viernes, 29 de enero de 2016

Fe


"El destino es el que baraja las cartas,

pero nosotros los que las jugamos."

William Shakespeare

Salías de casa y te dirigías a trabajar. Era lunes y la semana arrancaba con el recuerdo de ella, y del sábado, de toda la acumulación de excesos y cenas con mucha cerveza y vino que derivaron en ella. Ibas vestido con tu habitual traje de punto, tu habitual camisa - una de tantas, todas parecidas-, y tus habituales zapatos marrones. Te montaste en el coche y empezaste a tararear, con melodía alegre, el nombre de ella. Dabas golpecitos en el volante con tus dedos y te observabas en el espejo retrovisor aprobando tu rostro, gesticulando y poniendo muecas extrañas delante de el, como si tuvieras que convencerte de tu aspecto a cada segundo. “Ese soy yo”, pensabas.

La noche del sábado la habías visto a ella. Habíais terminado de cenar -parrillada de cerdo y carpaccio de ternera, regado con abundantes botellas de vino y copas de cerveza que aparecían mágicamente una tras otra-, y os dirigíais a uno de los bares de moda, tú y tus dos amigos. Entre la espesura del alcohol que turbaba vuestras mentes y la niebla y el frío que hacía en la calle, parecíais tres espectros deambulando en mitad de la noche.

Llegasteis a la puerta del local entre comentarios y risas sin sentido (o con todo el sentido de vuestro mundo), y la viste a ella. Estaba allí, de pie, altiva, semejante a una estatua mitológica, de esas que descansan sobre columnas dóricas en templos griegos desafiando al tiempo, al lado del acceso al pub hablando con alguien, otra chica, “su amiga quizás”, pensaste. Se reía y enseñaba, refulgiendo en la penumbra del callejón y la multitud de la gente, las perlas de sus dientes, el carmín granate de sus labios y su boca quizás excesivamente grande para ti, pero en absoluta concordancia con las facciones faraónicas de su mandíbula. Destacaba entre todas las bocas, labios y dientes de toda la gente que entraba y salía del local. Tú entraste el último, para demorarte, para paladear la imagen de ella e intentar grabarla en la mente, arrebatarle algo a ella que tú te quedaras, lo que fuera, una mirada, y entonces ella echara de menos, esas cosas…

Ella desafiaba al frío con un vestido que apenas le cubría las piernas. Su escote, muy amplio y ceñido, entreveía unos senos apretados y no muy grandes que alumbraban como la luz de un faro que descargara toda su intensidad sobre tu mirada, deslumbrándote, y sus ojos, flanqueados por unas pestañas largas y espesas, oscuras como una noche sin luna, se veían grandes y verdes cada vez que pestañeaba contribuyendo de esta manera a terminar de hipnotizarte. Era la primera vez que la veías. Les preguntaste a tus amigos quién era, si la conocían. Te dijeron su nombre, y la miraste por última vez. Ella se quedó fuera.

Ahora ibas al trabajo en tu coche pensando en ella. ¿Qué hubiera pasado si le hubieras dicho algo? “No tuve ocasión, ya la veré de nuevo y entonces…”, farfullabas para tus adentros.

Y la semana pasó, y llegaron el viernes y el sábado y con ellos la nueva acumulación de excesos y cenas con mucha cerveza y vino que derivaba en ella…o no, porque esta vez ella no estaba en el acceso al local, ni dentro del local,  ni la habían visto por alguna de las calles adyacentes. Esta vez había desaparecido y parecías desesperado o angustiado por verla pero no, ella no estaba y tus amigos te decían “¿quién es ella? No conocemos a nadie así.” Y tú te preguntabas “¿cómo no van a saber? La vimos justo aquí la semana pasada”, y recorrías con la mirada las otras miradas y efectivamente no la veías, no la reconocías entre todas aquellas sombras en la noche iluminadas por la luz estridente de los focos multicolor del local, que daban un aspecto fantasmagórico a la gente, mientras no paraban de bailar y beber a su ritmo, sin verla a ella ni a ti e ignorándote por completo.

Y entonces empezaste a pensar si no te lo imaginaste, si no te la imaginaste a ella, si solo tú la viste, allí de pie, sonriendo y hablando y exhibiendo su esbelta y curvilínea figura solo para ti. “¡No puede ser!”, pensabas, “la vi, estoy seguro, la vi con mis propios ojos.” Y entonces recurriste a algo a lo que no estabas acostumbrado, tu fe. Te dijiste que si la habías visto una vez, la verías una segunda, o al menos eso esperabas, eso querías creer. Lo dejaste todo en manos de la divina providencia y la seguridad (nada segura) de volver a verla alguna vez. “Si nuestros destinos se tienen que cruzar de nuevo, se cruzaran, y la veré”.

Y con esa seguridad te dirigías ahora al trabajo, pensando en ella pero sin ella. Habían pasado varias semanas desde que la viste, y sin embargo, aún no perdías la fe en volver a verla, la esperanza de contemplarla una segunda vez y poder quizás hablarle y conocerla, esta vez sí, a ella.

“Se quedó con su fe, pero sin ella”, pensabas en esta frase -dicha con sorna por uno de tus amigos al otro, aquella noche que decidiste apostarlo todo a una carta-, mientras conducías con el ceño fruncido y tu habitual traje de punto, tu habitual camisa –una de tantas, todas parecidas-, y tus habituales zapatos marrones, dando golpecitos sobre el volante y salmodiando su nombre, que salía expulsado de tu boca como pequeños salivazos interminables…ella ella ella, que se fundían con el ruido del tráfico y de la radio y del motor rugiendo y de la lluvia que tamborileaba sobre la carrocería, mientras dejabas atrás los coches que adelantabas y acelerabas más y más, “la próxima vez, la veo”.


martes, 26 de enero de 2016

Guerra


  Le costaba limpiarse los dientes. Cogía el cepillo con la mano izquierda, se lo llevaba a la boca, y ahí comenzaban sus penalidades. Lo movía en el interior de su boca como un pato mareado, como si no tuviera fuerzas, de manera muy torpe. Había perdido la mano derecha en el campo de batalla y ahora tenía que aprender a usar la mano izquierda para lo que antes hacía con la derecha. Escribir por ejemplo, firmar un documento, una carta, atarse los cordones, limpiarse los dientes…Todo eso le suponía una odisea y por ese motivo, meditando, permanecía ahora mirándose fijamente en el espejo del baño con el cepillo en la boca y la pasta de dientes asomándole por la comisura de los labios, con cara de circunstancias y lamentándose por dentro de esa maldita guerra. “¿Por qué tuve que ir a esa estúpida guerra?” Lo que antes realizaba sin pensar, automáticamente, ahora no podía realizarlo o lo costaba horrores. Tendría que empezar de nuevo, aprender a articular los dedos, a mover la muñeca, adquirir la habilidad que le habían arrebatado al quedarle sin mano derecha. “Podré hacerlo”, pensaba, “peor sería si me hubieran matado, o quedado paralitico o minusválido o ciego. Peor es la miseria. Peor es la falta de ánimos e ilusión por algo.”



     Parker había combatido en la guerra civil, en el bando republicano, y casi lo mataron. Le cayó una granada a muy pocos metros, y no tuvo tiempo para reaccionar. Perdió la mano de cuajo…y el conocimiento. Cuando se despertó en el hospital de campaña, aturdido y aún despistado por la anestesia, como si hubiera estado deambulando por una nebulosa, se percató de las vendas que le cubrían la mano derecha; y se asustó. No sentía su mano derecha. No sentía sus dedos, no podía moverlos. “No tengo mano, oh dios, no tengo mano”. Se puso a gritar y una de las enfermeras se acercó a su cama. Estaban en un pequeño pabellón con más lisiados y más camas. “Tranquilícese, señor, acabamos de operarle y está en el hospital de campaña. Hemos salvado su vida. Lo encontraron desangrándose e inconsciente en una trinchera. Ha tenido mucha suerte soldado. Ahora está a salvo”. La enfermera tenía su mano sobre la frente de Parker y le acariciaba muy suavemente, con afecto. Le hablaba muy despacio, masticando las palabras y mirándole a los ojos. Le transmitía calma. Su aparición le recordó a la de un ángel. Un ángel salvador. Su ángel.



     Dejó el cepillo de dientes y se enjuagó la boca. Había tardado el triple de tiempo que con la mano derecha pero lo había logrado. Tenía la boca limpia. Le gustaba la sensación. Se dijo a sí mismo que la próxima vez tardaría menos tiempo. “Cada vez menos tiempo. Al fin y al cabo, un manco no es ningún discapacitado”, pensaba mientras recordaba a la enfermera que le cuidó en el hospital de campaña. “¿Qué sería de ella?”

viernes, 22 de enero de 2016

Luna


Y te desnudo.

Y te desnudo a través de mi mente, a través de mis sueños. Me acuesto y sé que al cerrar los ojos ya te empiezo a desnudar.

Y te desnudo sin apenas dejar pasar el tiempo. Los segundos se paran, el tiempo se detiene mientras te desvisto. El reloj parado y tú desnuda o semi desnuda, Afrodita en el templo. Primero te rodeo con mis brazos, y te paso los dedos por encima del sujetador, y te huelo, y hueles a hierba recién cortada, húmeda, y tu pelo se enreda entre mis labios, madeja de cabos sueltos, y te muerdo la oreja despacio, mientras desabrocho tu sujetador, que como flor marchita se desprende de tu pecho, y te beso.

Y te desnudo recorriendo tu espalda con mis manos, y me entretengo acariciando tu suave piel, y tú me miras sin verme porque estás excitada y me besas sin pensar, como loba en celo, entregándome tu cuerpo, sucumbiendo a mi sueño, y me dejas hacer, y me ofreces tu boca, y te estremeces cuando sientes el escalofrío de la yema de mis dedos recorriendo tu cintura.

Y te desnudo bajando lentamente los pantalones, que van dando paso a tus piernas, que son las columnas ya calientes de tu imperio al contacto de mis dedos, de mi aliento y boca y labios sobre los tuyos, que se abren a medida que estás más desnuda, más excitada, y entonces tu tanga, el cual siento contra mi vientre, ya está húmedo, como el lago o el pantano que espera paciente en el bosque, y hundo los remos de mis dedos en ellos, y me sumerjo empapándome por tu culpa y tú, mientras, vacilas, y me sonríes y veo en ti la luna, que es el deseo de tenerte y no poder alcanzarte, solo admirarte.

Y te desnudo.

jueves, 21 de enero de 2016

Pies


Me rozas con tu pie frío sobre mi pie caliente y me estremezco, como si me acariciaras con tus uñas la espalda, como si recorrieras mi vientre con tu lengua húmeda de deseo, caliente por besarme. Mi columna serpentea temblando y gimo, y muevo yo también el pie buscando tu pie, y tú lo apartas jugando porque todo es un juego; el amor es un juego y el sexo es un juego y hablarte es un juego, y disfrutamos jugando... y siento de nuevo tus dedos aún congelados porque desnudos debajo de las sábanas, y yo hago como que me enojo y me giro para al minuto buscarte. Tú y yo, no necesitamos más. El amor es rozarnos con los pies bajo las sábanas.

martes, 19 de enero de 2016

Óscar


El gato se subió a la cama y se acurrucó haciéndose un ovillo entre las sábanas y el costado de Chet, y se quedó dormido. Permaneció muy tranquilo en esa posición durante un buen rato. Lo vi posarse encima de las sábanas y moverse por encima de ellas con la parsimonia del gato viejo y remolón que era. Pese a que me sorprendió el verlo aparecer,- el sentirlo allí encima suya tan calmado-, pegado al cuerpo de Chet como el niño que abraza a su abuelo y no lo suelta, en realidad, lo  estaba esperando, y me alegré por ello, aunque al mismo tiempo también sentí tristeza, nostalgia de la vida, de todos los momentos vividos que ya no volverían para él, ni para mí. Estaba seguro que Chet sentía la vibración templada y cálida del ronroneo del gato, y le gustaba, le calmaba, le relajaba. Podía escucharlo. Era como un suave sonajero. Yo estaba junto a la puerta y le llevaba su medicación. Me quedé justo allí, de pie, absorto, con la batea en ristre y la boca entre abierta. Óscar, el felino el cual convivía con nosotros en la residencia estaba allí, con su pelaje blanco y gris, sus orejas puntiagudas y sus ojos achinados, mirando fijamente a Chet. Supe que significaba al instante. Óscar jamás se había equivocado en alguno de sus vaticinios. Desde que lo acogimos aquí, hace ya más de dos años, siempre ha mostrado una peculiar y macabra habilidad; la de entrar en la habitación de un interno, que intuía próximo a su muerte, y quedarse plantado junto a él, hasta que moría al poco tiempo; quizás dos horas como máximo; y entonces se levantaba, y tranquilamente se iba por donde había venido. No era especialmente simpático ni cariñoso, más bien era como todos los gatos; arisco e interesado, pero eso no lo hacía menos entrañable. Era parte de la familia. Merodeaba por el edificio y el jardín, daba vueltas por los pasillos, y se alimentaba gracias a la comida que le proporcionábamos todos. Era uno más de nosotros. Asimismo, era un reclamo y entretenimiento para los demás pacientes no terminales, y por todo eso, era tan apreciado. Y además, poseía ese extraño don  que al fin y al cabo nos facilitaba bastante el trabajo, ya que nos avisaba con antelación del inminente fallecimiento. Podíamos despedirnos. Podía despedirme. Así que mi corazón dio un brinco cuando lo vi allí, en la habitación de Chet. Yo, pese a trabajar con pacientes terminales, próximos a la muerte, un día sí y otro también desde hacía años, no me acostumbraba a no decirles adiós, a no despedirme de ellos. De hecho, siempre me andaba despidiendo, sumido en la eterna y continua incertidumbre del cuándo, de la amenaza continua de la muerte. No sabía, obviamente, el tiempo de vida que le quedaba a cada uno de nuestros internos, y ahora seguía sin saberlo, pero al menos  con Óscar, esto, milagrosamente, cambió. Ahora sabía que mientras el gato no fuese a visitarlos, no morirían. A todos ellos los veía como algo más, quizás como a personas de mi propia familia, a seres muy queridos a los cuales cuidaba y trataba de dar la mayor y mejor calidad de vida sin condiciones. Disfrutaba de ese modo, y me hacía feliz, a mí y a todos ellos, por eso, cuando tocaba el final de alguno, me apenaba profundamente. Aunque no me pudieran expresar su gratitud, tampoco la necesitaba. Bastaba sentarme con ellos en el borde de la cama y acariciarlos, hablarles, contarles las últimas novedades y chismes de nuestra casa, la residencia de la bahía de Narragansett, en Rhode Island, o si se podía, sentarlos en una silla de ruedas e ir a pasear por el jardín con ellos, o llegar quizás hasta el paseo marítimo y empaparnos de la humedad y el sabor del agua salada, de los graznidos de las gaviotas y de todos los ruidos y sonidos que en la residencia no teníamos. Me gustaba pensar que los embadurnaba en vida, que los metía en una gran bañera o recipiente repleto de vida, de ganas de vivir, y que ellos y yo disfrutábamos así, zambulléndonos en su interior, buceando  como niños. Así que me acerqué por última vez a Chet y me senté a su lado en la cama, junto a él. Óscar seguía allí, hecho una bola y ronroneando, tan a gusto que ni se movió cuando me acomodé en una esquinita del colchón, y miré a Chet, y lo vi allí tan relajado y tan plácido, que sentí un gran alivio en mi interior, como si alguien dentro de mí me estuviera acariciando. Era paz. Me acerqué a su cara y le bese, “Buen viaje Chet, por allá arriba ganan un hombre, te echaremos de menos, no temas. Él lo sabía, lo podía intuir, había movido su brazo y acariciaba a Óscar moviendo sus largos y esqueléticos dedos muy despacio, con una mueca en la boca que indicaba que sonreía, y no vacilé en incorporarlo una última vez para que no se perdiera el espectáculo del sol poniéndose, yéndose como él, tranquilo y sereno.

Una brisa mecía los árboles del jardín que se veían desde el balcón de la habitación de Chet. Los jazmines estaban en flor, las rosas coloreaban el paisaje allá afuera, y los trinos de los gorriones y pajarillos inundaban la serena primavera que había comenzado ya en Providence. Si aspiraba fuerte y profundo, podía oler la combinación y amalgama de olores y fragancias que desprendía la vegetación que rodeaba la residencia. Más allá del jardín y de los muros del geriátrico, podía ver las olas del océano atlántico mansas como un rebaño de ovejas, y un par de barcos fondeando en la ensenada, disfrutando del revuelo de unas simpáticas gaviotas que planeaban sobre sus mástiles. La bahía era espectacular y con este tiempo lucía imponente y primorosa. Era precioso el espectáculo, y Chet, el bueno de Chet, parecía que disfrutaba tanto como yo del paisaje. De su última puesta de sol. Desde aquella posición era inmensa, grandiosa. ¡Era la mejor puesta de sol de toda América! Lo había hecho todos los días. Salíamos al balcón, y nos quedábamos un buen rato en silencio, sólo observando y captando el mundo de afuera, el mundo exterior que se abría tras el muro de la habitación. Entonces su cara cambiaba, su ánimo viraba cuando entraba en la habitación y le decía, “adelante Chet, es hora de levantarse”, y veía, intuía más bien, un cambio en sus ojos, un destello quizás, una esperanza en forma de ilusión y grandeza, que modificaba los surcos del pergamino de su cara. Parecía que sonreía como ahora, que sus ojos miraban con la ilusión que solo tienen los niños cuando pequeño. Sus ojos azules se empañaban, como ahora también, de unas lágrimas que no brotaban del todo, que no acababan de desprenderse del todo, pero que yo sabía de felicidad y emoción. Sus cuencas eran un estanque de sentimientos. Quizás en esos momentos estaban aflorando algunos de sus mejores y más tiernos recuerdos, los más plácidos; una caricia, un beso, sus hijos, lo que sea; la felicidad sin duda, la felicidad en una cara, en unos ojos, y mi felicidad por ende. Él era consciente de sus últimos instantes de vida, como los del sol ocultándose, y era feliz, éramos felices. Yo lo sabía. Sabía que él lo sabía. Las palabras en muchos momentos sobran, estorban, son como obstáculos o impedimentos en  el camino, y ahora no hacía falta decir nada. Ya estaba todo dicho. Óscar estaba detrás de nosotros. Se había bajado de la cama y de un brinco, subido al alféizar de la ventana. Perseguía con la mirada un pájaro.



Descansa en paz Chet


viernes, 15 de enero de 2016

Avión


I

ba sentado en la claustrofóbica y diminuta butaca de un avión. Junto a mí tenía sentada a una señora mayor que leía una novela rosa sin apenas apartar la mirada de sus páginas, y más allá, en el asiento contiguo, a un joven de unos veinte años que dormitaba o lo intentaba con la cabeza ligeramente inclinada hacia su lado izquierdo, el cual daba al pasillo. Yo estaba sentado en el asiento de la ventanilla, uno de los ojos de buey del gran pájaro que nos transportaba. A través de el podía ver el cielo plagado de nubes, todas negras, los relámpagos que se iluminaban como látigos de feria y la lluvia incesante que nos asolaba. Había tormenta. Podía sentir como el avión se cimbreaba bajo mis pies como si estuviera montado en un autobús que recorriera una carretera secundaria repleta de baches y socavones. Las turbulencias se hacían a cada instante más violentas. Parecía que nos habíamos metido en un siniestro túnel lleno de trampas que no se acabara nunca. Las azafatas iban y venían recorriendo el estrecho pasillo entre las dos filas de asientos y se chocaban estorbándose entre ellas intentando calmar y apaciguar los ánimos de los pasajeros. Servían botellas de agua, daban pequeñas instrucciones, y nos recomendaban que nos abrocháramos los cinturones hasta que pasara el temporal. Yo ya lo había hecho. Sentía cierto recelo cuando me subía a los aviones y por eso, por simple superstición y respeto, ni siquiera me lo había desabrochado cuando se encendió sobre nuestras cabezas la señal de “ya pueden desabrochar sus cinturones”, después del despegue. Me daba confianza y seguridad. La señora junto a mí, que me hablaba en un idioma desconocido – quizás ruso, o búlgaro, o algún idioma escandinavo –  se santiguaba continuamente, sin parar, a cada poco, casi obsesivamente. Ya no leía. Había dejado el libro sobre la bandeja. El joven junto a ella había despertado, y se aferraba a los reposa manos con cierta cara de preocupación. Tenía los ojos cerrados y murmuraba algo. No lograba escucharlo. Un niño detrás de mí lloraba, y su madre, junto a él, procuraba calmarlo acariciándole la cabeza y besándole los carrillos, y susurrándole cosas al oído. Otra mujer, más alejada de mí, gritaba histérica a su marido; que por qué habían hecho este viaje. Ella le tenía pánico a los aviones, sollozaba gritando para que todos se enterasen, pánico. Tenían miedo. Estaban preocupados. Y yo también. La tormenta y el grotesco espectáculo estaba durando más de la cuenta. Desde la cabina el comandante nos intentaba tranquilizar. Hablaba despacio y en diferentes idiomas, aunque en su voz se podía entrever un cierto ademán o principio de preocupación. Todo el mundo estaba muy  nervioso. Le entendí que estábamos atravesando una tormenta, un banco inesperado (cosa que ya sabíamos), y que mantuviéramos la clama, que pronto pasaría. El avión mientras tanto, pegó un salto, una caída, como si hubiera bajado un escalón de repente, y luego otro y otro. Se sacudía de arriba abajo. Las azafatas ya no recorrían el estrecho pasillo. Ahora permanecían sentadas y bien sujetas en sus butacas al final del pasillo. Dos a cada extremo. Sentí una brusca descomprensión en los oídos, como cuando viajas en el coche y asciendes por una carretera muy empinada, y los oídos se te taponan. Del techo del avión, donde se encontraban los mandos del aire acondicionado y la luz individual de lectura, se desprendieron unas mascarillas de oxígeno, y una alarma comenzó a sonar. Algo estaba pasando, algo malo, algo fuera de lo normal. Los gritos ya eran incontrolables. El avión se estaba cayendo. Yo me puse la mascarilla y traté de tranquilizarme, de tomar aire, de respirar hondo. Por más que mirara a mí alrededor tan solo veía angustia y desesperación, una jauría de seres humanos indefensos y sobrepasados por el pánico, impotentes por no poder hacer nada para salvarse, para ayudar, para intentar algo, aunque fuera mínimo, lo que fuera. Íbamos a morir si el comandante no lo evitaba. Toda la responsabilidad en manos de un piloto como tú y como yo, humano, quizás con niños y con una mujer que lo espera en casa, y que se quedaría extrañada si no recibía una llamada de su marido cuando llegara a su destino, cariño, ya hemos llegado. O quizás él no pudiera tampoco hacer nada. Estábamos acabados. Lo sabíamos. Las probabilidades de supervivencia en un accidente aéreo son mínimas, infinitesimales. Comencé a mirar por la ventanilla y vi un cielo completamente cubierto de nubes negras atravesadas por rayos que parecían espadas de fuego. El motor se paró. Ya no sentía la vibración debajo de mi asiento. Podía observar el ala del avión tambaleándose como si fuera una tabla de surf. No podía pensar en nada. Ningún recuerdo me venía a la mente. Todo era caos a mi alrededor. El océano, antes inalcanzable a la vista, cada vez se hacía más grande y nítido. El azul del agua comenzaba a distinguirse a medida que perdíamos altura. Escuchaba a la señora de mi lado rezando en su lengua, una letanía que no entendía. Me tenía la mano agarrada con fuerza. Me la presionaba con tanta energía y violencia que me clavaba las uñas. Sentía su palpitar, su sudor, su desesperación. Veía sus ojos aterrados mirándome inyectados en miedo. Lloraba. El batiburrillo de ruidos era ensordecedor, una amalgama de llantos, gritos, pitidos de alarma…que no tenían fin, y la superficie del agua cada vez más próxima. Ya se distinguía el oleaje, los remolinos, la violencia del océano embravecido. Pensé en ese instante  - vaya tontería- que el agua estaría congelada, muy fría. Moriríamos de hipotermia, congelados o ahogados o desintegrados. Sería una muerte rápida, ni siquiera nos percataríamos de lo fría que pudiera estar el agua, de si uno sabía nadar o no sabía nadar para salir a flote, para buscar un trozo de algo que flotase, un chaleco salvavidas, por ejemplo, o cualquier otra cosa, con tal de que flotase, con tal de aferrarse a la vida. Por un instante me vi de pequeño bañándome en la orilla de la playa, mojándome los pies y jugando con la arena, con esa inocencia y sensación de inmortalidad que solo se tiene cuando se es niño, y fue cuando vi la cara del niño que antes lloraba detrás de mí. Me miraba. Sus ojos me miraban fijos, muy abiertos, como si estuviera intentando hipnotizarme. Ya no lloraba. Me pregunté si sabía que estaba a punto de morir, de perder la vida que aún no había ni siquiera empezado a disfrutar, a saborear, si era consciente de todo eso. Cerré los ojos y espere tranquilo. De nada servía alterarme. El impacto era inminente, y todos lo sabíamos. Y de repente, la nada, la oscuridad, el fundido a negro. Me sacudí los ojos frotándomelos. Me incorporé, miré a ambos lados, me palpé la ropa desconcertado aún, intrigado, sudando, y poco a poco, como el submarinista que gana la superficie, fui tomando contacto con la realidad, hasta percatarme que estaba vivo, que había sobrevivido, y de que todo  había sido solo un mal sueño.

jueves, 14 de enero de 2016

Metro


Allí estaba la chica. Fue un flechazo. No te esperabas a nadie. Solo ibas a tu piso como todas las tardes después del trabajo. Anduviste por las calles estrechas del barrio pensando solamente en llegar a tu casa. Estabas cansado de todo el día. Necesitabas una ducha y relajarte, tumbarte en tu sofá de cuero negro y no pensar en nada. Antes te preparaste en la cocina un whisky solo con hielo, en vaso grande, grueso, con la inscripción “Jack Daniels” en el vidrio que tantas veces habías usado, tu preferido, y en silencio, con la casa completamente vacía y en penumbra, te dejaste caer en el sofá, sin esperar nada, dejando simplemente pasar el tiempo, viendo como el crepúsculo de la tarde se comía el día y daba paso a la noche, tan misteriosa, tan magnética, tan enigmática para ti. Los últimos rayos de sol entraban por tu ventana, daban a la estancia una última claridad de velatorio, hasta que las figuras a tu alrededor perdían definición y comenzaban a ser, simplemente, manchas casi borrosas a tu alcance. Respiraste hondo, estabas tumbado boca arriba sobre el sofá y el whisky reposaba sobre la mesita de cristal que había junto a ti. Le diste un buen trago y comenzaste a sentirte algo mareado. Te gustaba esa sensación. Era como estar flotando en medio de un lago o en el espacio exterior o como estar solo en una isla desierta. Comenzaste a no pensar en nada, más bien a deambular como quien zigzaguea de lado a lado pensando que va en línea recta. Todas tus preocupaciones desaparecieron, todos tus pensamientos comenzaron a alejarse de ti, comenzaron a transformarse en una espesa niebla que poco a poco desaparecía, y te sentiste bien de ese modo, te gustaba. Ya simplemente tenías que flexionar el brazo y llevarte el vaso a la boca para darle un trago al whisky. No tenías que moverte. Te habías acomodado. Así, desparramado, absorto, emborrachándote poco a poco sin darte cuenta, como cuando se vacía un recipiente gota a gota y termina por acabarse el líquido, viste una sombra moverse. Tenías los ojos entrecerrados pero la viste. Se movía muy lentamente, despacio, como interpretando una coreografía previamente ensayada, como esas actuaciones de teatro donde los actores se deslizan por el escenario como flotando. Y cada vez se acercaba más. No sabías si era una alucinación o si era real. A esas alturas habías bebido bastante whisky. A pesar de eso, no te incorporabas, o precisamente por eso, no te movías. Seguías paralizado viendo la sombra moverse, acercarse. El cuello lo tenías un poco girado, los ojos entrecerrados y guiñados. Los labios, húmedos por el whisky, brillaban en la oscuridad, y la boca la tenías abierta; respirabas por ella. Y la sombra moviéndose, danzando en la oscuridad, sin parar, acercándose a ti, lentamente. La mancha se hacía más grande y nítida. Ahora la veías con más claridad. Veías unos brazos agitándose, una melena larga y morena moviéndose frenéticamente. Te incorporaste para cerciorarte de que lo que veías era real. La figura se movía sin parar. No hacía ningún ruido. Todo estaba en silencio. Solo se escuchaban las bocinas y el motor de los coches en el exterior. Algún perro ladrando, algunos gritos. Tu respiración. La mancha borrosa continuaba bailando frente a ti. Ahora te tocaba. Diste un respingo hacia atrás. Te habías asustado, pero al momento comprendiste, al instante sucumbiste a las caricias, a la tibia y cálida sensación de unas manos suaves rozándote la piel. Es ella, es ella, pensaste, mientras procurabas abrazarla torpemente. Sentías su piel caliente, sus labios posados en tu pecho, su lengua mojada lamiéndote, sus dedos, tan juguetones, recorriendo tu cuerpo. No cabía duda, era ella, la chica que habías visto por la mañana frente a ti en el metro. La viste sentada en un extremo del vagón, sola. Tú estabas de pie y pensabas en ella, la mirabas, la escrutabas mentalmente cavilando sin parar en que parada se bajaría. ¿Sería Atocha? Allí ibas tú. Veías su pelo largo y moreno cayéndole por encima del pecho. Veías sus vaqueros y sus zapatillas deportivas de color blanco. Tenía las piernas cruzadas y estaba aislada del mundo y de todos por unos auriculares que llevaba conectados a su móvil de última generación. La mirabas de soslayo, disimuladamente. Te fijaste en sus labios, te gustaban, sobre todo el inferior, tan carnoso, te fijaste en ellos pero sobre todo te impactó el piercing que llevaba en su nariz, entre los dos orificios. Era plateado, con pequeñas incrustaciones diamantinas, todo un imán para tus ojos. Eras incapaz de apartar la mirada, te costaba, y sin embargo tenías que hacerlo para no parecer desesperado, para no llamar su atención cuando levantaba la mirada y te observaba también. Allí estabas tú, sujetándote a la barandilla para no perder el equilibrio y mirándola a ella, enamorándote de ella, obsesionándote con ella. El resto de pasajeros, pocos, viajaban con sus caras monótonas e insustanciales mirando al infinito o leyendo un libro. Y el metro llegó a Atocha, y te tuviste que bajar, y ella, la chica, continuó allí sentada, con sus piernas cruzadas y su piercing, ajena a ti. No se había movido. Habías pensado en alabarla, en decirle “me encanta tu piercing, tus labios”, habías imaginado a donde iría; quizás a ver a su abuela o a casa de sus padres o a buscar a su novio, a reunirse con él, aunque a ti te gustaba la posibilidad de que fuera a ver a su abuela. Te la imaginabas llamando a la puerta y besándola, tan tierna. Pero ella se quedó en el metro y tú te bajaste. Perdiste la oportunidad de decirle algo, de hacer algo, un papelito con tu número, un saludo inocente, algo. Y sin embargo ahora la tenías encima de ti, la sentías, su cuerpo caliente, sus manos hábiles buscando tu vientre, acariciando tus muslos, estremeciéndose contigo. Oías su respiración, sus jadeos. Colocaste tus manos sobre su culo, estaba desnuda, una mano en cada nalga. Las sentías duras y sudorosas. Se había contorsionado de tal forma que ahora podías sentir su lengua sobre tus labios. Aplastaba su pecho contra tu pecho. Te mordía el lóbulo de la oreja. Tú jadeabas. La notabas moverse rítmicamente sin parar encima de ti. Cada vez más rápido. Tú te dejabas llevar como un náufrago en una tormenta, con el ímpetu del que se aferra a un bote salvavidas y resiste hasta que termina, hasta que cesa, hasta que el mar bravío se apacigua y sale el sol y se calman las olas, y puedes descansar tranquilo. Y así ocurrió. Todo pasó. El vaivén frenético de la carne en éxtasis ya no estaba, y tú dormías sobre el sofá de cuero negro con un brazo colgándote por el lateral, y el vaso de whisky caído sobre la alfombra. Era de día.

martes, 5 de enero de 2016

Dibujarte


Yo no sé dibujarte sobre un papel pero sí sé dibujarte cuando cierro los ojos. Solo sé dibujarte así porque así te he dibujado muchas veces, una y otra vez, con la repetición incansable del sol saliendo todos los días. Entonces comienzo a manejar lápices y pinceles; entonces comienzo a imaginarte, a verte, a dibujarte; entonces primero una tenue sombra, apenas un bosquejo;  entonces unas manchas borrosas que ya son tu pelo; entonces dos lentejitas luminosas que son tus ojos; entonces tu boca, de un rosado que se va definiendo poco a poco hasta que la almohadilla de tus labios me sonríen; entonces tu cuello, fina columna de porcelana, delicada y brillante, desnuda, la cual me pide a gritos que la bese;  entonces tus hombros y tu pecho, montículo coronado por el botón de tus pezones, los cuales sobresalen y descansan sobre el pasto de su aureola; entonces tu vientre,  sendero que me lleva al ombligo, depresión donde me entretengo, sima la cual invita a introducir mi lengua, a beber del rico elixir que en el guardas, preludio del aguardiente de tu pubis del cual uno se emborracha con solo mirarlo. Entonces ya casi estás dibujada, entonces tus muslos y tus piernas, prolongación extática que me corrompe; entonces tus brazos y tus manos, acariciándote frente a mí, recorriendo tu cuerpo como si quisieras enseñarme, guiarme por la geografía de tu piel de seda; entonces tu espalda, tu columna, cuentas de un rosario que serpentea hasta la esponja de tu trasero, dulce melocotón que muerdo; entonces tu figura en mi mente; entonces el dibujo ya terminado; entonces tú.