jueves, 5 de enero de 2017

10 minutos


10 minutos



Navidad; época en la que todos nos reunimos y sacamos lo mejor de nosotros mismos, como si lo guardásemos como oro en paño el resto del año.

Nunca me gustó, hablando claro. Compromisos familiares,  laborales y con amigos que no son tan amigos. Es la época del año estrella donde todos mentimos.

Pero bueno, allí estaba, sentado a la mesa, celebrando la Noche Buena con familiares con los que tenía menos en común que un pez con un elefante. Risas falsas, anécdotas rancias y muy manidas, y vino y gambas y jamón, y, por supuesto, cerveza. Menos mal. La cerveza me ha salvado en más de una ocasión. Le debo mucho a la cerveza. Más que a muchas personas, desde luego.

Éramos más de veinte. Todo dispuesto en la mesa, listo para ser devorado. Las copas y bandejas repletas de comida para la ocasión sobresalían como trofeos brillantes.

Las frases se sucedían una tras otra; se cruzaban. Todos hablaban con todos. Menos yo.

- Antonio, pásame la bandeja de langostinos.

- Laurita, ¿tienes ya novio? ¿Cuándo te casas?

Me bebí mi quinta cerveza.

No podía soportarlo, todos esos comentarios, toda esa basura hipócrita, insustancial, como las bolsas de plástico que dan en los supermercados. Lo odiaba.

- Vamos a ir este año a Estados Unidos, a visitar a la novia de mi hijo.

Me levante de la mesa sin decir nada. Arrastré hacia atrás la silla y salí del salón. Ni siquiera se percataron, o eso pensé. Mis oídos lo agradecieron. Mi espíritu navideño lo agradeció. Di gracias al Señor por ser tan bueno conmigo, por hacerme tener ganas de mear.

De vuelta del baño - había estado haciendo figuritas con el chorro pensando en las diferentes formas de preparar el pavo navideño- me pasé por la cocina. Allí estaba Raquel, mi prima pequeña. La saludé.

- Deberías estar con el resto. ¿Qué haces aquí?

Mientras lo dije me fije en su escote, en su figura. Estaba apetecible, parecía una dulce tarta casera. Lista para hincarle el diente. Bien dentro. Llevaba un vestido elegante, de fiesta, abierto por la espalda y muy escotado, de color rojo, como sus labios. Me gustaba.

- Lo mismo que tú. Aquello es un muermo. No hay quien lo aguante.

Saqué dos cervezas heladas del frigorífico. Supongo que tu padre  te prohíbe beber, le dije. Se mordía el labio inferior. Asintió.

- Pero bebo cuando no me ve. Soy una mujer adulta.

- ¿Me pasas dos vasos, nena? – Nuestros dedos se rozaron, sentí electricidad en su blanca piel.

- 16 años no te convierten en mujer adulta.

- ¿Quién te dijo que tengo 16? Además puedo ser más adulta que una de 50.

Siempre me gustaron las mujeres firmes, seguras de sí mismas, con agallas. Su voz flotaba en el aire y salía de su boca como racimos de uva dulce.

- Te recordaba más…tímida; y niña – dije – apenas sabías hablar la última vez que te vi.

- El tiempo corre, primo, yo tampoco te recordaba tan pasota y tan…guapo.

Me miraba a los ojos mientras lo decía. Había fuego en su mirada, el fuego con quien una niña de 18 se puede quemar, el fuego con el que yo acostumbraba a tratar; el fuego que daba sentido a mi vida y a esa cena. Empecé a bendecir a San Pedro, al Papa, al niño Jesús.

- Deberías cuidar tus palabras, apenas me conoces. Soy peligroso.

Se lo dije para picarla, para tantearla. Sabía que no sucedería nada. Éramos familia. Estaría mal a ojos del Señor. El reloj, por cierto, marcaban las diez y cuarto. Llevábamos unos diez minutos. Los mejores diez minutos de la Navidad, por el momento.

- Deberíamos volver o nos crucificaran como a quien yo me sé.

Pude oler su lamento al escuchármelo decir. Hizo un puchero arrugando sus mejillas. No le gustó que lo dijera, y a decir verdad, a mí tampoco me  gustó decirlo, pero teníamos que volver. Teníamos que guardar nuestras ganas para más adelante. Además, me gustaba sentir la tensión entre nosotros. Raquel estaba siendo todo un descubrimiento.

Volvimos.

Estaban comiendo. Se reían. Gritaban. Cantaban villancicos. El murmullo se podía escuchar a dos manzanas de allí. Sus cuellos se giraron al unísono cuando entramos, como una bandada de avestruces. Alguien habló. Mi madre.

- Vamos que se os enfría el pavo. ¿De dónde venís?

Ni siquiera contesté, solo me senté en mi sitio, encajado entre mi tía y mi padre, y les dediqué una mueca. Vi a Raquel sonriente coger con el tenedor un trozo de tomate que se metió en la boca y masticó con parsimonia. Me miraba de reojo. Lo notaba. Pensé que pronto se acabaría, aquella sensación, esa oportunidad. Tenía que disfrutar aquello antes de que nos fuéramos y no la volviera a ver hasta que cumpliera los 40. Ella era de Valencia; yo, de Salamanca. Ella vivía su mundo, sus amigos, sus estudios, y yo el mío. Yo tenía 20 años más que ella. No, no nos volveríamos a ver en mucho tiempo. Al menos un año. Un año soñándola, un año rememorando aquella cerveza en la cocina en mitad de la cena de Noche Buena. Un año muy largo. Pensé en el desierto de Nuevo México, pensé en Malcom Loury, me vi borracho de tasca en tasca relatando mi historia de Navidad a cualquiera que quisiera escucharla o que no quisiera pero que estuviera allí, en la barra, a mí lado, soportando a un viejo idiota y melancólico que no tuvo oportunidad o no se atrevió a invitar a su prima a un segundo trago en la cocina. Que dejó pasar el tiempo.

Y así fue.

Dejé pasar el tiempo.

Hay momentos que pasan, que vuelan, que desaparecen tan rápido como una fugaz ráfaga de viento.

- Y a mí me pasó – dije con los ojos de vidrio empapados en alcohol, mientras le pedía al camarero otra cerveza.

- Vi alejarse a mi prima como fruta prohibida.