I
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ba sentado en la claustrofóbica y
diminuta butaca de un avión. Junto a mí tenía sentada a una señora mayor que
leía una novela rosa sin apenas apartar la mirada de sus páginas, y más allá,
en el asiento contiguo, a un joven de unos veinte años que dormitaba o lo
intentaba con la cabeza ligeramente inclinada hacia su lado izquierdo, el cual
daba al pasillo. Yo estaba sentado en el asiento de la ventanilla, uno de los ojos de
buey del gran pájaro que nos transportaba. A través de el podía ver el cielo
plagado de nubes, todas negras, los relámpagos que se iluminaban como látigos
de feria y la lluvia incesante que nos asolaba. Había tormenta. Podía sentir
como el avión se cimbreaba bajo mis pies como si estuviera montado en un autobús
que recorriera una carretera secundaria repleta de baches y socavones. Las
turbulencias se hacían a cada instante más violentas. Parecía que nos habíamos
metido en un siniestro túnel lleno de trampas que no se acabara nunca. Las
azafatas iban y venían recorriendo el estrecho pasillo entre las dos filas de
asientos y se chocaban estorbándose entre ellas intentando calmar y apaciguar
los ánimos de los pasajeros. Servían botellas de agua, daban pequeñas
instrucciones, y nos recomendaban que nos abrocháramos los cinturones hasta que
pasara el temporal. Yo ya lo había hecho. Sentía cierto recelo cuando me subía
a los aviones y por eso, por simple superstición y respeto, ni siquiera me lo había
desabrochado cuando se encendió sobre nuestras cabezas la señal de “ya pueden
desabrochar sus cinturones”, después del despegue. Me daba confianza y
seguridad. La señora junto a mí, que me hablaba en un idioma desconocido –
quizás ruso, o búlgaro, o algún idioma escandinavo – se santiguaba continuamente, sin parar, a cada
poco, casi obsesivamente. Ya no leía. Había dejado el libro sobre la bandeja.
El joven junto a ella había despertado, y se aferraba a los reposa manos con
cierta cara de preocupación. Tenía los ojos cerrados y murmuraba algo. No
lograba escucharlo. Un niño detrás de mí lloraba, y su madre, junto a él,
procuraba calmarlo acariciándole la cabeza y besándole los carrillos, y
susurrándole cosas al oído. Otra mujer, más alejada de mí, gritaba histérica a
su marido; que por qué habían hecho este viaje. Ella le tenía pánico a los
aviones, sollozaba gritando para que todos se enterasen, pánico. Tenían miedo.
Estaban preocupados. Y yo también. La tormenta y el grotesco espectáculo estaba
durando más de la cuenta. Desde la cabina el comandante nos intentaba
tranquilizar. Hablaba despacio y en diferentes idiomas, aunque en su voz se
podía entrever un cierto ademán o principio de preocupación. Todo el mundo
estaba muy nervioso. Le entendí que
estábamos atravesando una tormenta, un banco inesperado (cosa que ya sabíamos),
y que mantuviéramos la clama, que pronto pasaría. El avión mientras tanto, pegó
un salto, una caída, como si hubiera bajado un escalón de repente, y luego otro
y otro. Se sacudía de arriba abajo. Las azafatas ya no recorrían el estrecho
pasillo. Ahora permanecían sentadas y bien sujetas en sus butacas al final del
pasillo. Dos a cada extremo. Sentí una brusca descomprensión en los oídos, como
cuando viajas en el coche y asciendes por una carretera muy empinada, y los
oídos se te taponan. Del techo del avión, donde se encontraban los mandos del
aire acondicionado y la luz individual de lectura, se desprendieron unas mascarillas
de oxígeno, y una alarma comenzó a sonar. Algo estaba pasando, algo malo, algo
fuera de lo normal. Los gritos ya eran incontrolables. El avión se estaba
cayendo. Yo me puse la mascarilla y traté de tranquilizarme, de tomar aire, de
respirar hondo. Por más que mirara a mí alrededor tan solo veía angustia y
desesperación, una jauría de seres humanos indefensos y sobrepasados por el
pánico, impotentes por no poder hacer nada para salvarse, para ayudar, para
intentar algo, aunque fuera mínimo, lo que fuera. Íbamos a morir si el
comandante no lo evitaba. Toda la responsabilidad en manos de un piloto como tú
y como yo, humano, quizás con niños y con una mujer que lo espera en casa, y
que se quedaría extrañada si no recibía una llamada de su marido cuando llegara
a su destino, cariño, ya hemos llegado. O quizás él no pudiera tampoco hacer
nada. Estábamos acabados. Lo sabíamos. Las probabilidades de supervivencia en
un accidente aéreo son mínimas, infinitesimales. Comencé a mirar por la
ventanilla y vi un cielo completamente cubierto de nubes negras atravesadas por
rayos que parecían espadas de fuego. El motor se paró. Ya no sentía la
vibración debajo de mi asiento. Podía observar el ala del avión tambaleándose como
si fuera una tabla de surf. No podía pensar en nada. Ningún recuerdo me venía a
la mente. Todo era caos a mi alrededor. El océano, antes inalcanzable a la vista,
cada vez se hacía más grande y nítido. El azul del agua comenzaba a
distinguirse a medida que perdíamos altura. Escuchaba a la señora de mi lado
rezando en su lengua, una letanía que no entendía. Me tenía la mano agarrada
con fuerza. Me la presionaba con tanta energía y violencia que me clavaba las
uñas. Sentía su palpitar, su sudor, su desesperación. Veía sus ojos aterrados
mirándome inyectados en miedo. Lloraba. El batiburrillo de ruidos era
ensordecedor, una amalgama de llantos, gritos, pitidos de alarma…que no tenían
fin, y la superficie del agua cada vez más próxima. Ya se distinguía el oleaje,
los remolinos, la violencia del océano embravecido. Pensé en ese instante - vaya tontería- que el agua estaría
congelada, muy fría. Moriríamos de hipotermia, congelados o ahogados o
desintegrados. Sería una muerte rápida, ni siquiera nos percataríamos de lo
fría que pudiera estar el agua, de si uno sabía nadar o no sabía nadar para salir
a flote, para buscar un trozo de algo que flotase, un chaleco salvavidas, por
ejemplo, o cualquier otra cosa, con tal de que flotase, con tal de aferrarse a
la vida. Por un instante me vi de pequeño bañándome en la orilla de la playa,
mojándome los pies y jugando con la arena, con esa inocencia y sensación de
inmortalidad que solo se tiene cuando se es niño, y fue cuando vi la cara del
niño que antes lloraba detrás de mí. Me miraba. Sus ojos me miraban fijos, muy
abiertos, como si estuviera intentando hipnotizarme. Ya no lloraba. Me pregunté
si sabía que estaba a punto de morir, de perder la vida que aún no había ni
siquiera empezado a disfrutar, a saborear, si era consciente de todo eso. Cerré
los ojos y espere tranquilo. De nada servía alterarme. El impacto era
inminente, y todos lo sabíamos. Y de repente, la nada, la oscuridad, el fundido
a negro. Me sacudí los ojos frotándomelos. Me incorporé, miré a ambos lados, me
palpé la ropa desconcertado aún, intrigado, sudando, y poco a poco, como el
submarinista que gana la superficie, fui tomando contacto con la realidad,
hasta percatarme que estaba vivo, que había sobrevivido, y de que todo había
sido solo un mal sueño.
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