El gato se subió a la cama y se
acurrucó haciéndose un ovillo entre las sábanas y el costado de Chet, y se
quedó dormido. Permaneció muy tranquilo en esa posición durante un buen rato. Lo
vi posarse encima de las sábanas y moverse por encima de ellas con la
parsimonia del gato viejo y remolón que era. Pese a que me sorprendió el verlo
aparecer,- el sentirlo allí encima suya tan calmado-, pegado al cuerpo de Chet
como el niño que abraza a su abuelo y no lo suelta, en realidad, lo estaba esperando, y me alegré por ello, aunque
al mismo tiempo también sentí tristeza, nostalgia de la vida, de todos los
momentos vividos que ya no volverían para él, ni para mí. Estaba seguro que
Chet sentía la vibración templada y cálida del ronroneo del gato, y le gustaba,
le calmaba, le relajaba. Podía escucharlo. Era como un suave sonajero. Yo
estaba junto a la puerta y le llevaba su medicación. Me quedé justo allí, de
pie, absorto, con la batea en ristre y la boca entre abierta. Óscar, el felino
el cual convivía con nosotros en la residencia estaba allí, con su pelaje
blanco y gris, sus orejas puntiagudas y sus ojos achinados, mirando fijamente a
Chet. Supe que significaba al instante. Óscar jamás se había equivocado en
alguno de sus vaticinios. Desde que lo acogimos aquí, hace ya más de dos años,
siempre ha mostrado una peculiar y macabra habilidad; la de entrar en la
habitación de un interno, que intuía próximo a su muerte, y quedarse plantado
junto a él, hasta que moría al poco tiempo; quizás dos horas como máximo; y
entonces se levantaba, y tranquilamente se iba por donde había venido. No era
especialmente simpático ni cariñoso, más bien era como todos los gatos; arisco
e interesado, pero eso no lo hacía menos entrañable. Era parte de la familia. Merodeaba
por el edificio y el jardín, daba vueltas por los pasillos, y se alimentaba gracias
a la comida que le proporcionábamos todos. Era uno más de nosotros. Asimismo,
era un reclamo y entretenimiento para los demás pacientes no terminales, y por
todo eso, era tan apreciado. Y además, poseía ese extraño don que al fin y al cabo nos facilitaba bastante el
trabajo, ya que nos avisaba con antelación del inminente fallecimiento.
Podíamos despedirnos. Podía despedirme. Así que mi corazón dio un brinco cuando
lo vi allí, en la habitación de Chet. Yo, pese a trabajar con pacientes
terminales, próximos a la muerte, un día sí y otro también desde hacía años, no
me acostumbraba a no decirles adiós, a no despedirme de ellos. De hecho,
siempre me andaba despidiendo, sumido en la eterna y continua incertidumbre del
cuándo, de la amenaza continua de la muerte. No sabía, obviamente, el tiempo de
vida que le quedaba a cada uno de nuestros internos, y ahora seguía sin saberlo, pero al menos con Óscar, esto,
milagrosamente, cambió. Ahora sabía que mientras el gato no fuese a visitarlos, no morirían. A todos ellos los veía como algo más, quizás como a
personas de mi propia familia, a seres muy queridos a los cuales cuidaba y
trataba de dar la mayor y mejor calidad de vida sin condiciones. Disfrutaba de
ese modo, y me hacía feliz, a mí y a todos ellos, por eso, cuando tocaba el final
de alguno, me apenaba profundamente. Aunque no me pudieran expresar su
gratitud, tampoco la necesitaba. Bastaba sentarme con ellos en el borde de la
cama y acariciarlos, hablarles, contarles las últimas novedades y chismes de
nuestra casa, la residencia de la bahía de Narragansett, en Rhode Island, o si
se podía, sentarlos en una silla de ruedas e ir a pasear por el jardín con
ellos, o llegar quizás hasta el paseo marítimo y empaparnos de la humedad y el
sabor del agua salada, de los graznidos de las gaviotas y de todos los ruidos y
sonidos que en la residencia no teníamos. Me gustaba pensar que los embadurnaba
en vida, que los metía en una gran bañera o recipiente repleto de vida, de
ganas de vivir, y que ellos y yo disfrutábamos así, zambulléndonos en su
interior, buceando como niños. Así que
me acerqué por última vez a Chet y me senté a su lado en la cama, junto a él.
Óscar seguía allí, hecho una bola y ronroneando, tan a gusto que ni se movió
cuando me acomodé en una esquinita del colchón, y miré a Chet, y lo vi allí tan
relajado y tan plácido, que sentí un gran alivio en mi interior, como si
alguien dentro de mí me estuviera acariciando. Era paz. Me acerqué a su cara y
le bese, “Buen viaje Chet, por allá arriba ganan un hombre, te echaremos de
menos, no temas”. Él lo sabía, lo podía intuir, había movido su brazo
y acariciaba a Óscar moviendo sus largos y esqueléticos dedos muy despacio, con
una mueca en la boca que indicaba que sonreía, y no vacilé en incorporarlo una
última vez para que no se perdiera el espectáculo del sol poniéndose, yéndose
como él, tranquilo y sereno.
Una brisa mecía los árboles del jardín
que se veían desde el balcón de la habitación de Chet. Los jazmines estaban en
flor, las rosas coloreaban el paisaje allá afuera, y los trinos de los
gorriones y pajarillos inundaban la serena primavera que había comenzado ya en
Providence. Si aspiraba fuerte y profundo, podía oler la combinación y amalgama
de olores y fragancias que desprendía la vegetación que rodeaba la residencia.
Más allá del jardín y de los muros del geriátrico, podía ver las olas del
océano atlántico mansas como un rebaño de ovejas, y un par de barcos fondeando
en la ensenada, disfrutando del revuelo de unas simpáticas gaviotas que
planeaban sobre sus mástiles. La bahía era espectacular y con este tiempo lucía
imponente y primorosa. Era precioso el espectáculo, y Chet, el bueno de Chet,
parecía que disfrutaba tanto como yo del paisaje. De su última puesta de sol. Desde
aquella posición era inmensa, grandiosa. ¡Era la mejor puesta de sol de toda
América! Lo había hecho todos los días. Salíamos al balcón, y nos quedábamos un
buen rato en silencio, sólo observando y captando el mundo de afuera, el mundo
exterior que se abría tras el muro de la habitación. Entonces su cara cambiaba,
su ánimo viraba cuando entraba en la habitación y le decía, “adelante Chet, es
hora de levantarse”, y veía, intuía más bien, un cambio en sus ojos, un
destello quizás, una esperanza en forma de ilusión y grandeza, que modificaba
los surcos del pergamino de su cara. Parecía que sonreía como ahora, que sus
ojos miraban con la ilusión que solo tienen los niños cuando pequeño. Sus ojos
azules se empañaban, como ahora también, de unas lágrimas que no brotaban del
todo, que no acababan de desprenderse del todo, pero que yo sabía de felicidad
y emoción. Sus cuencas eran un estanque de sentimientos. Quizás en esos
momentos estaban aflorando algunos de sus mejores y más tiernos recuerdos, los
más plácidos; una caricia, un beso, sus hijos, lo que sea; la felicidad sin
duda, la felicidad en una cara, en unos ojos, y mi felicidad por ende. Él era consciente
de sus últimos instantes de vida, como los del sol ocultándose, y era feliz,
éramos felices. Yo lo sabía. Sabía que él lo sabía. Las palabras en muchos momentos sobran, estorban,
son como obstáculos o impedimentos en el
camino, y ahora no hacía falta decir nada. Ya estaba todo dicho. Óscar estaba
detrás de nosotros. Se había bajado de la cama y de un brinco, subido al alféizar
de la ventana. Perseguía con la mirada un pájaro.
Descansa en paz Chet
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