Allí
estaba la chica. Fue un flechazo. No te esperabas a nadie. Solo ibas a tu piso
como todas las tardes después del trabajo. Anduviste por las calles estrechas
del barrio pensando solamente en llegar a tu casa. Estabas cansado de todo el
día. Necesitabas una ducha y relajarte, tumbarte en tu sofá de cuero negro y no
pensar en nada. Antes te preparaste en la cocina un whisky solo con hielo, en
vaso grande, grueso, con la inscripción “Jack Daniels” en el vidrio que tantas
veces habías usado, tu preferido, y en silencio, con la casa completamente vacía
y en penumbra, te dejaste caer en el sofá, sin esperar nada, dejando
simplemente pasar el tiempo, viendo como el crepúsculo de la tarde se comía el
día y daba paso a la noche, tan misteriosa, tan magnética, tan enigmática para
ti. Los últimos rayos de sol entraban por tu ventana, daban a la estancia una
última claridad de velatorio, hasta que las figuras a tu alrededor perdían
definición y comenzaban a ser, simplemente, manchas casi borrosas a tu alcance.
Respiraste hondo, estabas tumbado boca arriba sobre el sofá y el whisky reposaba
sobre la mesita de cristal que había junto a ti. Le diste un buen trago y
comenzaste a sentirte algo mareado. Te gustaba esa sensación. Era como estar
flotando en medio de un lago o en el espacio exterior o como estar solo en una
isla desierta. Comenzaste a no pensar en nada, más bien a deambular como quien
zigzaguea de lado a lado pensando que va en línea recta. Todas tus
preocupaciones desaparecieron, todos tus pensamientos comenzaron a alejarse de
ti, comenzaron a transformarse en una espesa niebla que poco a poco desaparecía,
y te sentiste bien de ese modo, te gustaba. Ya simplemente tenías que flexionar
el brazo y llevarte el vaso a la boca para darle un trago al whisky. No tenías
que moverte. Te habías acomodado. Así, desparramado, absorto, emborrachándote
poco a poco sin darte cuenta, como cuando se vacía un recipiente gota a gota y
termina por acabarse el líquido, viste una sombra moverse. Tenías los ojos
entrecerrados pero la viste. Se movía muy lentamente, despacio, como
interpretando una coreografía previamente ensayada, como esas actuaciones de
teatro donde los actores se deslizan por el escenario como flotando. Y cada vez
se acercaba más. No sabías si era una alucinación o si era real. A esas alturas
habías bebido bastante whisky. A pesar de eso, no te incorporabas, o
precisamente por eso, no te movías. Seguías paralizado viendo la sombra
moverse, acercarse. El cuello lo tenías un poco girado, los ojos entrecerrados
y guiñados. Los labios, húmedos por el whisky, brillaban en la oscuridad, y la
boca la tenías abierta; respirabas por ella. Y la sombra moviéndose, danzando
en la oscuridad, sin parar, acercándose a ti, lentamente. La mancha se hacía
más grande y nítida. Ahora la veías con más claridad. Veías unos brazos
agitándose, una melena larga y morena moviéndose frenéticamente. Te
incorporaste para cerciorarte de que lo que veías era real. La figura se movía
sin parar. No hacía ningún ruido. Todo estaba en silencio. Solo se escuchaban
las bocinas y el motor de los coches en el exterior. Algún perro ladrando,
algunos gritos. Tu respiración. La mancha borrosa continuaba bailando frente a
ti. Ahora te tocaba. Diste un respingo hacia atrás. Te habías asustado, pero al
momento comprendiste, al instante sucumbiste a las caricias, a la tibia y
cálida sensación de unas manos suaves rozándote la piel. Es ella, es ella,
pensaste, mientras procurabas abrazarla torpemente. Sentías su piel caliente,
sus labios posados en tu pecho, su lengua mojada lamiéndote, sus dedos, tan
juguetones, recorriendo tu cuerpo. No cabía duda, era ella, la chica que habías
visto por la mañana frente a ti en el metro. La viste sentada en un extremo del
vagón, sola. Tú estabas de pie y pensabas en ella, la mirabas, la escrutabas
mentalmente cavilando sin parar en que parada se bajaría. ¿Sería Atocha? Allí
ibas tú. Veías su pelo largo y moreno cayéndole por encima del pecho. Veías sus
vaqueros y sus zapatillas deportivas de color blanco. Tenía las piernas
cruzadas y estaba aislada del mundo y de todos por unos auriculares que llevaba
conectados a su móvil de última generación. La mirabas de soslayo, disimuladamente.
Te fijaste en sus labios, te gustaban, sobre todo el inferior, tan carnoso, te
fijaste en ellos pero sobre todo te impactó el piercing que llevaba en su
nariz, entre los dos orificios. Era plateado, con pequeñas incrustaciones
diamantinas, todo un imán para tus ojos. Eras incapaz de apartar la mirada, te
costaba, y sin embargo tenías que hacerlo para no parecer desesperado, para no llamar
su atención cuando levantaba la mirada y te observaba también. Allí estabas tú,
sujetándote a la barandilla para no perder el equilibrio y mirándola a ella,
enamorándote de ella, obsesionándote con ella. El resto de pasajeros, pocos,
viajaban con sus caras monótonas e insustanciales mirando al infinito o leyendo
un libro. Y el metro llegó a Atocha, y te tuviste que bajar, y ella, la chica,
continuó allí sentada, con sus piernas cruzadas y su piercing, ajena a ti. No
se había movido. Habías pensado en alabarla, en decirle “me encanta tu piercing,
tus labios”, habías imaginado a donde iría; quizás a ver a su abuela o a casa
de sus padres o a buscar a su novio, a reunirse con él, aunque a ti te gustaba
la posibilidad de que fuera a ver a su abuela. Te la imaginabas llamando a la
puerta y besándola, tan tierna. Pero ella se quedó en el metro y tú te bajaste.
Perdiste la oportunidad de decirle algo, de hacer algo, un papelito con tu
número, un saludo inocente, algo. Y sin embargo ahora la tenías encima de ti,
la sentías, su cuerpo caliente, sus manos hábiles buscando tu vientre, acariciando
tus muslos, estremeciéndose contigo. Oías su respiración, sus jadeos. Colocaste
tus manos sobre su culo, estaba desnuda, una mano en cada nalga. Las sentías
duras y sudorosas. Se había contorsionado de tal forma que ahora podías sentir
su lengua sobre tus labios. Aplastaba su pecho contra tu pecho. Te mordía el
lóbulo de la oreja. Tú jadeabas. La notabas moverse rítmicamente sin parar encima
de ti. Cada vez más rápido. Tú te dejabas llevar como un náufrago en una
tormenta, con el ímpetu del que se aferra a un bote salvavidas y resiste hasta
que termina, hasta que cesa, hasta que el mar bravío se apacigua y sale el sol
y se calman las olas, y puedes descansar tranquilo. Y así ocurrió. Todo pasó.
El vaivén frenético de la carne en éxtasis ya no estaba, y tú dormías sobre el
sofá de cuero negro con un brazo colgándote por el lateral, y el vaso de whisky caído sobre la alfombra. Era
de día.
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