Elías
¿Cómo
decírselo? Así creo que está bien. En esta carta se lo puse, no podemos seguir
juntos porque él, siempre él, el que te sigue, el que te arropa, el que te
escucha y te acaricia el pelo. Siempre, a tu lado, quizás acurrucado en el sofá,
susurrándote no te preocupes muy cerquita del oído, siempre estaré contigo, mi
amor, mi amor, ese artículo posesivo, esa muletilla de posesión, y yo en mi
casa, pensándote, pues también mía, de todos. Daniela es de todos o de ninguno,
entérate. Debo hacerlo y sin embargo me cuesta. La carta me pesa como si fuera
un bloque de piedra, me cuesta meterla en el sobre porque supone el fin, el
punto y final entre tú y yo, a partir de ahí, el mareo, la nada. Y sin embargo
la meto, la tengo en la mano, cerrada ya, estoy decidido, aquí se pierden todos
nuestros momentos, todas nuestras horas juntos jugando a cogernos, a
acariciarnos, ahí van todos los momentos en los que no nos decíamos nada porque
todo estaba dicho, todo se comprendía con esa mirada tuya, tan tierna, tan
clara. Era mirarte a los ojos y me veía reflejado en ellos, brillaban. Ahora ya
no brillan. Aquí dejo el instante en que te vi por primera vez y me sonreíste,
aún sin saber que el amor, que nosotros… Dejo tantas cosas en esta carta que me
duele levantarme y andar hasta el buzón, aunque está solo enfrente,
precisamente por eso, está tan cerca que duele. Si estuviera lejos, muy lejos,
si tuviera que andar un día entero o dos, o tres, peregrinar hacia ti para
dártela, sin dejar de pensarte jamás, eternamente, sin llegar a cortar por lo
sano, que digo por lo sano, por lo insano, no me dolería, o me dolería mucho
menos. En ese caso tendría esperanza. Esperanza de volver a ti, de no tomar la
decisión, pero el tiempo pasa, y corre en nuestra contra, y en la tuya. Vértigo.
El vértigo es ir a echar la carta en el buzón, me tambaleo, ya voy Daniela, es
el fin, dejarla caer es mi caída, como la de Roma o Bizancio.
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Tomás
Cuando te veo con él siento celos. A mí jamás me miras como a él.
A mí me miras como si estuvieras mirando los precios del yogurt en el
supermercado. No siento tu pasión, tu ilusión. Acariciarte es como pasar la mano
por el frío mármol de nuestra mesita de salón. Lo noto. Estás rara. Aún hoy me
pregunto por qué lo dejaste, aunque sé que os veis, no soy tonto. Todas las
noches que llegas tarde, ¿dónde estás?, en la oficina no, porque te llamo y me
dicen que ya saliste, ¿entonces?, con él, lo sé, sí, con él, pero no me atrevo
a acusarte, no soy quien, no tengo pruebas y tampoco las quiero. Verlas sería
confirmarlo. Verlas sería cerciorarme de que es cierto, de que te sigues viendo
con él, tu antiguo novio, y no quiero. Mejor no saber. Mejor disimular, ya
pasará. Toda tormenta pasa, eso dicen los marinos. Yo aferrado al timón,
gobernando desde mi puesto, disimulando. Pero que digo, es inútil disimular
cuando los sentimientos afloran, los míos, cuando los ojos se me empapan al
pensar que me engañas. No me dices nada y te quedas tan tranquila, mi amor, mi
amor, acuérdate de la primera vez que te vi, aunque ibas con él, yo solo tuve
ojos para ti, ojos y oído y tacto, el tiempo se paró en ese instante y me
tuviste que repetir tu nombre, Daniela, a partir de entonces mi Daniela, mi
Mundo, mi Todo, Mía…Me quedé con la boca abierta, literalmente, embobado
mientras me contabas que queríais iros de vacaciones. Después la llamada, los
mensajes, las citas furtivas y el amor, carnal, desde luego, eras pantera en la
cama. Caliente. Y fría fuera. Calculadora, temerosa. Sopesabas si dejarlo o no,
y yo te esperaba, no mucho, te metí prisa, impaciente, yo te quiero mi amor, mi
dulce Daniela, mi amor, porque siempre lo serás aunque sé que me engañas. Nos
casamos ¿para qué? ¿Para qué si ahora todo lo desmoronas? Aplastas nuestro
castillo de arena, aquel que nos prometimos la noche de bodas. Soy un cobarde,
pero al menos te escribo. Me voy. Me alejo de ti, no lo soporto. Solo queda
echar la carta en el buzón, me tiembla la mano.
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Daniela
Dos caras
de la misma moneda. Elías y Tomás. Dos temperamentos. Me decidí por Tomás, más
seguridad, más confort. Es tan atento, tan cariñoso, no protesta por nada, no
me interroga. Me deja entrar y salir a mi antojo. Lo tengo fácil para
engañarle, y sin embargo cuando regreso a casa y lo veo, ahí, en el sofá,
acurrucado, esperándome sin dormir, me da lástima. Me echo a su lado y me
comienza a susurrar al oído que me quiere, que no me dejará nunca, y me da esos
mordisquitos en el lóbulo de la oreja. Me tengo que levantar al instante,
porque me hace sentir sucia. Me voy al baño con la excusa de que voy a ponerme
cómoda, y lloro. Lloro mucho, con esa llantina silenciosa que te hace sentir
que no eres nada, lo peor. No definirse, no poner las cartas encima de la mesa.
Por eso me pasa todo. Pienso en Elías y tampoco lo merece, él tampoco merece
sufrir por mí, tan paciente, siempre dándole largas después del amor. Siempre
hablándole de Tomás a él, que fue tanto, que es tanto. No se vivir sin él, pero
tampoco sin Elías. Tensándolo todo tanto sé que los pierdo. Nada dura para
siempre y el amor hay que cuidarlo, mimarlo, como si fuera una delicada planta.
Hay que regarla cada día y yo no lo hago. Al contrario, yo la enveneno. ¿Podré
seguir así? ¿Podré aguantar esta situación por mucho más tiempo? Sé que no, ya
no puedo, y no debo. Egoísta, eso es lo que soy, y cobarde. Egoísta con uno, y
cobarde con otro. No los merezco, no los merezco y los quiero, a ambos, no me
dejéis, por favor. ¿No veis que os quiero, que no podría vivir sin vosotros?
Por eso os lo confieso. Escribo esta carta a ambos explicándome, intentándolo
al menos, aunque es difícil. Hace tiempo que
perdí el control de mis sentimientos, y ahora andan desatados, como
cabos sueltos movidos por el viento, por la tormenta. Tempestad. Lo mejor es
que me vaya. No actué correctamente y ahora lo pago. Lo pago yo y lo pagáis
vosotros. Lo siento tanto. Tanto. Adiós. El buzón me espera.
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