Antoni
barajaba las cartas despacio. Lo hacía así, mientras pensaba en su mujer, y en
la vida tan desordenada que llevaba. Giraba la cabeza mirando a ambos lados y
al frente. Allí estaban sus amigos, en el gran salón de su casa jugando al póker.
Todos parecían divertirse salvo Antoni, que en silencio comenzó a repartir los
naipes. Normalmente siempre se reía o decía alguna gracia, o gastaba alguna
broma o decía algún improperio subido de tono. Pero está vez no. Permanecía
callado, respondiendo con monosílabos y mostrando un desdén fuera de lo normal.
El gran Antoni rumiaba alguna idea. De hecho, llevaba días, meses, harto de ser
el cabecilla al que todos temían, el jefazo al que todos lamían el culo y eso
le hacía sentir vacío. Desde que creo su imperio todos sus socios le hacían la
pelota, todos sus trabajadores le doraban la píldora, no le contradecían, le
temían, y eso le exasperaba. Por una parte le gustaba. Siempre había deseado
ser alguien, alguien importante, y a base de trabajo, esfuerzo, y mucho
sacrificio lo había logrado. Pero para eso, había tenido que crearse un
personaje, un monstruo que en realidad se saltaba todas las normas morales. Él,
muchos años atrás, en su infancia y adolescencia fue un chico educado, incluso
tímido, lo que podríamos llamar un hijo ejemplar. Iba al colegio y estudiaba.
Fue al instituto y aprobaba, sacaba buenas notas. Era un buen estudiante e
incluso ayudaba a sus compañeros. Hijo de una humilde familia, tuvo que ver
como sus padres se separaban a consecuencia de las continuas riñas y
discusiones de sus progenitores. Su madre, dada a la bebida, y su padre, un
buscavidas sin empleo, se peleaban a diario. Las voces e insultos eran
habituales en su casa. Se acostumbró y sobrevivió a eso. Es sabido que algunas
plantas crecen en terrenos áridos. Antoni sufría pues. En casa las cosas no
iban bien, y en el instituto se esforzaba por destacar, acumulando méritos que
al final tiró por la borda. Una mañana se hartó, explotó, y le dijo a su
profesor que se fuera al carajo, que no lo soportaba, ni a él ni a ninguno de
sus compañeros, ni a su familia. Se levantó de la silla y salió de clase. No
volvió. Y tampoco a su casa. Cortó con todos y con todo. Nadie supo de él.
Nada. Parecía como si la tierra se lo hubiera tragado, y sin embargo progresó
en la vida. Pero cada día se lo recriminaba. Lo hacía mientras echaba las
fichas al tapete verde donde jugaba con sus amigos. Aún no había pronunciado
una palabra, solo rumiaba sus pensamientos, con el rictus de su cara serio, con
sus ojos fijos en un punto que ni siquiera estaba en esa habitación, no miraba
nada, ni lo necesitaba. Se estaba examinando por dentro, y se detestaba. Jamás
había tenido un gesto amable con nadie. Siempre había conseguido todo lo que
quería a base de amenazas, y por eso lloraba.
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