"El destino es el que baraja las cartas,
pero nosotros los que las jugamos."
William
Shakespeare
Salías de casa y te dirigías a
trabajar. Era lunes y la semana arrancaba con el recuerdo de ella, y del sábado, de toda la
acumulación de excesos y cenas con mucha cerveza y vino que derivaron en ella. Ibas vestido con tu habitual traje
de punto, tu habitual camisa - una de tantas, todas parecidas-, y tus
habituales zapatos marrones. Te montaste en el coche y empezaste a tararear,
con melodía alegre, el nombre de ella.
Dabas golpecitos en el volante con tus dedos y te observabas en el espejo
retrovisor aprobando tu rostro, gesticulando y poniendo muecas extrañas delante
de el, como si tuvieras que convencerte de tu aspecto a cada segundo. “Ese soy
yo”, pensabas.
La noche del sábado la habías
visto a ella. Habíais terminado de
cenar -parrillada de cerdo y carpaccio de ternera, regado con abundantes
botellas de vino y copas de cerveza que aparecían mágicamente una tras otra-, y
os dirigíais a uno de los bares de moda, tú y tus dos amigos. Entre la espesura
del alcohol que turbaba vuestras mentes y la niebla y el frío que hacía en la
calle, parecíais tres espectros deambulando en mitad de la noche.
Llegasteis a la puerta del local
entre comentarios y risas sin sentido (o con todo el sentido de vuestro mundo),
y la viste a ella. Estaba allí, de
pie, altiva, semejante a una estatua mitológica, de esas que descansan sobre
columnas dóricas en templos griegos desafiando al tiempo, al lado del acceso al
pub hablando con alguien, otra chica, “su amiga quizás”, pensaste. Se reía y
enseñaba, refulgiendo en la penumbra del callejón y la multitud de la gente,
las perlas de sus dientes, el carmín granate de sus labios y su boca quizás
excesivamente grande para ti, pero en absoluta concordancia con las facciones
faraónicas de su mandíbula. Destacaba entre todas las bocas, labios y dientes
de toda la gente que entraba y salía del local. Tú entraste el último, para
demorarte, para paladear la imagen de ella e intentar grabarla en la mente,
arrebatarle algo a ella que tú te quedaras, lo que fuera, una mirada, y
entonces ella echara de menos, esas cosas…
Ella desafiaba al frío con un vestido que apenas
le cubría las piernas. Su escote, muy amplio y ceñido, entreveía unos senos
apretados y no muy grandes que alumbraban como la luz de un faro que descargara
toda su intensidad sobre tu mirada, deslumbrándote, y sus ojos, flanqueados por
unas pestañas largas y espesas, oscuras como una noche sin luna, se veían grandes
y verdes cada vez que pestañeaba contribuyendo de esta manera a terminar de
hipnotizarte. Era la primera vez que la veías. Les preguntaste a tus amigos
quién era, si la conocían. Te dijeron su nombre, y la miraste por última vez. Ella se quedó fuera.
Ahora ibas al trabajo en tu coche
pensando en ella. ¿Qué hubiera pasado
si le hubieras dicho algo? “No tuve ocasión, ya la veré de nuevo y entonces…”,
farfullabas para tus adentros.
Y la semana pasó, y llegaron el
viernes y el sábado y con ellos la nueva acumulación de excesos y cenas con
mucha cerveza y vino que derivaba en ella…o
no, porque esta vez ella no estaba en
el acceso al local, ni dentro del local,
ni la habían visto por alguna de las calles adyacentes. Esta vez había
desaparecido y parecías desesperado o angustiado por verla pero no, ella no estaba y tus amigos te decían “¿quién
es ella? No conocemos a nadie así.” Y
tú te preguntabas “¿cómo no van a saber? La vimos justo aquí la semana pasada”,
y recorrías con la mirada las otras miradas y efectivamente no la veías, no la
reconocías entre todas aquellas sombras en la noche iluminadas por la luz
estridente de los focos multicolor del local, que daban un aspecto fantasmagórico
a la gente, mientras no paraban de bailar y beber a su ritmo, sin verla a ella ni a ti e ignorándote por completo.
Y entonces empezaste a pensar si
no te lo imaginaste, si no te la imaginaste a ella, si solo tú la viste, allí de pie, sonriendo y hablando y
exhibiendo su esbelta y curvilínea figura solo para ti. “¡No puede ser!”,
pensabas, “la vi, estoy seguro, la vi con mis propios ojos.” Y entonces
recurriste a algo a lo que no estabas acostumbrado, tu fe. Te dijiste que si la
habías visto una vez, la verías una segunda, o al menos eso esperabas, eso
querías creer. Lo dejaste todo en manos de la divina providencia y la seguridad
(nada segura) de volver a verla alguna vez. “Si nuestros destinos se tienen que
cruzar de nuevo, se cruzaran, y la veré”.
Y con esa seguridad te dirigías
ahora al trabajo, pensando en ella pero
sin ella. Habían pasado varias
semanas desde que la viste, y sin embargo, aún no perdías la fe en volver a
verla, la esperanza de contemplarla una segunda vez y poder quizás hablarle y conocerla,
esta vez sí, a ella.
“Se quedó con su fe, pero sin
ella”, pensabas en esta frase -dicha con sorna por uno de tus amigos al otro, aquella
noche que decidiste apostarlo todo a una carta-, mientras conducías con el ceño
fruncido y tu habitual traje de punto, tu habitual camisa –una de tantas, todas
parecidas-, y tus habituales zapatos marrones, dando golpecitos sobre el
volante y salmodiando su nombre, que salía expulsado de tu boca como pequeños
salivazos interminables…ella ella ella, que
se fundían con el ruido del tráfico y de la radio y del motor rugiendo y de la lluvia
que tamborileaba sobre la carrocería, mientras
dejabas atrás los coches que adelantabas y acelerabas más y más, “la próxima
vez, la veo”.
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