Yo no
sé dibujarte sobre un papel pero sí sé dibujarte cuando cierro los ojos. Solo
sé dibujarte así porque así te he dibujado muchas veces, una y otra vez, con la
repetición incansable del sol saliendo todos los días. Entonces comienzo a
manejar lápices y pinceles; entonces comienzo a imaginarte, a verte, a
dibujarte; entonces primero una tenue sombra, apenas un bosquejo; entonces unas manchas borrosas que ya son tu
pelo; entonces dos lentejitas luminosas que son tus ojos; entonces tu boca, de
un rosado que se va definiendo poco a poco hasta que la almohadilla de tus
labios me sonríen; entonces tu cuello, fina columna de porcelana, delicada y
brillante, desnuda, la cual me pide a gritos que la bese; entonces tus hombros y tu pecho, montículo
coronado por el botón de tus pezones, los cuales sobresalen y descansan sobre
el pasto de su aureola; entonces tu vientre, sendero que me lleva al ombligo, depresión
donde me entretengo, sima la cual invita a introducir mi lengua, a beber del
rico elixir que en el guardas, preludio del aguardiente de tu pubis del cual
uno se emborracha con solo mirarlo. Entonces ya casi estás dibujada, entonces
tus muslos y tus piernas, prolongación extática que me corrompe; entonces tus
brazos y tus manos, acariciándote frente a mí, recorriendo tu cuerpo como si
quisieras enseñarme, guiarme por la geografía de tu piel de seda; entonces tu
espalda, tu columna, cuentas de un rosario que serpentea hasta la esponja de tu
trasero, dulce melocotón que muerdo; entonces tu figura en mi mente; entonces
el dibujo ya terminado; entonces tú.
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