esos mordisquitos en el lóbulo de la oreja. Me tengo que levantar al instante, porque me hace sentir sucia. Me voy al baño con la excusa de que voy a ponerme cómoda, y lloro. Lloro mucho, con esa llantina silenciosa que te hace sentir que no eres nada, lo peor. No definirse, no poner las cartas encima de la mesa. Por eso me pasa todo. Pienso en Elías y tampoco lo merece, él tampoco merece sufrir por mí, tan paciente, siempre dándole largas después del amor. Siempre hablándole de Tomás a él, que fue tanto, que es tanto. No se vivir sin él, pero tampoco sin Elías. Tensándolo todo tanto sé que los pierdo. Nada dura para siempre y el amor hay que cuidarlo, mimarlo, como si fuera una delicada planta. Hay que regarla cada día y yo no lo hago. Al contrario, yo la enveneno. ¿Podré seguir así? ¿Podré aguantar esta situación por mucho más tiempo? Sé que no, ya no puedo, y no debo. Egoísta, eso es lo que soy, y cobarde. Egoísta con uno, y cobarde con otro. No los merezco, no los merezco y los quiero, a ambos, no me dejéis, por favor. ¿No veis que os quiero, que no podría vivir sin vosotros? Por eso os lo confieso. Escribo esta carta a ambos explicándome, intentándolo al menos, aunque es difícil. Hace tiempo que  perdí el control de mis sentimientos, y ahora andan desatados, como cabos sueltos movidos por el viento, por la tormenta. Tempestad. Lo mejor es que me vaya. No actué correctamente y ahora lo pago. Lo pago yo y lo pagáis vosotros. Lo siento tanto. Tanto. Adiós. El buzón me espera.


martes, 1 de diciembre de 2015

Antoni

Antoni barajaba las cartas despacio. Lo hacía así, mientras pensaba en su mujer, y en la vida tan desordenada que llevaba. Giraba la cabeza mirando a ambos lados y al frente. Allí estaban sus amigos, en el gran salón de su casa jugando al póker. Todos parecían divertirse salvo Antoni, que en silencio comenzó a repartir los naipes. Normalmente siempre se reía o decía alguna gracia, o gastaba alguna broma o decía algún improperio subido de tono. Pero está vez no. Permanecía callado, respondiendo con monosílabos y mostrando un desdén fuera de lo normal. El gran Antoni rumiaba alguna idea. De hecho, llevaba días, meses, harto de ser el cabecilla al que todos temían, el jefazo al que todos lamían el culo y eso le hacía sentir vacío. Desde que creo su imperio todos sus socios le hacían la pelota, todos sus trabajadores le doraban la píldora, no le contradecían, le temían, y eso le exasperaba. Por una parte le gustaba. Siempre había deseado ser alguien, alguien importante, y a base de trabajo, esfuerzo, y mucho sacrificio lo había logrado. Pero para eso, había tenido que crearse un personaje, un monstruo que en realidad se saltaba todas las normas morales. Él, muchos años atrás, en su infancia y adolescencia fue un chico educado, incluso tímido, lo que podríamos llamar un hijo ejemplar. Iba al colegio y estudiaba. Fue al instituto y aprobaba, sacaba buenas notas. Era un buen estudiante e incluso ayudaba a sus compañeros. Hijo de una humilde familia, tuvo que ver como sus padres se separaban a consecuencia de las continuas riñas y discusiones de sus progenitores. Su madre, dada a la bebida, y su padre, un buscavidas sin empleo, se peleaban a diario. Las voces e insultos eran habituales en su casa. Se acostumbró y sobrevivió a eso. Es sabido que algunas plantas crecen en terrenos áridos. Antoni sufría pues. En casa las cosas no iban bien, y en el instituto se esforzaba por destacar, acumulando méritos que al final tiró por la borda. Una mañana se hartó, explotó, y le dijo a su profesor que se fuera al carajo, que no lo soportaba, ni a él ni a ninguno de sus compañeros, ni a su familia. Se levantó de la silla y salió de clase. No volvió. Y tampoco a su casa. Cortó con todos y con todo. Nadie supo de él. Nada. Parecía como si la tierra se lo hubiera tragado, y sin embargo progresó en la vida. Pero cada día se lo recriminaba. Lo hacía mientras echaba las fichas al tapete verde donde jugaba con sus amigos. Aún no había pronunciado una palabra, solo rumiaba sus pensamientos, con el rictus de su cara serio, con sus ojos fijos en un punto que ni siquiera estaba en esa habitación, no miraba nada, ni lo necesitaba. Se estaba examinando por dentro, y se detestaba. Jamás había tenido un gesto amable con nadie. Siempre había conseguido todo lo que quería a base de amenazas, y por eso lloraba.