Lo único que recuerdo son
unos ojos. Lo único que recuerdo son unos ojos muy azules. El azul siempre me
ha gustado, y allí estaba, en esos ojos de esa chica, en esa fiesta. Desde hace
tiempo me quedo embobado mirando el cielo. Yo de pie, enderezado, recto, con la
boca algo abierta y mirando como un bobo el azul del cielo. O el mar. Cuando
voy a la playa, las pocas veces, siempre me paro a su orilla, quizás con el
agua lamiéndome los pies, y miro el azul del mar. Es distinto que el azul del
cielo, pero también me gusta. Ambos se juntan en el horizonte y yo lo observo.
A veces sin embargo ese azul que se mezcla con el del océano como en una acuarela,
se torna rojo, como si le prendieran fuego. Es el sol que se pone, y también es
bonito. Me gusta. Pienso que ese fuego es necesario. Indispensable. Sí, el
fuego es necesario para la vida. También el azul.
Cuando era pequeño me
gustaba dibujar con los rotuladores. Mis favoritos eran los azules. Azul
oscuro, claro, cálido, casi negro. Todos. Dibujaba paisajes y casitas con sus
ventanas. Dibujaba ríos con puentes, y dibujaba chicas con dos grandes manchas
azules en la cara. Eran sus ojos. Me divertía haciéndolo. Llenaba hojas con
dibujos. Todos con tonalidades azules. Toda la gama de azules. Casi toda.
También escribía y sigo escribiendo con bolígrafos de color azul. No lo puedo
evitar. Es casi una manía. Me atrae como la miel a las abejas. De pequeño es
verdad que mis ojos eran azules. Ahora no. El momento del cambio no lo
recuerdo, pero supongo que debió ser un día cruel para mí. Veo las fotografías
y veo a un niño con los ojos azules claros y me pregunto si realmente ese niño
era yo. Ahora los tengo marrones. Así que podemos decir que el color azul, como
mínimo, me fascina.
Me llamaban. Caminé
despacio. Camine sin prisa, paladeando el momento. No pensaba especialmente en
nada, más allá de apurar la lata de cerveza que llevaba en la mano. La cerveza
es otra de las cosas que me gustan. Como el azul. Ahora no pensaba en el azul.
Ahora me llevaba la lata de cerveza a los labios y no pensaba. Bebía. A veces
es bueno no pensar en nada. Ahora el azul estaba lejos. El azul existe cuando
me lo ponen delante. Y me lo pusieron. Vaya si me lo pusieron. De repente vi el
azul de unos ojos que me miraban. Miraban a mis ojos marrones y yo los miraba a
ellos. Jamás había visto semejantes ojos. Era como mirar un dulce y embriagador
pastel de chocolate del que no pudiera apartar la mirada. No podía dejar de
mirar esos ojos, ese azul, esa chica. Estaba encerrado en esa mirada. He visto
muchos azules. He visto muchos ojos azules, de muchas chicas, de todos los
tonos, de todas las formas. Pupilas grandes, pequeñas, abombadas, achatadas.
Iris festoneados con todos los colores del arcoíris, pero ninguno como el que
vi en la fiesta. Los de la chica. La luz del sol jugueteaba con sus ojos y
proyectaban una infinidad de tonos azules en sus ojos. Eran como pequeñas
canicas cristalinas. Recordé mi época de la infancia. Me vi jugando a las canicas
con esos ojos. Quería jugar con ellos. Los deseaba. Me atraían, me atraían sin
poder evitarlo. Me lleve la lata a la boca y la apure de un trago. Allí estaba
el azul. Allí estaba lo único que recuerdo de la fiesta. Los ojos azules
infinitos. Me di la vuelta, me dirigí a la cámara frigorífica, y me cogí otra
cerveza, pensando en esos ojos, en ese azul, en esa chica, en lo único que
recuerdo de la fiesta, y pensé que quizás un poco de fuego en ellos no estaría
mal. Al fin y al cabo el fuego es indispensable para la vida, como el azul.
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